Por Rodrigo Codino*
(para La Tecl@ Eñe)
La inexorable ley de la oferta y la demanda
El aumento de la demanda internacional de cocaína -que, según el Informe elaborado por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) alcanzó una cifra récord en 2023- se traduce desde hace tiempo en cientos miles de muertos y desaparecidos, secuestros, extorsiones, desplazamiento forzado de población y golpes de Estado cuyo epicentro aparece en los países centroamericanos que tienen la tasa de homicidios dolosos más alta del mundo, aunque este fenómeno tiene también como resultado la devastación ambiental que afecta principalmente a las comunidades de la cuenca del Amazonas.
La disputa entre quienes pretenden asegurar la oferta en aumento y mantener la distribución de este commoditie –cuyo cultivo y producciónse reduce tansoloa tres países del cono sur (Bolivia, Perú y Colombia) y su primer consumidor mundial los Estados Unidos de América-, viene conformando la realidad del denominado crimen organizado trasnacional con características más cercana a una empresa multinacional que genera dos tipos de mercados paralelos: un mercado oscuro y un mercado dorado.
En estos últimos años, la escalada de extrema violencia por el control de estas modalidades “empresariales” de carácter ilícito pareciera no alcanzar su techo. La obtención de ganancias de este comercio ilegal resulta ser de tal magnitud que imaginar una salida de este entramado a corto plazo podría ser sospechado de ingenuidad y cualquier medida que pretendiera regularlo resultaría quizás condenada al fracaso por lo que se encuentra en juego.
Deviene necesario, entonces, desde una mirada totalizadora, reflexionar sobre los argumentos de los gobiernos regionales que fundamentan la persecución penal tomando solo en cuenta a quienes ganan poco o nada o deterioran su salud padeciendo de un consumo más que problemático. Si se omite, como ocurre a menudo, pensar en la disputa por las divisas que circulan en una economía subterránea mundial como consecuencia de la prohibición, la que a veces representa sumas mayores al producto bruto interno de muchos países de nuestra región, estaríamos eludiendo un aspecto central.
El debate sobre las antinomias ideológicas (comunismo-capitalismo, socialismo-liberalismo) respecto al tráfico de cocaína carece de sentido en la actualidad pues atraviesa todos los gobiernos llamados de izquierda, de derecha, de extrema derecha o de centro, más allá de que estas definiciones también son discutibles en nuestro contexto regional en donde la puja tiene que ver mucho más con otros conceptos, como diremos luego.
Cualquiera sea la transformación que pueda proponerse como alternativa a la prohibición en materia de estupefacientes (legalización o regulación) indefectiblemente debería contemplar un análisis detallado sobre las regalías voluminosas que dejarían de percibir algunos actores sociales y quiénes se beneficiarían; el sistema penal formal muchas veces funciona como una suerte de balanza que equilibra o desequilibra intereses.
Es importante tener en cuenta ante todo que el lucro obtenido por la cocaína es infinitamente superior a mercancías como el litio o el petróleo; el cultivo de la planta sagrada de los incas y su procesamiento como alcaloide, es mucho menos oneroso que aquellos procesos que consisten en la extracción del mineral o del combustible fósil para su posterior refinamiento.
Desde hace muchos años, el transporte por vía terrestre de la cocaína en su viaje hacia el norte visibiliza uno de los aspectos más brutales de esta economía paralela que involucra el destino de cientos de miles de personas en el eslabón distributivo.
Con mucha razón se sostiene que estamos en presencia de una mano de obra que crea un “océano de esclavos intercambiables”. En la parte más delgada de esta cadena se encuentran aquellas personas sustituibles mientras que en la cúspide se hallan los poderosos que escapan a todo castigo o sustitución. Por un lado, seres humanos que terminan siendo fungibles y desechados y cuyas muertes o prisión se naturalizan, y por otro, quienes mueven las riendas de este mercado prohibido que resulta tan próspero que asombra que así se lo denomine.
La vida en peligro: un camino accidentado hacia el norte
Más de medio millón de personas se trasladaron en 2023 por la selva de Darién, frontera entre Colombia y Panamá, con el objetivo de llegar a los Estados Unidos.
La cuestión migratoria se encuentra en la agenda de varios países pues se estima que en 2024 este flujo alcance a ochocientas mil personas, muchas de las cuales permanecerá ilegalmente entre Panamá y Guatemala y otras podrían ser forzadas a desplazarse antes de llegar a México con destino final los Estados Unidos.
En enero de este año tuvo lugar el encuentro de los representantes de los gobiernos de Belice, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras, México y Panamá que integran el Marco Integral Regional para la Protección y Soluciones (MIRPS).
El temario principal fue buscar un acuerdo entre estas naciones para brindar respuesta al “desplazamiento forzado de personas en la región” y en la “Declaración de la ciudad de Panamá” se marcó una hoja de ruta de acciones para el 2024. La alta comisionada adjunta de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), Kelly Clements, destacó el “compromiso colectivo como países de acogida y de tránsito, para enfrentar los retos humanitarios y de desarrollo actuales y seguir fortaleciendo la colaboración regional en las Américas”.
Este tema también fue abordado en una reunión bilateral entre el presidente de Colombia, Gustavo Petro y su par panameño José Rafael Mulino, en oportunidad del acto de asunción de este último.
Días después, a mediados de julio, en una acción inconsulta, el gobierno panameño cerró los pasos fronterizos de la selva limítrofe con Colombia con alambres de púas para impedir la circulación de personas.
El Ministro de Seguridad Pública panameño, Frank Abrego, mediante un comunicado expresó que “se cerraron entre cuatro y cinco pasos por donde ingresaban migrantes irregulares a Panamá, conducidos por coyotes desde Colombia”.
Dicha decisión unilateral en zona de frontera fue cuestionada por el Presidente de Colombia, Gustavo Petro, quien manifestó que “los alambres de púas en la selva solo traerán ahogados en el mar” y que “la migración se frena quitando bloqueos económicos y mejorando la economía del sur”. Petro hizo alusión tanto a las desapariciones de personas que vienen ocurriendo en la isla de San Andrés -como ruta alternativa para evitar la selva de Darién vía Nicaragua- que investiga la Procuraduría General de Colombia como, asimismo, a la política exterior de presión norteamericana que mediante sanciones conduce a una situación alarmante en las condiciones de vida de países de Sudamérica cuya pobreza, desigualdad social y dependencia económica es estructural.
En virtud de un acuerdo entre Panamá y los Estados Unidos, este último país aportaría seis millones de dólares para cubrir los costos de la repatriación de inmigrantes ilegales que, según informa el Servicio Nacional de Migración panameño, ascendían a más de ciento setenta mil en los tres primeros meses de este año.
En agosto comenzaron a realizarse las deportaciones de inmigrantes ilegales desde Panamá que fueron financiadas por el gobierno estadounidense.
Fronteras candentes
La captura y traslado del jefe del cartel de Sinaloa a fines de julio de este año, Ismael “El Mayo” Zambada y de Joaquín Guzmán López “El Güero Moreno” –hijo del “Chapo Guzmán”- a los Estados Unidos puso al descubierto el secreto menos guardado: operaciones de inteligencia, intervención de fuerzas especiales, de la DEA o de la Embajada norteamericana en México por fuera de la ley.
Este hecho motivó que el Presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, criticara la falta de cooperación por parte del gobierno de los Estados Unidos respecto a la escasa información proporcionada respecto de quién había sido el piloto que llevó el avión a ese país o lo que pasó con él después de aterrizar en el aeropuerto de El Paso, Texas.
AMLO agregó que esta situación irregular no podía mantenerse tal como había ocurrido anteriormente en que las agencias estadounidenses ingresaban a México ilegalmente. A la vez sostuvo que los Estados Unidos pensaron que con el Plan Mérida se solucionaba todo pero “les hacemos entender que somos un país independiente y soberano”.
Mientras que Ciudad Juárez y El Paso conforman un paso fronterizo que a menudo aparece vinculado con noticias que dan cuenta del tráfico de cocaína entre México y los Estados Unidos, hacia el sur del país azteca, la frontera entre México y Guatemala, es mirada con preocupación debido al enfrentamiento entre carteles que se disputan el transporte y almacenamiento antes de llegar a suelo norteamericano.
También en julio de este año en la frontera sur de México, un enfrentamiento armado dejó un saldo de diecinueve personas asesinadas cuyos cuerpos aparecieron en un tráiler de un camión vistiendo equipos tácticos y armas largas, clara señal que se trataba de un ajuste de cuentas entre rivales.
El Presidente mexicano reconoció, en esta oportunidad, que esta matanza en Chiapas era producto del enfrentamiento entre dos facciones –los integrantes del cartel de Sinaloa versus grupos de Chiapas y Guatemala (cartel de Jalisco Nueva Generación)- que se disputaban en esa frontera el tráfico de cocaína, de armas y la trata de personas.
La violencia en esta región produjo entre fines de julio y principios de agosto un desplazamiento forzado de casi seiscientas personas desde la frontera mexicana hacia la ciudad de Cullco, en Guatemala, en donde el gobierno de este país les dio refugio, brindándole un permiso regular, asistencia, alimentación y seguridad por razones humanitarias.
Según fuentes del Poder Judicial y del Ministerio Público de Guatemala, los refugiados mexicanos manifestaron haber huido de ese conflicto ya que grupos armados reclutaban miembros de esas familias por la fuerza, fundamentalmente hombres jóvenes, asimismo, bajo amenazas de muerte ocupaban o se apropiaban propiedades matando a sus ocupantes.
Desde comienzos de 2024, el Ministerio de Defensa guatemalteco puso en ejecución una operación llamada “Cinturón de Fuego”. Su titular, Henry Saénz, explicó estas últimas semanas que: “como Ejército de Guatemala hemos reforzado nuestras fronteras y seguimos realizando operaciones de seguridad para contrarrestar los efectos de la delincuencia”, incluso se incorporaron grupos especiales de intervención: los kaibiles.
Militarismo, soberanía y divisas
La participación de las fuerzas armadas de nuestra región vinculada al tráfico de estupefacientes es cíclica. Escapar de este círculo para cualquier Estado latinoamericano con dependencia estructural deviene un desafío pese a la evidencia de resultados catastróficos conocidos de estas incursiones delictivas o represivas por parte del ejército desde hace décadas en distintos países.
La injerencia externa sobre los gobiernos regionales en temas de seguridad y justicia se vuelve recurrente. La soberanía política y la punitiva de nuestros Estados no son temas menores frente a una cruzada moral, religiosa o sanitaria que promueve un belicismo que hace mención haciendo hincapié en el jugoso negocio vinculado a actores latinoamericanos los cuales tienen un marcado esteerotipo y omite los intereses económicos trasnacionales que se encuentran detrás del tráfico de cocaína y de sus impolutos empresarios con o sin poder político pero quienes tienen el poder real.
Esta política criminal retroalimenta una persecución penal estatal y provoca al mismo tiempo el surgimiento de otros poderes punitivos no estatales, todo eso a costa de violaciones a los derechos humanos; la salud, la libertad y la vida de ciento de miles de personas de nuestro continente se encuentran amenazadas.
La historia indica que en uno de los países que tiene la mayor violencia del continente -representada por la tasa de homicidios voluntarios más alta- el tráfico de cocaína se implantó desde las esferas del poder militar hace más de cuarenta años con consecuencias dramáticas para su población de ese entonces y de ahora.
Otros países de América Latina apelaron al ejército para combatirlo más tarde en la llamada “guerra contra las drogas”. Algunas naciones pagan las consecuencias en el actuar fratricida militar o paramilitar y otras, el costo de tener desertores que manejan la distribución del comercio ilegal brindando protección a quienes poseen los hilos del negocio y sus mayores beneficios.
Todo ello ocurre bajo la atenta mirada de la agencia de inteligencia (CIA) y del organismo del Departamento de Justicia de lucha contra las drogas (DEA) del gobierno estadounidense, cuyo país sigue siendo el primer consumidor mundial de toneladas de cocaína que llegan desde el sur y que registra récord histórico en estos últimos años.
En Honduras, la comercialización del polvo blanco más popular del mundo tuvo lugar por la sociedad entre la cúpula militar y una pareja de empresarios dedicados al lavado de dinero hacia fines de los años setenta. Luego del asesinato de los esposos -planeado y ejecutado por un coronel que estaba al frente de los servicios de inteligencia de ese país- quedó en evidencia quién estaba detrás de ese tráfico.
El coronel Leónidas Torres Arias servía de nexo, por ejemplo, desde Honduras con el general Manuel Noriega de Panamá, se encontraba vinculado a la CIA y tenía como socio principal en el negocio a quien, con posterioridad, se transformaría en uno de los más importantes actores en el tráfico de cocaína en Centroamérica: Juan Ramón Matta Ballesteros.
Con la llegada a la Casa Blanca de Ronald Reagan, a principios de los años ochenta, los regímenes militares que gobernaban tanto el Cono Sur como Centroamérica fueron próximos al presidente norteamericano con quien compartían estrechos vínculos ideológicos y se enfrentaban como aliados de los Estados Unidos con otros países regionales que lograron con revoluciones derrocar a dictadores y a tiranos, lejos de los mandatos de Washington.
A título de ejemplo, en Chile, la dictadura de Augusto Pinochet asimiló el comunismo subversivo al comercio y consumo de estupefacientes.
La política anticomunista de Reagan -en especial contra Nicaragua- se fusionaría con la guerra contra los narcóticos, aunque esta última sería la mejor fachada para financiar la primera. La denegación de presupuesto del Congreso americano para sostener a los “contras” hizo recurrir al presidente de EEUU a fuentes alternativas de financiamiento: tanto la CIA como la DEA se sirvieron del tráfico de cocaína para financiar la guerra contra el sandinismo en Nicaragua. Un poco más tarde, llegarían las confesiones de agentes de inteligencia que involucraron al gobierno norteamericano en la venta de armas a Irán para financiar a los “contras” o la participación de la DEA en el tráfico de cocaína con narcotraficantes colombianos o mexicanos para brindar ayuda militar a la contrarrevolución nicaragüense.
Su gobierno fue implacable en el uso de un control social punitivo al interior de su país respecto a los afroamericanos aumentando el presupuesto para crear prisiones, lo que condujo a un encarcelamiento masivo nunca visto y racializado; en política exterior primó la injerencia en los países latinoamericanos a través de agencias estatales fundamentalmente en aquellos que tuvieron una soberanía permeable.
Por primera vez desde el fin de la guerra civil, el Ejército se implicaba en una cuestión de política interna en EEUU respecto al tráfico de drogas por decisión de Reagan.
Su sucesor, Georges Bush, anunciaba que la punición iba a alcanzarle a todos, es decir, a “los que consumían las drogas, los que las vendían y los que miraban para otro lado” y manifestaba sin medias tintas que “en esta lucha pondría a toda la maquinaria militar estadounidense, tanto en su territorio como fuera de sus fronteras”.
En Bolivia la producción de la hoja de coca pasó de 6 mil toneladas en 1970 a 150 mil en 1986; en 1988 el Estado colombiano a través de un blanqueo de capitales logró reunir una cifra cercana a los cinco mil millones de dólares. Ese año su PBI creció 4,4% por la venta y exportación de cocaína que superaba ampliamente al café. También la producción de coca aumentó exponencialmente entre 1989 y 1998, de 33.900 toneladas a 81.400, un 140% en ese período.
En 1998 ya gobernaba Bill Clinton como el 142 presidente norteamericano y firmó junto al presidente colombiano Andrés Pastrana el Plan Colombia en una nueva etapa de la lucha contra las drogas.
Con Georges Bush (h) ese plan convirtió sinónimos la guerra contra el terrorismo y la guerra contra las drogas. Las Fuerzas Armadas colombianas se convertirían en el mayor poder militar de Hispanoamérica, con la ayuda económica norteamericana que sería la tercera más importante otorgada a países extranjeros detrás de Israel y Egipto.
En la Colombia del presidente Álvaro Uribe los llamados “falsos positivos” mostraron la ejecución extrajudicial empleada por las fuerzas armadas. Los objetivos políticos de la “Seguridad Democrática” de ese gobierno fueron combatir el terrorismo y el narcotráfico.
Según se desprende de la investigación de la Fiscalía General de ese país, los asesinatos falsamente invocados por los militares como enfrentamientos armados con narcotraficantes o guerrilleros alcanzaron a más de 5 mil personas y más de mil desapariciones forzadas, aunque se estima que fue mucho mayor: las víctimas de homicidio y desaparición eran jóvenes de barrios populares y campesinos, lo que llevó a ciertos autores a denominarlo un juvenicidio.
Como un equivalente a lo que pasó en Colombia, la iniciativa Mérida fue el plan de lucha contra el narcotráfico entre México y los Estados Unidos en 2007.
El presidente mexicano, Felipe Calderón, destinó 50.000 efectivos militares que fueron desplegados por el país, una campaña de militarización inédita. También fue inédita la aparición de grupos de ex militares que abandonaron el ejército para dedicarse a la protección de quienes manejaban el tráfico, en especial, de cocaína.
Cuando comenzó la presidencia de Calderón en México existían seis cárteles y cuando la terminó eran catorce; entre 2006 y 2013 más de 20.000 militares tuvieron que recibir asistencia psicológica en nosocomios castrenses en el conflicto bélico interno.
La repercusión de la política criminal contra las drogas enarbolada desde el norte permitió que durante las dictaduras centroamericanas, que terminaron agonizando el siglo XX, controlaran tanto los servicios de inteligencia como las aduanas de sus respectivos países y según se narra “permitió un matrimonio entre las fuerzas de seguridad, autoridades de la aduanas y narcotraficantes que tendría como consecuencia la aparición de estructuras delictivas poderosas”.
La activa participación en la lucha contra la cocaína de los militares en el territorio, una vez finalizados los conflictos armados, sirvió como una red de inteligencia en el corredor de tráfico entre Sudamérica y los Estados Unidos.
El Salvador, cuya presidencia es ejercida por Nayib Bukele, bajo un régimen de excepción interminable, las fuerzas armadas y de seguridad controlan el tráfico de cocaína que alcanza niveles nunca antes visto, mientras se encierra en prisión al 1% de su población con el objeto de terminar con el crimen organizado.
El golpe militar de 2009 que deportó al presidente en ejercicio Manuel Zelaya a Costa Rica, recibió el repudio de la comunidad internacional y entre otras medidas la OEA suspendió a Honduras de ese organismo por violación a la Carta Democrática Interamericana. Mediante una resolución la Asamblea General de las Naciones Unidas condenó el golpe de Estado y exigió la inmediata restauración del gobierno para que el presidente Zelaya concluya su mandato constitucional.
El informe elaborado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos luego de su visita a Honduras, informó que el golpe de Estado reprimió las manifestaciones y en el marco de detenciones ilegales las mujeres fueron objeto de agresiones verbales y violencia sexual.
Pese a ello, las elecciones convocadas ese mismo año consagraron como presidente a Porfirio Lobo, reconocido, entre otros gobiernos, por los Estados Unidos. Su mandato convertiría a este país en el más violento del mundo. Hace algunos años, un hijo del ex presidente fue condenado en EEUU por confesar que había enviado cargamentos de cocaína a ese país aprovechando los vínculos de su padre y otro, más recientemente, fue asesinado en Tegucigalpa aparentemente en un ajuste de cuentas ejecutados por escuadrones de la muerte.
Antes de ser candidato a presidente -con posterioridad al mandato de Porfirio Lobo- Juan Orlando Hernández, ya había participado como legislador convalidando el golpe de Estado a Manuel Zelaya. Los dos mandatos presidenciales de Hernández consolidaron una práctica institucionalizada que gozaba de privilegios: la ruta de la cocaína en Honduras en dirección a EEUU vía Guatemala fue exponencial gracias a la colaboración de las fuerzas del orden y del Ejército que custodiaron el transporte y con cierta complacencia de autoridades americanas.
En 2022, el ex presidente Hernández fue arrestado por las autoridades hondureñas a pedido de la justicia de Estados Unidos que lo acusó de participar en el tráfico de cocaína y fue extraditado a ese país.
En junio de este año, Juan Orlando Hernández fue condenado a 45 años de prisión como responsable de operar como presidente de un país y convertirlo en un narcoestado con el objeto de construir un imperio violentamente basado en el tráfico ilegal toneladas de cocaína hacia los Estados Unidos.
Resulta paradójico que este mismo presidente haya sido considerado un aliado de EEUU, país que envió 50 millones de dólares para asistencia antidroga y otros millones en seguridad y ayuda militar. Más aun, en 2019, el ex presidente norteamericano Donald Trump le agradeció públicamente la lucha contra el narcotráfico.
Sin embargo, los hechos por los cuales se los condena datan del 2004, el dinero ilícito habría financiado su carrera política que incluyó el apoyo al golpe de Estado, como asimismo, su dos candidaturas presidenciales. Las alianzas circunstanciales con las autoridades del norte generaron beneficios participables.
Como clara muestra de la injerencia externa en países latinoamericanos que afectan su soberanía, la agencia del Departamento de Justicia de los Estados Unidos dijo que “este caso debería enviar un mensaje, a todos los líderes políticos del mundo que comercian con posiciones de influencia para fomentar el crimen organizado transnacional, de que la DEA no se detendrá ante nada para investigar estos casos y desmantelar las organizaciones de narcotraficantes que amenazan la seguridad y la salud del pueblo estadounidense.”
El viaje de la cocaína tiene quien la cuide
A principios de este año, el presidente de Guatemala, Bernardo Arévalo se reunió con el secretario de Seguridad Nacional norteamericano a fines de establecer lazos de cooperación bilateral en materia migratoria, narcotráfico y seguridad regional.
Luego del desplazamiento forzado de población mexicana por el conflicto armado entre carteles que se dirigieron hacia la frontera con Guatemala a mediados de año, Arévalo convocó a las fuerzas policiales, a las fuerzas armadas y al grupo de élite de ese Ejército a fin de combatir al crimen organizado que disputa el territorio en esa zona fronteriza.
Los kaibiles, grupo de tareas del ejército guatemalteco, tienen una historia muy poco gloriosa y manifiestamente delincuencial vinculada a las dictaduras más sangrientas del continente, fungiendo como brazo armado en el genocidio y en la desaparición forzada de miles de personas en Guatemala. Ese pasado criminal en delitos de lesa humanidad no fue obstáculo para que gobiernos democráticos le otorgaran otras tareas en materia de seguridad nacional. Incluso en la actualidad son convocados en la lucha contra el narcotráfico, como si la violación sistemática a los derechos humanos de ese grupo no importara. Muy por el contrario, reivindican aquella política de “tierra arrasada” que consistía en la eliminación de pueblos enteros, entre ellos, campesinos, sindicalistas o universitarios, en su lucha anticomunista citando como sus ejemplos a dos de los dictadores más masacradores: Romeo Lucas García y Efraín Ríos Montt.
Resulta sumamente controversial la formación que reciben estos soldados en lo que respecta a sus tácticas, entrenamiento como a su ideología profundamente contraria a cualquier noción mínima de derechos humanos consagrados en la Constitución de Guatemala como en Tratados Internacionales.
El nombre Kaibil homenajea a uno de los grandes personajes maya del imperio más grande de la Guatemala prehispánica y del que se recuerda la resistencia heroica frente a la conquista española. Este nombre de origen quiché poco tiene que ver con el nacimiento de este grupo militar que nació justamente para honrar al neocolonialismo asesinando a su propio pueblo al adoptar la doctrina de la seguridad nacional nacida en EEUU.
Un reciente libro publicado por un soldado kaibil en 2022 narra la historia y el presente de esta fuerza de choque militar que produce escozor al reivindicar las atrocidades cometidas durante la dictadura como los métodos utilizados incluso hoy en día en la lucha contra el tráfico de cocaína.
Se debe señalar lo que se omite: ex miembros de esa unidad especial son contratados por los carteles para protección del traslado de cocaína hacia México y cobran aproximadamente 7 mil dólares un corto trayecto, tal como ocurrió con ex soldados mexicanos que pasaron a integrar el cartel de los Zetas.
Toda economía ilegal otorga mucho poder, ocultar a quien lo detenta es la clave
La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito estima que solo el 5% de los beneficios del tráfico de cocaína permanece en los países productores: Bolivia, Perú y Colombia. El 95% restante se reparte en las redes de distribución de distintos países y, probablemente la mayor parte, en paraísos fiscales cuyo secreto es la regla.
Es probable, entonces, que se confirme aquella hipótesis que señala que el tráfico de cocaína pasó a desempeñar un papel fundamental en la economía mundial. Este comercio ilegal -se dice- funciona como la respuesta universal a problemas de liquidez de las monedas y se esparce hacia todos los países, algunos se quedan con poco, otros con demasiado.
Los Estados Unidos, que impulsan una guerra punitiva desde hace medio siglo, imponen sanciones, ocupan territorios, otorgan ayuda económica o militar para combatir el tráfico de cocaína en países latinoamericanos, los condicionan utilizando miles de millones de dólares pero a la vez el reverso de la moneda consiste en el permiso otorgado para que la sustancia llegue y resulten ser el primer país consumidor mundial, rompiendo récords con su demanda.
Dos ex presidentes latinoamericanos fueron condenados por enviar toneladas de cocaína a Estados Unidos. Ambos eran aliados del gobierno norteamericano hasta que perdieron cobertura, fueron extraditados a ese país, condenados y encarcelados.
El presidente de Panamá, Manuel Noriega colaboró estrechamente con el país del norte para intentar terminar con el sandinismo en Nicaragua permitiendo que el territorio de su país sirviera de base para operaciones de inteligencia o militares. Esta cooperación finalizó con la invasión militar estadounidense en Panamá en 1989, en donde Noriega fue detenido, juzgado y condenado en EEUU por narcotráfico. La misma suerte corrió el dos veces presidente de Honduras, Juan Orlando Hernández, en 2024.
Este fenómeno de acusar penalmente, de detener y de condenar a ex gobernantes o a políticos por tráfico de cocaína hacia EEUU solicitando su extradición o derrocados por intervenciones militares, surge como un mecanismo de control social punitivo internacional que no resulta novedoso y que, por lo menos, merece un apartado en el actual contexto latinoamericano.
En momentos en que se aproxima cualquier elección presidencial que define el futuro de la democracia de países latinoamericanos por lo general condicionados por economías asfixiadas por deudas externas impagables, la injerencia sobre asuntos internos que ejercen los EEUU o el debate sobre el alineamiento o no a la política exterior norteamericana no es menor. Esto resulta un punto neurálgico y define las relaciones geopolíticas de nuestra región. Vale recordar que la doctrina Monroe, el corolario Roosevelt o la doctrina de la seguridad nacional siguen presentes en todo o de algún modo.
Hoy en día se sostiene en la teoría política conceptos propios de la tradición europea o anglosajona, quizás lejanas a las experiencias en nuestra región. Definiciones tales como gobiernos de izquierda, marxistas, comunistas, de extrema derecha, de derecha, de centro, liberales, neoliberales, conservadores, fascistas, neonazis, imperialistas, parecieran no coincidir del todo con la realidad sociopolítica en América Latina de este nuevo siglo. Arturo Jauretche había esbozado los problemas de la colonización pedagógica; Lewis Carrol, a través de Humpty Dumpty en su novela de Alicia en el país, respecto de quién tiene el poder sobre las definiciones.
Es probable que en nuestro sur -que algunos autores llaman global, incluyendo al continente africano o incluso a países del norte con características similares a las nuestras- referirse más bien a otras nociones que reflejan de modo más cabal lo que ocurre en esta parte del mundo. Quizás sea momento de redefinir -desde y para nuestro contexto- otro contenido renovado de algunas de ellas impregnadas de realismo: la dependencia, la liberación, el colonialismo, el neocolonialismo, el nacionalismo o el populismo, son tan solo alguna de las nociones permanentes. Estas palabras en nuestras naciones muestran mayor cercanía a lo que es y no a lo que debe ser y tienen que ver con las mayores dificultades que enfrentamos: la propiedad de los recursos naturales y la soberanía política de nuestros países.
La actual discusión sobre los resultados de la elección en Venezuela del 28 de julio de este año, el reclamo internacional de las actas al Consejo Nacional Electoral por parte de la comunidad internacional, el reconocimiento de quien fue electo por otras naciones del mundo o la decisión de la Corte Suprema de Justicia de confirmar la reelección a presidente de Nicolás Maduro Moros, por cierto, excede el marco de este texto.
En la economía formal podría hablarse del interés mundial sobre el futuro de Venezuela en estas elecciones, vislumbrar el rumbo en relación a la política internacional que se adopte sobre la producción o usufructo de sus recursos naturales, fundamentalmente el petróleo, que tiene impacto global en su precio que puede beneficiar o perjudicar. También podría considerarse de interés, en un mundo multipolar, la membresía de Venezuela en la OPEP como un socio de importancia, su participación en el ALBA como otro foro de política internacional o su posible incorporación al bloque del MERCOSUR que podría oponerse a un Tratado de Libre Comercio o la Comunidad Europea.
No obstante ello, surge un dato que merece nuestra profunda atención y reflexión: los cargos penales que pesan sobre muchos de los dirigentes del actual gobierno de Venezuela en la justicia norteamericana.
Creemos que podríamos referirnos a los intereses económicos internacionales sobre los comicios en Venezuela teniendo en cuenta un bloqueo que perdura, la retención indebida de lingotes de oro sin justificación o la apropiación o destrucción de aviones venezolanos. Pero, asimismo, advertir que estas elecciones presidenciales agregan un condimento excepcional: el proceso penal que se lleva adelante en EEUU por tráfico de cocaína a integrantes del gobierno venezolano desde el 2020 inclina cualquier la balanza.
Nos resulta ilustrativo en este aspecto mostrar hasta adónde llegan las implicancias de este comercio ilegal. Podríamos citar, como ejemplos, las generosas ofertas de pagar las deudas externas de países como Honduras o Colombia que hicieron Juan Ramón Matta Ballesteros o Pablo Escobar Gaviria, respectivamente, ambos traficantes internacionales de cocaína. Ya lo hemos hecho respecto a la utilización de las ganancias ilegales provenientes de ese alcaloide para financiar a los “contras” en Nicaragua para desestabilizar a ese gobierno, que provocó un escándalo político en EEUU y una condena por un Tribunal Internacional a ese país que instaló minas en los puertos nicaragüenses. También significativas fueron las expresiones del actual presidente colombiano, Gustavo Petro, quien manifestó recientemente que si se legalizara la cocaína “se acabaría automáticamente la violencia en Colombia”.
Parece fructífero a esta altura, teniendo en consideración lo anterior, desarticular por reduccionistas aquellas posturas que sostienen que la pugna por el resultado electoral venezolano se basa en el enfrentamiento entre modelos políticos antagónicos (democracia versus autoritarismo) o las que aluden a un ataque al socialismo de carácter fascista o imperialista sin hacer alusión a la totalidad de los intereses económicos en juego, tanto en la economía formal como en la ilegal.
Resulta, a nuestro modo de ver, por lo menos inquietante que no se discuta con profundidad las repercusiones geopolíticas que ocurrirán, conforme a un resultado o a otro, en torno a la distribución y ganancia de un commoditie regional, globalmente apreciado y cuyo principal destino son los EEUU; las cifras del Informe Mundial sobre la Cocaína de las Naciones Unidas en 2023 son contundentes sobre la importancia en la economía mundial
La Fiscalía de Nueva York en marzo de 2020 imputó formalmente de narcoterrorismo, tráfico de drogas y armas al actual presidente Nicolás Maduro, a su ministro de relaciones exteriores Diosdado Cabello, a otros funcionarios y militares como también a miembros de las FARC colombianas. El Departamento de Estado de los Estados Unidos, a su vez, ofreció recompensas de hasta 15 millones de dólares por información que conduzca al arresto y/o condena de Maduro, entre otras recompensas por los otros mencionados.
La acusación penal contra el presidente en ejercicio de Venezuela Nicolás Maduro incluye una descripción que lo coloca en la cabeza del “Cartel de los Soles”. El Fiscal de Estados Unidos manifestó que: “anunciamos cargos penales contra Nicolás Maduro por dirigir, junto a sus principales lugartenientes, una asociación de narcoterrorismo con las FARC durante los últimos 20 años…Como se alega, Maduro y los otros acusados tuvieron la intención expresa de inundar los Estados Unidos con cocaína para socavar la salud y el bienestar de nuestra nación. Maduro utilizó la cocaína como arma de manera muy deliberada….la conducta descripta en la acusación no fue arte de gobernar ni servicio al pueblo venezolano. Como se alega, los acusados traicionaron al pueblo venezolano y corrompieron las instituciones venezolanas para llenar sus bolsillos con dinero de la drogas”.
Sería extremadamente ingenuo ignorar que tales alegaciones no tengan implicancias políticas y geopolíticas. Una institución como la extradición en materia penal de ciudadanos latinoamericanos hacia los Estados Unidos devino la espada de Damocles en los últimos años, del mismo modo que la participación en operaciones de agencias gubernamentales de ese país con o sin autorización de países de la región.
Por todo esto, solo nos queda concluir con interrogantes que atraviesan tanto a la economía como a la soberanía punitiva de nuestras naciones.
Algunos podrían ser los siguientes:
1-¿Después del fracaso del Plan Colombia y de la Iniciativa Mérida en México, pueden desconocerse los cientos miles de víctimas asesinadas o desaparecidas y ratificar un modelo económico paralelo a costa de vidas humanas?
2-¿La guerra punitiva contra la cocaína no deviene el mejor instrumento para obtener ganancias que circulen sin justificación alguna para financiar lo indecible?
3-¿Es posible legalizar el comercio de cocaína sin afectar la economía mundial en términos de liquidez?
4) ¿La extradición de ciudadanos hacia un país extranjero acusados por tráfico de cocaína del que resulta el primer consumidor mundial por impulsar fervientemente su prohibición y cuya política criminal es ineficaz, no vulnera de algún modo la soberanía punitiva de los propios Estados?
5) ¿Los Tratados bilaterales en materia de extradición entre países con dependencia estructural responden a la igualdad de trato entre naciones?
6) ¿Las personas extraditadas hacia los EEUU gozan de las mismas garantías constitucionales que en nuestros propios países cuyos montos de penas pueden significar varias decenas de vidas posibles?
7) ¿No se encuentra en riesgo la soberanía nacional por injerencia extranjera cuando agencias estatales de otro país participan oficial o extraoficialmente de la lucha contra las drogas y efectúan negocios con esa economía prohibida?
8) ¿La acusación penal formulada por la justicia de un país -que integra el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas- por tráfico de cocaína hacia un presidente latinoamericano en ejercicio y candidato a la reelección, no condiciona un posible resultado?
9) ¿Sería posible y razonable que un país como Norteamérica, cuya justicia reclama la detención de un candidato a Presidente “por inundar los Estados Unidos con cocaína para socavar la salud y el bienestar de nuestra nación y utilizar la cocaína como arma”, reconozca una victoria en las urnas y reanude relaciones diplomáticas, si ese fuera el caso?
Algunas de estas preguntas sugieren respuestas complejas o no las tienen. Cabe confesar que la hipocresía manda sobre esta economía subterránea en crecimiento mientras caminamos entre cadáveres o encierros masivos de seres humanos mirando para otro lado.
God Bless America se invoca con particular énfasis en EEUU, pero esta bendición solo será bienvenida cuando todos los Dioses latinoamericanos sean incluidos con el objeto de proteger derechos humanos.
A aquél que reside en el cielo del norte lo ignoran los que lo nombran. Esta guerra contra la cocaína no puede ser bendecida por ningún Dios, las responsabilidades del destino de sus víctimas son solo humanas.
*Doctor en Ciencias Penales. Docente universitario en las Universidades Nacionales de Avellaneda y de Buenos Aires.