Por E. Raúl Zaffaroni*
(para La Tecl@ Eñe)
A estas alturas resulta innecesario abundar en detalles acerca de los informes científicos que señalan los efectos y perspectivas del calentamiento global[1], prediciendo una situación crítica en pocos años, con catástrofes climáticas y daños difícilmente reversibles. Dado que la dinámica de esos efectos no es lineal, no debe descartarse tampoco que algunos se produzcan antes de lo previsto.
Ante lo que cada habitante del planeta está percibiendo en su piel, no tiene sentido detenerse en los argumentos negacionistas de los cultores de la idolatría del mercado, que afirman que no pasa nada o que se trata de hechos naturales, ajenos a la obra humana. Solo vale la pena reparar en este negacionismo para reflexionar acerca de la enorme capacidad humana de irracionalidad, que no difiere demasiado y hasta se imbrica con la de los terraplanistas, de quienes esperan que el planeta sea salvado por alienígenas llegados en un objeto volador no identificado o de quienes afirman que el avance tecnológico habrá de resolver todos los daños, incluyendo entre estos últimos a los cultores de la transhumanidad tecnológica, que piensan mandar a unos pocos privilegiados a poblar planetas a miles de años luz.
Lo cierto es que el innegable proceso de depredación de la naturaleza y el consiguiente calentamiento global son temas íntimamente vinculados al ejercicio actual del poder mundial, que no sólo es económico, pues lo económico viene envuelto con una cultura de supuesta racionalidad inmediatista y eficientista, difundida por la actual comunicación del eterno presente despreocupado y de continua diversión indefinida.
Dejando de lado los delirios, la ciencia hace cada vez más evidente que la emergencia está creada por un poder mundial que hipertrofió el aparato financiero, condicionando a las autoridades de los estados, porque las principales decisiones económicas no emergen en la actualidad de los poderes políticos democráticos, sino de órganos internacionales. Las mayores fuentes productoras de la emergencia se hallan en países donde se domicilian los grandes complejos transnacionales dominantes. Los países que menos contribuyen a la emergencia son los que desde hace algo más de cinco siglos sufren diferentes grados de subordinación geopolítica, pero que también son los que ofrecen mayor vulnerabilidad a las consecuencias del calentamiento. Es previsible que la progresión de la emergencia incentive la repoblación planetaria con migraciones masivas, que ya produce un apartheid geopolítico con consecuencias letales, por ejemplo, en el Mediterráneo y en el norte de nuestra América. En los países que contribuyen en mayor medida al calentamiento y que serían menos afectados por sus consecuencias, estos efectos sociales tenderían a agudizar el rechazo de las masas de personas desplazadas, con conflictos abiertos en forma de delitos contra la humanidad en unos y con el empoderamiento de fuerzas políticas con discursos racistas o de supremacías culturales en otros. No cabe descartar que los últimos impulsen omisiones de asistencia ante eventuales catástrofes climáticas, con enormes consecuencias letales.
Es obvio que los factores reales de poder opondrán toda clase a obstáculos a la toma pública de consciencia de la actual emergencia en curso, pero es necesario advertir que el envoltorio cultural de los poderes económicos mundiales tiene un reservorio de argucias, entre las cuales cuenta la de crear ilusiones incluso cuando ya no puedan negar la gravedad de la amenaza que pesa sobre la humanidad.
La más grave e insidiosa de estas argucias es la manipulación de un instrumento jurídico necesario presentándolo como único, que es el de la criminalización de agresiones a la naturaleza. A este respecto –y con sobrada razón- muchos países han criminalizado conductas lesivas al medio ambiente, es decir, que han sancionado leyes de delitos ambientales[2].
Si bien se ha desarrollado un derecho internacional ambiental, estamos muy lejos de llegar a una convención mundial semejante a la de 1948 contra el genocidio, que imponga a los estados la obligación de penar las agresiones al medio ambiente, aunque sería más que deseable que se impulse esta idea de criminalización mundial.
La conveniencia de echar mano de la penalización está fuera de cualquier duda, pero no por eso debemos olvidar que la ideología que encubre y legitima el poder mundial es idolátrica, o sea que atribuye a entes de este mundo poderes omnímodos y, fundamentalmente a dos: al mercado y al poder punitivo. Se trata de dos falsos dioses: el primero inventado a partir de la torcida interpretación de una expresión del viejo Adam Smith; el segundo como consecuencia necesaria del anterior, pues ante la terrorífica conflictividad que genera la idolatría del mercado, ofrece como único remedio la criminalización de todo o, mejor dicho, la represión policial ilimitada para cualquier problema.
El riesgo de la insidia confusionista se deriva de que, inevitablemente, presentará la necesaria criminalización de las agresiones a la naturaleza como único y omnipotente medio de detener la amenaza que hoy pesa sobre la humanidad. Para eso, acudirá al argumento gastado pero convincente en nuestra civilización –y reforzado por la comunicación-, según el cual la amenaza de pena disuade de cometer acciones ilícitas.
El argumento es notoriamente falso, pero es propio del sentido común de la comunicación mediática de eterna diversión superficial, que impacta solo en la esfera emocional y es asumida superficialmente por los políticos, a pesar de ser contrastada por la más elemental realidad.
Si bien es deseable una convención internacional que obligue a la criminalización de agresiones a la naturaleza, análoga a la del genocidio, no por eso debe caerse en la trampa de creer que solamente con eso se evitarán esas agresiones: los genocidios no han desparecido con la convención de 1948 ni con el Estatuto de Roma, por mucho que ambos sean loables y positivos. Más aún: todos ellos son cometidos por las mismas instituciones que ejercen el poder punitivo cuando operan fuera de control. La insidia consiste, precisamente, en confundir actos de justicia con la idolatría de la omnipotencia del poder punitivo.
Hasta ahora, la ilusión idolátrica del poder punitivo o represivo ha causado gravísimos daños, pero localizados; el problema es que confundir incuestionables actos de justicia con la pretensión de disponer de un infalible instrumento de prevención, en este caso puede acarrear un mal de dimensiones inconmensurables e irreversibles para toda la humanidad, incluso amenazando su propia subsistencia.
La amenaza de pena puede disuadir de la comisión de delitos de poca monta, pero cuando alguien decide cometer un crimen aberrante, como matar a su conviviente u otra atrocidad semejante, es ridículo que se suponga que antes leerá el código penal para saber si le impondrán cinco o diez años más de pena, como si fuera una lista de precios, es decir, que no actúa conforme a la ley de oferta y demanda del homo economicus inventado por la disparatada antropología del neoliberalismo.
Sin perjuicio de observar que el poder punitivo siempre es selectivo y, por ende, recae sobre los más vulnerables, podría pensarse que esta característica estructural sea susceptible de reducirse y, por ende, las penas alcancen a las corporaciones o personas jurídicas, que son las mayores contaminadoras.
Pues bien, cuando a una persona jurídica se la amenaza con una pena, ésta puede alcanzar a sus directivos, para lo cual puede valerse de colocar allí a personajes de papel, en forma que los verdaderos jefes permanezcan detrás e impunes. Tampoco es solución imponerle sanciones pecuniarias –llámense penas o multas- porque disponen del fácil expediente de incorporarlas a los costos de operación. El valor intimidatorio y de disuasión de las penas, por ende, resulta muy limitado.
Sin perjuicio de insistir sobre la necesidad de apelar a lo punitivo interna e internacionalmente, por lo menos como un acto de justicia y en vistas a algún resultado preventivo, siempre útil por débil que fuese, lo que resulta más que necesario es contener realmente el calentamiento, con medidas realmente disuasorias.
A este respecto, es tan cierto que el criminal aberrante no actúa conforme a la ley de oferta y demanda, como que las personas jurídicas sí lo hacen, porque no pueden menos que actuar en el marco de la racionalidad capitalista. Por ende, para que la sanción que se les imponga tenga real efecto de disuasión, debe corresponder y operar conforme a esa racionalidad: la persona jurídica se disuadirá de incurrir en un daño a la naturaleza, cuando se la amenace con el riesgo de una pérdida que no pueda ser compensado por ningún posible beneficio a obtener de su conducta lesiva.
Semejante disuasión a la persona jurídica solo la puede proveer una sanción civil reparadora integral del daño causado que, por su monto puede llevarla a la falencia y a su desaparición.
En el derecho común, si alguien causa un daño con una conducta típica dolosa o culposa, se le impone una pena, pero también en sede civil, si es solvente, se le exige la reparación patrimonial del daño. No hay razón para proceder de otra manera en los casos de daño a la naturaleza, o sea que, al margen y sin perjuicio de la sanción penal, de igual modo que sucede en el derecho interno, debe articularse un procedimiento que con celeridad haga efectiva la reparación integral del daño causado, que es lo que en el caso es susceptible de surtir un verdadero y real efecto disuasorio y, por tanto, preventivo.
Esto nos indica que debemos estar atentos y, en modo alguno, quedarnos satisfechos solo con la tipificación de conductas lesivas a la naturaleza, sino que debemos pensar en una justicia civil ambientalista en el orden interno de los estados, pero también en el orden internacional. Por supuesto que esta justicia ambiental reparadora no es la ordinaria justicia civil que conocemos, con su extrema formalidad y marcadísima demora procesal, sino una estructura judicial ágil y pronta.
Es más que obvio que una idea de esta naturaleza habrá de chocar con muchas mayores resistencias que la de criminalización de las conductas lesivas, pues es lo que dentro de la lógica de mercado tiene auténtico efecto disuasorio. Ya no se trata de una ilusión panpenal tranquilizante y susceptible de ser eludida por las corporaciones, sino de una sanción que afecta centralmente sus intereses y sus propias existencias.
En este, como en otros aspectos que hacen a la verdadera prevención, resultaría más importante un tribunal civil internacional que uno penal, advirtiendo que no se trata de una mera cuestión de competencia de tribunales, sino de la naturaleza reparadora de la sanción que se imponga.
Hace unos cuantos miles de años, nuestros antepasados cavernícolas, con su primitivo arte figurativo, dibujaban con precisión fotográfica a los animales de presa en las paredes de sus cavernas. Esto lo explica la antropología como una manifestación de pensamiento mágico: con la imagen se tenía la presa. Ahora se nos sigue alimentando el pensamiento mágico, pero ya no se dibuja en los muros, sino que se describen las presas en los boletines oficiales. Debemos tener mucho cuidado con este pensamiento mágico alimentado por la comunicación virtual y engullido por los políticos, porque ante esta emergencia planetaria, de la real eficacia disuasoria y, por ende, preventiva, dependerá la vida de millones de seres humanos y quizá incluso de la supervivencia de la humanidad toda. Por eso, en estos casos, la penalización será incuestionablemente un acto necesario y de innegable justicia, aunque de limitado efecto preventivo, pero la reparación integral del daño debe ser otro acto, mucho más necesario aún, por su innegable mayor eficacia disuasoria y preventiva sobre quienes protagonizan las mayores contribuciones al calentamiento global.
Referencias:
[1] V. entre muchos https://news.un.org/es/story/2019/09/1462482;
[2] En nuestra región Argentina, Brasil, Chile, México, Colombia, Panamá, Perú, etc.
*Profesor Emérito de la Universidad de Buenos Aires.