Perú atraviesa un proceso de descomposición de su sistema político, caracterizado por la precariedad institucional, la corrupción y la violencia cotidiana. Con una derecha radicalizada, una izquierda fragmentada y 43 partidos en carrera, el país se encamina a las elecciones de abril de 2026.
En esta entrevista, la socióloga Marisa Glave ofrece un análisis de las dinámicas actuales del poder, los desafíos del sistema político implosionado y las posibles alianzas en la antesala electoral. Aborda el panorama de la derecha conservadora, las fracturas de la izquierda y el impacto del fortalecimiento de grupos informales y criminales en la política nacional.
Desde que asumió la Presidencia, tras la destitución y posterior detención de Pedro Castillo en 2022, Dina Boluarte pareció siempre al borde del precipicio, pero logró sobrevivir y se puede avizorar que concluirá su mandato pese a su escasísima popularidad. ¿Cómo caracterizaría la coyuntura actual?
Creo que en el contexto actual puede pasar cualquier cosa, pero es importante aclarar que, por ahora, Dina Boluarte sigue siendo útil para la coalición de pequeños partidos que controla el Parlamento. Ya no hay grandes bancadas legislativas, sino grupos de interés reducidos, legales e ilegales. La presencia de Boluarte en el Palacio de Gobierno es, en gran medida, decorativa; el poder reside hoy en el Parlamento. La sumisión de los ministros y el incremento constante de prerrogativas del Congreso –decidido por los propios congresistas– así lo evidencian. El pacto en curso se sustenta en la búsqueda de impunidad, pero de ningún modo constituye un acuerdo sólido; es, de hecho, muy precario.
En una situación así, las consecuencias concretas están a la vista. El deterioro de los servicios públicos es evidente, a punto tal que la educación, la salud, el transporte y la seguridad pública están en su peor momento. Días atrás, sin ir más lejos, fue asesinado un joven emprendedor, dueño de una discoteca en Trujillo; en Lima mataron de un balazo a un chofer de transporte público, a plena luz del día y con pasajeros en su unidad, por un cupo [cobro extorsivo a cambio de protección]. Y han lanzado una granada, por segunda vez, en el local de eventos Chepita Royal, en Lima Norte.
Todos sabemos que la inseguridad ha dejado de ser un problema de «percepción»: es una realidad escalofriante. No se trata solo de grandes organizaciones criminales –que las hay–, sino de la proliferación de pequeñas bandas que compiten por cupos y extorsiones. No apuntan solo a grandes empresarios, sino a la gente común: la dueña de una bodega, el dueño de un restaurante popular, el propietario de un mototaxi. Si a esto le sumamos el aumento de la pobreza y de la inseguridad alimentaria, la impopularidad de Boluarte –su apoyo se ubica entre 2% y 3%– le pasa factura también al Congreso, que tiene alrededor de 5% de aprobación. Nunca hemos tenido niveles tan bajos.
La ciudadanía ve a los parlamentarios y sus bancadas como los principales cómplices de Boluarte. Keiko Fujimori y Fuerza Popular son percibidos como sus principales aliados, junto con el alcalde de extrema derecha de Lima, Rafael López Aliaga. Si bien en menor medida, César Acuña y el partido Alianza para el Progreso (APP) también cargan con ese estigma. Al mismo tiempo, se especula que existe un pacto entre Vladimir Cerrón –líder del partido Perú Libre, por el que postuló el ex-presidente Pedro Castillo– y Boluarte. Esto le garantizaría que, pese a la orden de captura que pesa sobre él por diversos casos de corrupción, pueda mantenerse en la clandestinidad sin ser detenido por la policía.
Con las elecciones convocadas para abril de 2026, nadie quiere cargar con la mochila de Boluarte y todos ensayan distintas formas de mostrarse opositores. Pero el truco no funciona: se nota que es falso. El respaldo del Congreso, sin ningún control político real, y las frivolidades de la presidenta, visible en sus variados viajes, desmontan cualquier puesta en escena.
Perú vive, como lo ha planteado el antropólogo Eduardo Ballón, un momento de desplome institucional, pero las elecciones siguen siendo la llave de acceso al poder. Con decenas de partidos en competencia, mantener a Boluarte puede, al final, resultar muy caro. Aunque hoy parezca cómodamente instalada en el Palacio de Gobierno, no creo que tenga asegurada su estancia hasta el 28 de julio de 2026. Esta semana la Comisión de Fiscalización del Congreso aprobó un informe que encuentra responsabilidad en Boluarte en el Caso Cofre y recomienda su vacancia1. Congresistas que la defendieron abiertamente como Edward Málaga hoy señalan que ya no puede mantenerse en palacio y abren la posibilidad de una vacancia. Esto no es seguro, pero son nuevas voces y de sectores que la apoyaron originalmente las que comienzan a plantear la necesidad de su salida de palacio.
Perú irá a elecciones presidenciales el año que viene con un sistema político estallado. ¿Se pueden identificar algunas articulaciones en los diferentes espacios político-ideológicos?
Lo que tenemos garantizado es una alta dispersión electoral. Hay 43 registros electorales habilitados. No podemos hablar de partidos políticos en sentido estricto, ya que la mayoría no tiene ni vida orgánica ni vocación de agregar intereses amplios. Es un archipiélago de pequeñas componendas, con motivaciones particulares –legales, informales e incluso ilegales– y sin programas. Varios de ellos estuvieron, de hecho, involucrados en escándalos de falsificación de firmas para lograr su inscripción.
Un ejemplo: el partido Progresemos, que tenía como potencial candidato al economista Hernando de Soto, acaba de romper con él. Se ha filtrado a la prensa que sus directivos estarían en conversaciones con Antauro Humala para incluirlo en una coalición como candidato al Senado (ya que no se puede postular a la Presidencia). Desde una lógica ideológica, resulta absurdo que una misma organización se debata entre representantes de polos tan opuestos: una figura emblemática del neoliberalismo y un ultranacionalista.
Con esa salvedad –clave en un país donde el pragmatismo político ha sido llevado al límite–, podría decirse que hay, en líneas generales: una derecha extrema, ultraconservadora y autoritaria, altisonante pero dividida; una derecha más clásica, liberal, debilitada y sin rumbo claro; un centro sobrepoblado, lo que dificulta que alguna candidatura despunte pese a que la mayoría del electorado se autodefine en las encuestas como centrista; y una izquierda desdibujada, dividida en torno de su posición frente al ex-presidente Pedro Castillo, que sigue detenido de manera preventiva acusado de intento de golpe de Estado e investigado por casos de corrupción en su gobierno.
El plazo para inscribir alianzas vence a inicios de agosto, pero por ahora no se ha anunciado ninguna. En la izquierda hay diálogos, pero los posibles acuerdos cambian constantemente. Keiko Fujimori ha dicho que estaría dispuesta a deponer su candidatura en favor de una alianza de la derecha, pero parece más una declamación que una decisión firme. Todo indica que postulará por cuarta vez.
En Perú, como en otros países de la región, se observa una radicalización de la derecha y la aparición de personajes como Carlos Álvarez, que propone políticas de populismo punitivo, o Phillip Butters, que se autodefine como «anticomunista». A ellos se suman los ya mencionados Rafael López Aliaga y Keiko Fujimori. ¿Cuál es la foto de la derecha peruana hoy?
Estas cuatro candidaturas se disputan la representación de la derecha conservadora y populista. Keiko Fujimori, ya una candidata clásica –que llegó tres veces a la segunda vuelta y perdió luego por escaso margen– busca una última oportunidad. Empieza una vez más como «favorita», pero con solo 11% de intención de voto y con 60% de rechazo. Desestimarla desde el inicio sería un error.
López Aliaga, representante de un sector empresarial, ha demostrado que puede ser más conservador, discriminador y populista que la propia Fujimori. Tiene 6% de apoyo, concentrado principalmente en Lima, pero también 40% de rechazo, en parte por la decepción frente a su gestión municipal. Ambos tienen vínculos con sectores informales como la minería, a la que han favorecido con votos en el Congreso. Esta cobertura ha permitido el crecimiento de una minería claramente ilegal y criminal.
Carlos Álvarez, figura de la farándula limeña, es el outsider. Su discurso está cargado de populismo penal. Plantea la pena de muerte y el retiro de Perú de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Recientemente, inscribió al partido País para Todos. No carga con el estigma del Congreso actual y cuenta con el apoyo de algunos medios de comunicación. Tiene 6% de intención de voto.
Phillip Butters, que comenzó como periodista deportivo, es la figura principal de PBO radio y fue hasta el año pasado parte de Willax, un canal de televisión posicionado como «anticomunista» y enemigo de la llamada «izquierda caviar». Abiertamente homofóbico, busca representar a sectores conservadores y evangélicos. Sería candidato por Avanza País, aliado de Boluarte en el Congreso. Tiene 2% de intención de voto.
La derecha más clásica no logra desmarcarse de la extrema derecha. Está diluida. Tal vez su única figura visible sea Hernando de Soto, de 84 años, que aparece con 3%, pero que por ahora se quedó sin partido. Los partidos más tradicionales –como el Partido Popular Cristiano y Partido Aprista Peruano– son solo pálidos recuerdos de su pasado.
La izquierda parece desintegrada y dispersa, y no ha logrado reponerse de la experiencia de Pedro Castillo. ¿Cómo se alinean actualmente sus tendencias y hacia qué figuras conviene mirar?
Pedro Castillo sigue siendo un personaje polémico que divide a las distintas corrientes de la izquierda y el progresismo. Las investigaciones por corrupción durante su gobierno, así como su improvisado autogolpe anunciado por cadena nacional, son factores que han provocado el distanciamiento de muchos sectores. Sin embargo, su detención exprés y la ausencia de un proceso regular son vistos por muchos como una injusticia. A dos años de su detención, la mayoría de los peruanos considera que fue él la víctima de un golpe de Estado por parte del Congreso.
Los sectores más institucionalistas de la izquierda han iniciado conversaciones entre sí y con fuerzas del centro político. Entre ellos está Alfonso López Chao, ex-rector de la Universidad Nacional de Ingeniería, quien durante el estallido social contra el gobierno de Dina Boluarte se destacó por abrir el campus universitario para albergar a manifestantes que escapaban de la represión. Renunció a su cargo para inscribirse en Ahora Nación –una nueva organización electoral– y aparece como posible candidato progresista, con una intención de voto de 2%. Su agrupación mantiene espacios de diálogo con fuerzas de centro como el Partido Morado, Libertad Popular y Primero la Gente (donde destaca la ex-ministra Marisol Pérez Tello), así como con agrupaciones de izquierda como el Partido de los Trabajadores y los Emprendedores, y Nuevo Perú, de la ex-candidata presidencial Verónika Mendoza.
Mendoza, que suma 3% en las encuestas, ha señalado a su militancia que no se postulará en las próximas elecciones, lo que ha provocado un vacío de liderazgo interno. Su organización se debate entre mantener el proceso de diálogo con Ahora Nación, impulsar una candidatura propia con nuevos liderazgos –como el de Vicente Alanoca, lingüista aymara del sur andino– o intentar una alianza con otro sector de izquierda, más conservador y autoritario, representado por Guillermo Bermejo. Este último, actual congresista y líder de Voces del Pueblo, también tiene 2% de intención de voto.
Bermejo intentaría captar el voto «castillista» tras la fallida inscripción de dos organizaciones cercanas al ex-presidente: Adelante Pueblo Unido (APU), impulsada por dos ex–ministros, y Unidad Popular, del ex-juez supremo Duberlí Rodríguez. Sin embargo, no estará solo en esa disputa.
Juntos por el Perú, liderado por Roberto Sánchez, promueve la construcción de una alianza populista y conservadora de izquierda, alrededor de una posible coalición con el etononacionalista Antauro Humala. Humala, aunque inhabilitado para postular a la Presidencia, podría encabezar una lista al Senado, lo que le otorga margen para negociar alianzas con distintos grupos. Esta coalición buscaría incluir también al Frente Popular Agrícola FIA del Perú (FREPAP), partido ligado a la Iglesia del Nuevo Pacto Universal, que fue la sorpresa de las elecciones parlamentarias de 2020 tras el cierre del Congreso por parte de Martín Vizcarra. Pero Humala tiene varios juegos en simultáneo, como la relación ya mencionada con Progresemos; no es una apuesta estable y puede romper la coalición en cualquier momento.
Por su parte, Vladimir Cerrón y Perú Libre, que llevaron a Castillo a la Presidencia, hoy forman parte de la alianza de bancadas que sostiene a Boluarte y han contribuido, con sus votos, al ascenso de sectores ultraconservadores en instituciones claves como el Tribunal Constitucional. Cerrón ha anunciado su candidatura, aunque actualmente está impedido de postular.
Usted mencionó a Antauro Humala. ¿Qué representa hoy su figura?
Lo primero que debo decir es que hay dos figuras con alta popularidad que no podrán ser candidatos presidenciales: Antauro Humala y Martín Vizcarra.
Humala es percibido como un líder radical, antisistema, conservador y homofóbico, con un discurso que busca referenciarse en el gobierno nacionalista-popular de Juan Velazco Alvarado (1968-1975) y un proyecto estatista y ultranacionalista. Logró inscribir un partido –la Alianza Nacional de Trabajadores, Agricultores, Universitarios, Reservistas y Obreros– cuyas siglas (ANTAURO) coincidían con su nombre, pero este fue disuelto por orden de la Corte Suprema por «conducta antidemocrática».Humala se manifestó en favor de la pena de muerte y el fusilamiento de los corruptos. Sin embargo, en Perú, que un partido pierda la inscripción no implica la desaparición de sus figuras. Humala podría ser invitado por cualquier otra agrupación para postular al Senado.
Manteniéndose con un perfil bajo y escasa exposición mediática, Antauro Humala ha recorrido el país, especialmente las zonas rurales. Todo indica que será candidato al Senado y tiene altas probabilidades de ser electo. Su presencia ya no se percibe como una «amenaza», dado que no puede postular a la Presidencia.
En paralelo, el ex-presidente centrista Vizcarra sigue apareciendo en las encuestas: en la más reciente alcanzó 15% de intención de voto. Sin embargo, está inhabilitado por el Congreso. A diferencia de Humala, Vizcarra mantiene una presencia activa en redes sociales y medios nacionales, y ha anunciado acciones legales –incluso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos– para revertir su inhabilitación.
Siempre se dijo que en Perú la estabilidad económica era independiente del caos político. ¿Eso sigue siendo cierto bajo la gestión de Dina Boluarte, en un contexto de deterioro democrático?
En el siglo XXI se han fortalecido sectores informales y abiertamente ilegales de la economía, en parte por la ausencia del Estado, pero también por su sometimiento a estos actores. Como sostienen los analistas Rodrigo Barrenechea y Alberto Vergara, vivimos un proceso de «perforación» del Estado de derecho, tanto en términos territoriales –zonas periféricas– como sectoriales –ámbitos económicos–, lo que ha beneficiado a actores ilegales y también legales que se han favorecido de la laxitud estatal. Muchos de sus representantes han dado el salto a la política, como una forma de defender esos intereses.
Un Estado débil, perforado, incapaz de hacer cumplir la ley, sumado al vaciamiento de la representación política, ha configurado en Perú una democracia «asaltada». Si bien no hay consenso sobre si el régimen actual es democrático o no, lo cierto es que la degradación de la política y la evidente componenda entre actores para su propio beneficio han generado un enorme descrédito. No en vano, Perú presenta los peores niveles de satisfacción democrática en América Latina y el menor reconocimiento al rol de los partidos políticos.
La teoría de las «cuerdas separadas» –la idea de que economía y política evolucionan por caminos distintos– es cada vez menos sostenible. Las economías informales e ilegales no solo han crecido enormemente, sino que han penetrado la política nacional y las estructuras de poder en Lima.
El sociólogo Danilo Martuccelli sostiene que esta dinámica desborda las formas tradicionales de entender la política, la cultura y la economía: vivimos en una sociedad «desformal», donde diversos intereses fragmentados –no agregados como clases sociales– operan desde redes precarias e invisibles para las ciencias políticas tradicionales. Esta noción de «desborde popular» es retomada también por el sociólogo Carlos Meléndez, quien afirma que estamos ante una «fase superior del desborde»: una erosión que ya no opera desde los márgenes, sino desde la conformación de nuevas elites económicas y políticas de origen informal. Una elite que no pacta, sino que convive entre los retazos del Estado.
Lo peligroso es que ese manto de informalidad ha dado cabida también a dinámicas abiertamente criminales. Hoy, en Perú, gobierna una coalición de pequeños intereses subalternos que coexisten en la precariedad institucional, muchos con operadores directos en el Congreso y el Ejecutivo. Lo más grave es que su pretensión no es ilusoria. Buscarán consolidarse electoralmente en medio de la enorme dispersión política que se avecina.