Por Claudio Véliz*
(para La Tecl@ Eñe)
Del miedo a la crueldad
Quizá resulte redundante insistir sobre la capacidad del lenguaje para “producir mundo”, alertar sobre los efectos materiales de los discursos, prevenir sobre el modo en que la lengua se inscribe en los rituales y las prácticas materiales, advertir sobre el carácter performático de ciertos enunciados. Desde hace tiempo, hemos aprendido que es tan factible “hacer palabras con cosas” como “hacer cosas con palabras”. Y, sin embargo, esto no significa que lenguaje y mundo puedan equipararse ni, menos aún, subsumirse el uno en el otro, tal como sugerían los adoradores del giro lingüístico. A sabiendas de estas tensiones, la tradición de pensamiento liberal que enarboló la crítica del autoritarismo, el absolutismo y el feudalismo, se fue apoderando de una diversidad de conceptos encabezados por el prefijo: liber, sumamente seductores para cualquier individuo deseoso de sortear las estructuras opresivas de su época. Así, la burguesía triunfante impuso su impronta semiótica y cultural de un modo contundente, al menos desde el siglo XIX y hasta la crisis de los años 30 en que el capitalismo del laissez faire estalló en mil pedazos y debió ser “salvado”, paradójicamente, por su rival intervencionista.
Aquella catástrofe mundial producida por las políticas liberadoras y desreguladoras del mercado, constituyó la oportunidad para que una nueva modalidad del capitalismo instrumentara un verdadero círculo virtuoso -y exitoso- caracterizado por los controles estatales, las regulaciones, la protección, el incentivo del consumo popular y los subsidios a la producción industrial (un auténtico horror para el dogma liberal). Aunque críticos de lo que llamaban “la metafísica naturalista” del liberalismo clásico, los autodenominados “neoliberales”, permanecieron cuarenta años -los que duraron las innumerables conquistas keynesianas- agazapados a la espera de una oportunidad para volver a la palestra con ideas pretendidamente renovadas. Fue la muy ansiada (por ellos) crisis de los 70, la que les permitió lanzar su cruzada ultraliberal y reinstalar la disputa terminológica y semántica con la indisimulable colaboración del capital financiero trasnacional y de las más poderosas corporaciones económicas.
El bagaje ideológico del neoliberalismo estaba sostenido en los siguientes pilares significantes: apertura, liberalización, desregulación, flexibilización, privatización, mérito individual/emprendedor. El liberalismo económico (absolutamente incompatible, como veremos, con el liberalismo político) venía, así, a convencernos de que era preciso e inevitable abrir el comercio, liberar las operaciones financieras, desregular los mercados, flexibilizar el trabajo, privatizar los recursos públicos, alentar la competencia individual. Todas estas prácticas venían a erradicar persistentes rituales oprobiosos: el control del comercio y las finanzas, la regulación de los mercados, la rigidez de las relaciones laborales, la intervención de los Estados sobre la propiedad y el usufructo de los bienes y recursos comunes, el culto del colectivismo y/o la justicia social. Si lo pensamos en términos estrictamente perceptivos, siempre nos resulta más agradable, placentero o confortable, abrir que cerrar, liberar que apresar, desregular que regular, flexibilizar que endurecer, permitir que prohibir. Por esta razón, el segundo término de cada una de estas parejas de opuestos suele quedar “del lado malo de la vida”, es decir, en el antipático lugar de todo aquello que interviene, controla, regula, obstruye el libre fluir, la libre elección, el libre albedrío.
Pero a pesar de esta invalorable ventaja significativa, los neoliberales no se privaban de explicitar que la aplicación de sus políticas económicas requería necesariamente de un contexto de violencia, ya se trate de una crisis de grandes proporciones (real o simulada) o del accionar disciplinador de una dictadura. Había que allanar el camino para medidas que propiciaban el ajuste, la inestabilidad laboral, la reducción de aportes patronales, la entrega del patrimonio público (consabidos lugares comunes de la ortodoxia monetarista). Decididamente, la gran crisis de los años 70 y las dictaduras de Pinochet y Videla, venían a confirmar que no existía afinidad alguna entre la democracia y la economía liberal, es decir, que esta última exigía la resignación o complacencia de un pueblo temeroso, aterrorizado, aturdido, desorientado, incapaz de direccionar su bronca e impotencia hacia la casta empresarial-financiera responsable de sus sufrimientos. Y esta incompatibilidad entre la institucionalidad democrática y el (neo)liberalismo tiene una explicación muy sencilla: cuando se abre el comercio, quiebra la industria nacional y se encarecen los productos de exportación; cuando se libera el flujo de capitales, se imponen la bicicleta financiera, el endeudamiento, la evasión y la fuga; cuando se desregulan los mercados, los precios y las tarifas se tornan impagables y se reduce nuestro poder adquisitivo; cuando se flexibiliza el trabajo, sobrevienen la precarización y los despidos; cuando se privatiza lo público se alienan las decisiones soberanas, se encarecen los precios de los bienes o servicios en cuestión y se diluyen los vínculos comunitarios. Cada vez que en nuestro país se aplicaron estas políticas (que aún hoy se siguen promocionando como la panacea libertaria), ocurrió exactamente lo mismo. Para corroborarlo, nos basta con cotejar los guarismos económicos de la dictadura genocida, el menemato y el macrismo: endeudamiento acelerado, incremento de la pobreza y el desempleo, mayor desigualdad, informalidad laboral, cierre de plantas industriales.
Los años kirchneristas podrían ser pensados, entre otras tantas cosas, como el escenario de una disputa por los sentidos y como la oportunidad para recuperar y recrear ciertos significantes demonizados por la prédica neoliberal: patria, pueblo, Estado, nación, soberanía, política, militancia, etc., etc. Claro que los grupos multinacionales y locales que habían organizado el saqueo liberal de los 70 y de los 90, no dudaron en utilizar todo el arsenal mediático (e incluso jurídico) para organizar un combate desigual, con el inestimable auxilio de las tecnologías digitales, las redes sociales y los sets televisivos. De este modo, se ocuparon, muy eficazmente, de insuflar persistentes odios y temores, de promover inusitados delirios y disparates hasta lograr un verdadero milagro: que el país más igualitario de Sudamérica, con los salarios más altos de la región medidos en dólares, con la mayor cobertura jubilatoria del continente, con un ínfimo porcentaje de indigentes y con condiciones laborales cercanas al pleno empleo, fuera asumido por sus directos beneficiarios (muy especialmente por una clase media que acababa de duplicar la cifra de sus integrantes) como el páramo desolador de la demagogia, la soberbia y la corrupción. Una casta de saqueadores, financistas y fugadores seriales consiguió instalar (gracias a la prepotencia mediática) un nuevo “régimen de veridicción posverdadero” sustentado en y legitimado por la mera performance, la repetición ensordecedora de eslóganes vacíos, el divorcio entre los signos y sus referentes, la aniquilación de cualquier argumentación, narración explicativa, cotejo empírico o dato estadístico. Funcionarios, legisladores y hasta simpatizantes de los gobiernos kirchneristas fueron perseguidos, censurados, encarcelados y estigmatizados. La letra K se tornó un residuo abominable capaz de contaminar hasta la vida misma de la “gente de bien”. De este modo, los sectores medios en franco ascenso fueron mutando sus universos afectivos: desde el horror frente el ascenso social de los más humildes (que comenzaban a poblar sus espacios otrora selectos y reservados) hacia el goce sádico ante las desgracias populares ocasionadas por las políticas del macrismo (que también repercutieron con dureza sobre sus propias espaldas). En resumen: el pasaje vertiginoso del miedo a la crueldad habilitó un sentido común muy extendido que hasta entonces se hallaba limitado a una minoría de iracundos recalcitrantes.
El eterno retorno de lo reprimido
En este marco de burbujas cognitivas, violencias políticas e inseguridad jurídica (agravado, desde ya, por las torpezas propias de un presidente impávido y dubitativo), no debiera extrañarnos (aunque sí nos hayamos sorprendido) el triunfo electoral de un histriónico troglodita, ultraderechista y misógino que basó su campaña en los discursos de odio, al mismo tiempo que prometía que iba a liberarnos de la única instancia que había resultado amigable y reparadora durante la década ganada: el Estado, presentado ahora como el archienemigo a vencer. Así, los formadores de precios, los fondos buitres, y los expertos en bicicleta financiera eran travestidos como héroes de la patria, como amables benefactores que nos premiarían con sus onerosas inversiones, con sus excelentes productos y con sus servicios de calidad. Por primera vez en Argentina, un candidato a presidente de la nación ganaba las elecciones prometiendo ajustes y sacrificios, aunque intentara balancear su mensaje enardecido con referencias a una casta de muy dudosa entidad y a una libertad aún más evanescente.
Tal como hemos venido sugiriendo, todo lo que se libera (en economía) retorna con violencia (en política). La economía de mercado es absolutamente incompatible con la democracia liberal, o, dicho de otro modo: el liberalismo económico nunca podrá conjugarse con el liberalismo político. Bien lo sabían las sectas neoliberales de mediados del siglo XX, tanto en su vertiente austríaca como anglosajona: solo auguraban algún éxito económico para sus planes macabros, en escenarios de crisis aguda, shock o dictadura. Entendían perfectamente, e incluso no dudaban en explicitarlo, que cuando una economía se abre, desregula, libera y flexibiliza, se torna imprescindible instituir un orden autoritario. Nuestro país acaba de convertirse en un triste y renovado laboratorio de tales experimentaciones, aislado de un mundo que nos mira con enorme preocupación. Estamos copiando a la perfección el esquema de aquella ortodoxia monetarista (para espanto de los principales líderes del planeta): postulación de una crisis de dimensiones bíblicas, señalamiento del déficit fiscal como el único responsable de todos los males, aversión por la representación política, entrega de la gestión gubernamental a las corporaciones económicas y financieras, aplicación de políticas shockeantes capaces de disciplinar, aturdir, aterrorizar y/o bloquear las fuerzas de la resistencia.
Ciertamente, los encargados de instrumentar, de un modo planificado (aunque burdo y desprolijo), semejante fachada infame, son conscientes de que la resignación popular y el sentimiento de culpa suelen chocar con el límite erigido por las “muy reales” privaciones y humillaciones que suponen dichas recetas. Y justamente por ello, han aprendido que, al menos en Argentina, la liberación y desregulación de la economía, incluso en el caso en que se logren, temporariamente, ciertos consensos culturales y políticos al respecto, exigen una serie de prácticas violentas: criminalizar la protesta, perseguir a sindicalistas y abogados laboralistas, aborrecer la justicia social, extorsionar a legisladores, amenazar a los opositores, ampliar las facultades de las fuerzas de seguridad, coimear, prohibir, censurar, vigilar, castigar, promover el odio, atizar el terror. El liberalismo económico es un modo muy sutil de nombrar la multiplicidad de violencias políticas inherentes al orden autoritario. No es en absoluto casual que esta simbiosis entre una política reducida a su vertiente policíaca y una economía colonizada por el arbitrio de las grandes corporaciones haya sido caracterizada como neofascismo por notables académicos de las más diversas latitudes. El neofascismo liberal es el verdadero peligro del siglo XXI, y no creemos exagerar si afirmamos que su escalada planetaria depende, en gran parte, de cómo nos organicemos los argentinos para combatirlo.
*Sociólogo, docente e investigador (UBA-UNDAV); director general de Cultura y Extensión Universitaria (UTN). claudioveliz65@gmail.com