Desde la elección de Francisco, el 13 de marzo de 2013, entre las muchas preguntas que han surgido acerca de su persona y de su historia, encontramos la de las raíces de su pensamiento, en general, y de su pensamiento teológico, en particular.
Entre los años 1968 y 1978 Jorge Mario Bergoglio concluyó su formación como jesuita y comenzó su ministerio sacerdotal, primero como maestro de novicios y luego como provincial. En el momento de su ordenación sacerdotal (1969) contaba con casi 33 años de edad. En este momento una persona tendrá mucho peso: el P. Miguel Ángel Fiorito (1916-2005), quien fue rector de la Universidad del Salvador (1970-1973), profesor de Metafísica en la Facultad de Filosofía de San Miguel, su decano (1964-1969) y director de la revista Stromata, en la que se publicaban artículos de los profesores de las facultades. Por sus capacidades intelectuales y espirituales, el P. Fiorito se convirtió en referente indiscutido de sus estudiantes[1].
Ya como provincial, Bergoglio dio al P. Fiorito un lugar central en la Provincia como Instructor de «Tercera Probación», la última etapa de la formación de los jesuitas, y como director del Boletín de Espiritualidad. De este período son la mayor parte de sus estudios de la espiritualidad de la Compañía de Jesús, en particular de los Ejercicios de San Ignacio y del discernimiento espiritual[2]. En este ambiente de formación, junto con los estudios formales en las facultades, había también un intercambio intelectual informal en el que se compartían las lecturas, las reflexiones personales y las preocupaciones pastorales y eclesiales. Es importante tener presente este diálogo teológico que influyó de manera profunda en el pensamiento del futuro Papa.
Eran los primeros años que siguieron al Vaticano II. La historia de la recepción del Concilio Vaticano II en América Latina había creado pensamientos contrastados y una fuerte conciencia del continente. Los estudiantes y padres del Colegio siguieron con interés el desarrollo conciliar y, luego, tomaron parte activa en su proceso de recepción y puesta en práctica. Históricamente, nos encontramos en una época de renovación que, dicho de manera simple, se entendió de dos maneras contrastadas: algunos entendían «renovación» como cambio; otros como rejuvenecimiento. En la tensión de estas dos visiones se encuentra la Iglesia latinoamericana, no siempre con una clara orientación.
Pero también hemos encontrado una «forma de ser» particular del ambiente intelectual del Colegio Máximo. El estudio, la reflexión, el intercambio van madurando ideas que adquieren forma conceptual en artículos que aparecen en las publicaciones de las facultades: la revista Stromata de filosofía y teología y el Boletín de Espiritualidad, orientado a la formación espiritual y pastoral.
El diálogo teológico en el Colegio Máximos
Esas publicaciones eran el fruto de la propia experiencia pastoral junto con las más variadas lecturas que se iban asimilando de manera, quizás, asistemática y existencial. De muchas lecturas personales compartidas y asimiladas por el grupo no quedan referencias a pie de página. En la mayoría de los casos resulta difícil distinguir el origen de un concepto y la reelaboración hecha por el grupo. Un ejemplo de este intercambio intelectual son los «cuatro principios» que expuso Bergoglio, ya provincial, en su alocución de apertura de la Congregación Provincial XIV (18 de febrero de 1974)[3]. Estos principios —que aparecerán a menudo en la reflexión de Bergoglio y luego en el papa Francisco[4]—tienen su origen, según testimonio del mismo Bergoglio, en la carta que el gobernador de Buenos Aires, don Juan Manuel de Rosas, envió a Facundo Quiroga desde la hacienda de Figueroa el 20 de diciembre de 1834. Si leemos esta carta, difícilmente identificaremos los principios de los que habla Bergoglio. Entre la fuente y los principios media una reflexión y el diálogo del grupo de la cual no queda testimonio escrito. Solo en 1974 adquieren una formulación escrita en la alocución de Bergoglio, pero su contenido tiene una prehistoria cuyos detalles solo son conocidos por tradición oral.
Lo mismo sucedió con otros autores y obras; leyendo muchos de ellos reconocemos temas que reaparecen en las reflexiones de Bergoglio.
Reflexiones sobre la religiosidad popular
A partir del año 1968 encontramos en el Boletín de espiritualidad una serie de artículos que presentaban reflexiones sobre el tema de la «liberación», tema que desde Medellín[5] había tomado un gran impulso y que se iba desarrollando con distintos matices[6]. El trabajo del P. Fiorito supuso una gran ayuda para la Provincia a fin de echar luz sobre las tensiones que se creaban entre las distintas lecturas.
Cuando en el año 1973 el P. Fiorito asume la dirección del Boletín, la reflexión adquiere una nueva perspectiva y se prefiere dar lugar a una teología de la piedad popular, que, diez años más tarde, tomará forma en una «teología de la cultura»[7]. La reflexión sobre la piedad popular comenzó con ese grupo de jóvenes jesuitas que participaban del diálogo teológico del Colegio Máximo. Entre los años 1974 y 1975 se hallaban en la «Tercera Probación» bajo la dirección del P. Fiorito. Los miembros de este grupo eran los padres Andrés Swinnen, Agustín López, Jorge Seibold, Ernesto López Rosas, Julio Merediz, Juan Carlos Constable, Alejandro Antunovich y el hermano Salvador Mura.
A partir de la experiencia pastoral en las parroquias del interior del país y de la conurbación que rodea la ciudad de Buenos Aires[8], el grupo de jóvenes jesuitas —siempre bajo la dirección de Fiorito— reflexionó durante un mes. El resultado de la reflexión quedó plasmado en una serie de artículos: el grupo redacta un primer artículo[9], luego el P. Agustín López redacta una segunda parte de la reflexión[10]; en ambos números del Boletín encontramos una presentación del P. Fiorito.
Los principios de interpretación
La reflexión se inspira explícitamente en la alocución que el provincial Jorge Bergoglio pronunció en la apertura de la Congregación Provincial XIV[11]. De ella citan algunas afirmaciones que les sirven como marco de interpretación. Podemos organizarlos respondiendo a una serie de preguntas[12]:
¿Quién es el «pueblo fiel»? Dice Bergoglio en su alocución que pueblo fiel es «aquel con quien tenemos contacto en nuestra misión sacerdotal y en nuestro compromiso religioso. Evidentemente, el “pueblo” es ya —entre nosotros— un término equívoco, debido a los supuestos ideológicos con que se siente o se pronuncia esa realidad del pueblo. Ahora, sencillamente, me refiero al pueblo fiel»[13].
¿Qué podemos aprender del pueblo fiel? Afirmaba el provincial Bergoglio: «Cuando estudiaba teología» y «revisaba el Denzinger y los tratados para probar las tesis, me admiró una formulación de la tradición cristiana: el pueblo fiel es infalible in credendo. De ahí saqué mi propia fórmula, que no será muy precisa, pero que me ayuda mucho: cuando quieras saber lo que cree la Iglesia Madre, andá al Magisterio (porque él es el encargado de enseñarlo infaliblemente); pero cuando quieras saber cómo cree la Iglesia, andá al pueblo fiel…».
¿En qué medida podemos hablar de una hermenéutica del pueblo fiel? Dice Bergoglio: «Nuestro pueblo tiene un alma, y porque podemos hablar del alma de un pueblo, podemos hablar de una hermenéutica, de una manera de ver la realidad, de una conciencia…».
¿En qué cree el pueblo fiel? Bergoglio responde: «Cree en la Resurrección y en la Vida: bautiza a sus hijos y reza por los muertos…».
Se trata de una reflexión teológica sobre la «religiosidad popular» que luego se desarrollará en otras manifestaciones y recibirá el título más abarcador de «teología de la cultura»[14]. La importancia de estas precisiones están en que señalan que el pueblo es, en todos los casos, sujeto, ya sea del acto religioso o de la cultura.
Por tanto, una teología de este tipo estudia las manifestaciones religiosas y culturales del pueblo, en los que este se expresa a sí mismo, es decir, expresa la comprensión que tiene de sí mismo y del lugar que tiene en el mundo y en la historia. Es una expresión mítica, es decir, expresión que surge de ese relato subyacente del propio origen y sentido.
Es evidente que el fruto de esta reflexión está lejos de ser una descripción abstracta reconocible en todos los pueblos del mundo, pues cada cultura es fruto del propio mito. Esto coincide justamente con las características de la misión de la Iglesia, que se hace real en las iglesias particulares con sus tradiciones, con su historia y con su vocación que es, a la vez, universal y concreta.
A partir de este marco de interpretación podemos formarnos una idea más clara de lo que se debe entender, desde el pensamiento del papa Francisco, lo que hoy en día se ha dado en llamar «teología del pueblo». La «teología del pueblo» no debe considerar al pueblo como «objeto» de estudio. Es su forma de vivir la fe y de crear una cultura lo que debe ser principio de este pensamiento. Debe dejar bien claro esto: el pueblo es el sujeto de las expresiones religiosas y culturales, no es el objeto. En todos los casos que se considera al pueblo como objeto es necesaria una «ideología» que permita la interpretación. De aquí la afirmación de Bergoglio de la equivocidad del término «pueblo».
El «cómo» de la fe del pueblo fiel
Estas líneas señaladas por Bergoglio han determinado un marco concreto para la reflexión de los jóvenes jesuitas dirigidos por el P. Fiorito. Estar atentos a las manifestaciones de la religiosidad popular les permitirá descubrir el «cómo» de la fe del pueblo fiel de Dios que peregrina en Argentina. Esto es importante en el momento de evaluar el camino emprendido en relación con las otras propuestas desarrolladas por otras Iglesias latinoamericanas. La lectura y recepción del Vaticano II y de Medellín también se encarnaron en las iglesias particulares y lo hicieron o buscaron hacerlo según la propia autocomprensión.
Reflexionando acerca de la religiosidad popular, el grupo de jóvenes jesuitas se vio en la necesidad de aclarar algunos conceptos[15]. Lo vemos en la presentación de la reflexión hecha por el P. Fiorito: «El tema de reflexión que el grupo tomó providencialmente fue el de la “religiosidad popular” —que algunos llaman “fe popular”, para evitar el matiz genérico y a veces peyorativo que tiene el término “religiosidad”—; y a medida que recordábamos y nos comunicábamos nuestras experiencias “populares”, nosotros también nos sentíamos “pueblo de Dios”».
Es necesario aclarar otros tres conceptos antes de llegar a la reflexión. Los expresa el P. Fiorito en la misma presentación.
La unidad de la Iglesia. En primer lugar, hablar de «religiosidad popular» pareciera tomar en consideración solo una parte de la Iglesia, dejando de lado una Iglesia culta. Esto se debe a que se entiende «culta» como erudita y no —como realmente es— como «creadora de cultura». Desde esta perspectiva, define el grupo de reflexión: «La cultura es un modo de vivir y de morir de un pueblo: nosotros la abordamos desde el punto de vista religioso y eclesial».
Los jóvenes jesuitas señalan, luego, dos visiones negativas de «religiosidad popular». Son negativas porque consideran al pueblo o bien «ignorante» o bien «alienado». Contra estas posturas ideológicas, afirma taxativamente el grupo de reflexión, «creemos que nuestra gente ni es ignorante (contra la concepción liberal) ni alienada (contra la concepción marxista)».
Un problema semejante surge de una división simplificada entre Iglesia de los pobres «contra» una Iglesia de los ricos, y no —como realmente es— una sola Iglesia que está en contra del mal uso de la riqueza. Continúa diciendo el P. Fiorito: «No hay una “Iglesia de los pobres” contra la de los ricos, sino contra el mal uso de la riqueza; ni una “Iglesia popular” contra una “Iglesia culta”, porque también el pueblo tiene su cultura».
Una visión realista del pueblo de Dios. Otra aclaración necesaria al principio de la reflexión tiende a evitar toda visión romántica del «pueblo de Dios». La Iglesia, al igual que cada persona de manera individual, es objeto de tentación. Las tentaciones tienden a minar la unidad. No se puede negar románticamente esta posibilidad, y tampoco se puede aceptar ideológicamente la realidad de la división. Concluye su presentación el P. Fiorito: «La Iglesia siente también sus “tentaciones divisivas” o “espíritu de división”: negar el hecho sería “angelismo”, pero quedarse en él implicaría una falta muy grande de discreción»[16].
El universal concreto. El hecho de que la reflexión se haga en la Iglesia local, con las características de la cultura propia, de la historia de la que es fruto y de la misión a cuyo cumplimiento tiende, no significa cerrarse a lo universal. Más bien, desde la concreción particular (de la Iglesia universal), se llega a esa universalidad (que se ha hecho concreta en el particular). Esta tensión entre lo universal y lo particular da, al mismo tiempo, cohesión al grupo, con sus miembros de distinto origen y con distintas experiencias en variados ambientes de Argentina.
Las manifestaciones de la «piedad popular»
Dentro de este marco hermenéutico y con las aclaraciones del caso, la propuesta del grupo es la de «describir humildemente el «alma de nuestro pueblo» y su religiosidad a partir de las siguientes categorías: pueblo fiel (infalibilidad in credendo), doctrina (por oposición a teoría o ideología), y cultura nacional[17].
A esta descripción del alma del pueblo se dedica la segunda parte del artículo. El grupo de la Tercera Probación reúne expresiones, gestos y manifestaciones de la vida de fe en torno a tres unidades temáticas: el bautismo, los difuntos y la eucaristía.
En la segunda publicación, redactada por el P. Agustín López, se recoge material de la misma experiencia de reflexión de los jóvenes jesuitas, esta vez acerca del orden sagrado (en concreto, acerca de la figura del sacerdote) y del sacramento de la penitencia[18].
La fundamentación del P. Fiorito
En el mismo número de esta segunda parte de la reflexión, y como presentación del número del Boletín, el P. Fiorito ofrece una fundamentación y reflexión propia sobre la religiosidad popular[19]. También aquí se trata de material que es fruto —esta vez personal— de ese mes de reflexión con los jóvenes sacerdotes. La pregunta que sirve como punto de partida a la reflexión del P. Fiorito es: ¿qué significa hoy ser cristianos en América Latina y, más concretamente, en Argentina? Va a notar de inmediato que la respuesta se da en una tensión entre la vocación eterna del bautismo a vivir en la fe, la esperanza y la caridad, y la vocación histórica concreta: vivir aquí y ahora, en las circunstancias concretas, esa vida cristiana que es eterna.
El P. Fiorito desarrolla esta tensión siguiendo una doble línea: primero desde la espiritualidad y luego desde la pastoral. Esta vida se puede ubicar «en lo que en nuestro lenguaje cristiano moderno se llama espiritualidad, si con este vocablo entendemos la existencia cristiana […] bajo la orientación concreta del Espíritu».
El problema está en mantener esta tensión. Dice: «Damos así con el punto de conflicto y, a la vez, con el gozne del problema: la tarea de ser cristiano […] acarrea la exigencia de unificar dos dimensiones», la de la fe y la de la situación histórico-cultural. «Pero la crucialidad del problema se pone de relieve si no separamos del “sujeto”, de nosotros mismos, ese problema, ya que se trata de dos dimensiones de su existencia, esto es, de tener que unificar su conciencia».
Una segunda tensión se da entre el individuo y la comunidad. Ser cristiano, por otra parte, «no es un asunto individual», sino que es comunitario y eclesial. Al pueblo de Dios, como sujeto colectivo, «se le presenta la tarea de unificar, en su conciencia colectiva, las dimensiones de su fe y de su inserción histórica».
El pueblo de Dios «no puede ser imaginado como una masa inorgánica, o constituido por una dimensión puramente intimista (mística —diríamos, descalificando la palabra—), sino también realizada en forma orgánica y estructurada». Esto requiere una aclaración acerca del valor de lo individual frente a lo colectivo —que no es considerado una simple masa inorgánica—, pues «no significa desconocer el valor, indudablemente requerido y fundamental, de la conversión, la oración, la espontaneidad de los grupos y personas, y el carisma colectivo e individual. Solo queremos decir que hasta que el carisma, colectivo o individual, no es institucionalmente organizado, no llega a poseer toda la fuerza que requiere, para ser determinante histórico».
A continuación, Fiorito llama la atención acerca de la complejidad de las tensiones, añadiendo la realidad de que el pueblo de Dios es la «Iglesia jerárquica». «Esto complica indudablemente las cosas. A la tarea de tener que unificar, en la propia conciencia, la experiencia de fe con un compromiso… —histórico-cultural—, se añade la exigencia de hacerlo sin llegar a romper sustancialmente la unidad con otros, con quienes se constituye en pueblo de Dios, y, como peculiar dificultad, se suma la exigencia, que en las actuales circunstancias llega con frecuencia al límite de su posibilidad, de unificar un compromiso […] de nuestros pueblos con la lealtad a una institución cuyos responsables no siempre dan cauce a aquel compromiso».
Para la Compañía de Jesús este servicio a la Iglesia jerárquica tiene características muy propias que describe a continuación, concluyendo que «no hay, a nuestro juicio, servicio a la Iglesia como Pueblo de Dios que no sea, a la vez, servicio a su jerarquía; ni servicio a la jerarquía que no sea servicio a todo el pueblo de Dios. No decimos con esto nada fácil; y por eso, como dice la Fórmula del Instituto, debemos pensar, “mucho y durante mucho tiempo”, antes de tomar este carisma dentro de la Iglesia jerárquica».
Por tanto, la actividad misionera «consiste en suscitar en otros una actitud de fe desde la cual se asuma, de un modo nuevo y específico, la situación histórica». La conclusión es contundente y vale para toda la Iglesia: «De modo que plantearse el interrogante sobre qué significa ser cristiano en una determinada cultura y situación histórica equivale a plantearse simultáneamente el problema de la misión de la Iglesia en su punto decisivo, a saber, en su finalidad y objetivos».
Pasando a considerar el problema desde una perspectiva pastoral, el contenido espiritual determina una línea de acción misionera. En la base de la acción pastoral está la tarea de la «lectura de los signos de los tiempos». Partiendo de la Gaudium et spes (GS 3-4 y 11), señala el P. Fiorito tres notas de la lectura de esos signos: 1) son acontecimientos (o exigencias o deseos) en los que la Iglesia participa como institución; 2) podemos considerar la significación o sentido salvífico de esos «acontecimientos, exigencias y deseos» en «los planes de Dios»; 3) recuerda que se habla de los «acontecimientos» como «lugar teológico», o sea, como punto de partida de una reflexión teológica propiamente dicha, universalizante, centrada en los «misterios de Dios».
De estas tres notas surge para Fiorito una pregunta: ¿hasta qué punto esta «lectura de los signos de los tiempos» es una teología «que desemboque meramente en el descubrimiento de un plan de Dios»? Lo que se requiere para hacer una lectura de los signos de los tiempos como signos de los planes de Dios es una «precedente» disposición interior espiritual (preparar el alma y discernir); y una consecuente confirmación eclesial.
Este doble camino de la espiritualidad y de la pastoral desemboca en la atención a un signo de los tiempos: la religiosidad popular.
De esta manera, el P. Fiorito fundamenta teológicamente la reflexión acerca de la religiosidad popular. No se trata de una visión populista ni de un interés folclórico por las expresiones religiosas. Es, más bien, un «signo» del plan de Dios. Esta fundamentación del P. Fiorito acompaña a la afirmación del Magisterio que el provincial Jorge Bergoglio había puesto en relieve acerca de la infalibilidad in credendo del pueblo de fiel.
El camino de la fe: «La fe de nuestros mayores»
En las experiencias compartidas entre los jóvenes jesuitas del grupo del P. Fiorito había «un fondo común», la referencia constante a «la fe de nuestros mayores, la de nuestros padres, la de nuestros antepasados». Da razón de este fondo común histórico en su fundamentación teórica de la reflexión, donde presenta una síntesis histórica y de la fe de la nación argentina: «Nuestra tierra absorbió, en su historia de casi cuatro siglos, dos grandes impactos: el de los conquistadores, que dio lugar al mestizaje; y el de los inmigrantes, que dio lugar a buena parte de los argentinos de hoy. En uno y otro caso, la fe actuó como aglutinante y esto no lo puede olvidar ningún proyecto nacional. La fe es algo que, por su esencia —o mejor, por su misma existencia en el corazón del hombre— actúa como unificante». La cultura nacional está impregnada de esta historia de fe. Hay una estrecha relación entre la forma de vivir la fe, acuñada por el trabajo de misioneros, hombres y mujeres de Dios[20], y la forma de llevar adelante la existencia.
El P. Fiorito describe esta forma de cultura del pueblo fiel argentino que vive su fe comunitariamente y su vida toda adquiere el carácter festivo del creyente[21]. Es una fe que se expresa en gestos sencillos, transmitidos de padres a hijos: «Esta fe está unida a la cultura que se llama “popular”, pero que no por eso deja de ser cultura. […] Está hecha de costumbres y tradiciones y siente la vida y la muerte, y sabe de la lucha por la vida mediante el trabajo sobre la naturaleza (las cosas), con los otros hombres (en sociedad), y en busca del misterio de su destino (Dios y el más allá, que ya es, pero todavía no). Esta cultura es una “sabiduría” —en el sentido etimológico, de que tiene “sabor” de las cosas—, que sabe lo positivo y lo negativo de la realidad y que conoce […] qué es amar, y que intuye cuál debe ser su comportamiento moral».
Conclusión
Hemos querido resaltar la figura del P. Miguel Ángel Fiorito. Su trabajo hizo posible una reflexión y una acción pastoral equilibrada en un momento de gran tensión a nivel político, eclesial e institucional en Argentina, en la Iglesia en el país y en toda Latinoamérica. Hemos señalado también el diálogo teológico que acompañaba a los estudios académicos en el Colegio Máximo. Esta vitalidad intelectual era característica de la vida en la casa en la que vivió y se formó Bergoglio.
Si pretendemos conocer un ambiente y un pensamiento que nos permitan ver germinar la teología del papa Francisco, es este, el que se reunió en torno al «maestro» Fiorito. Lo hemos hecho de manera somera en torno a la religiosidad popular. Pero esto basta para valorar su profundidad y riqueza, al mismo tiempo que su equilibrio.
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