La incomodidad de la fragmentación
La era actual, conocida como «posmoderna», parece tener entre sus características peculiares la ausencia de narrativas globales. Esta es la hipótesis subyacente del famoso libro de Jean-François Lyotard, La condición postmoderna. Informe sobre el saber, publicado en 1979. En él, Lyotard demuestra que, desde el punto de vista cultural, la época llamada «moderna», caracterizada por relatos globales y grandes proyectos utópicos (los últimos de los cuales fueron el racionalismo, la Ilustración y el marxismo), capaces de proporcionar unidad e identidad histórica a un grupo social, ha terminado[1]. A esta le sigue la era de la liquidez, bien señalada por Zygmunt Bauman: «La era inaugurada con la construcción de la Muralla China o el Muro de Adriano y concluida con el Muro de Berlín ha terminado para siempre. En este espacio planetario global, ya no es posible trazar una frontera tras la cual uno pueda sentirse verdadera y totalmente seguro. Y esto es verdad para siempre: para hoy y para todos los días futuros que podamos imaginar»[2].
Pero las narrativas no han desaparecido con esto: se han desacralizado (después de todo, el marxismo también fue una forma de mesianismo en la historia), han perdido el aura de absolutez capaz de explicar las acciones de todos los tiempos. En su lugar, han surgido los llamados «mitos de baja intensidad», para usar el título de un reciente ensayo sobre el tema.
Los mitos de alta intensidad hacen referencia a una dimensión sagrada, separada de los acontecimientos ordinarios, y tienen la función de aclarar las principales cuestiones de la vida. Se desarrollan en un tiempo distinto del ordinario (un tiempo mítico), tienen como protagonistas a seres superiores, presentados con características positivas o negativas, a los que hay que imitar o de los que hay que precaverse (héroes, dioses, ángeles o demonios), y su diferencia puede reconocerse gracias a un código de valores preciso.
Los mitos de baja intensidad ya no tratan de lo sagrado y lo eterno: están ambientados en la vida ordinaria, no presentan valores particulares, sino que se limitan a describir acontecimientos, y sus personajes no se diferencian de los humanos[3]. También se les llama «mitos» porque tratan temas fundamentales de la vida: el universo y sus civilizaciones («ciencia ficción»), la dimensión mágica (fantasía), la muerte desprovista de sacralidad (las numerosas narraciones de zombis y vampiros), la violencia (series de televisión sobre asesinatos en serie), las epidemias y las catástrofes medioambientales.
Lo que tienen en común estas narraciones es el tono apocalíptico: la ausencia de respuestas posibles ante tales problemas lleva a presagiar una catástrofe inminente e imparable de toda la civilización, que no deja ninguna salida. Es un género muy conocido – debido a su considerable popularidad y éxito en el mundo editorial, el cine, la música, los videojuegos y, sobre todo, las redes sociales[4] – y que encuentra, especialmente en las crónicas de estos meses (dominadas por una pandemia global e imparable), abundante contenido para la reflexión y para posibles confirmaciones.
La baja intensidad también ha influido en la filosofía. En 2011, Eugene Thacker publicó un ensayo de género apocalíptico, In the dust of this planet («En las cenizas de este planeta»), el primero de una serie dedicada a la filosofía del horror (anticartesiana y antikantiana), en el que teorizaba sobre un mundo ya desprovisto de seres humanos debido a los desastres medioambientales, las crecientes pandemias y la explotación producida por una política suicida orientada al beneficio ilimitado. Un mundo que resulta indiferente a los humanos, de hecho uno que por fin puede vivir mejor gracias a la desaparición de sus verdaderos enemigos[5].
Se ha planteado la cuestión de por qué cierto tipo de producciones (por ejemplo, La guerra de las galaxias, Harry Potter, películas y series de televisión protagonizadas por zombis, vampiros y epidemias) prevalecen sobre otras: incluso en su baja intensidad, algunas narraciones se convierten en algo «clásico», cuentan con un gran seguimiento por parte del público y muestran una notable perdurabilidad, a pesar del carácter fragmentario señalado por Bauman y de la trama no pocas veces repetitiva y farragosa. Evidentemente, este tipo de producciones tienen especial éxito a la hora de expresar la mentalidad actual sobre las cuestiones fundamentales de la vida, especialmente sus crecientes e implacables temores. Al mismo tiempo, conservan cierta aura de misterio y enigma propia de todo mito.
El aspecto pragmático de la baja intensidad
El paso a la baja intensidad también se puede ver a nivel social y político. Los relatos épicos y los héroes han sido una constante en las tradiciones de todos los tiempos: la vida actual nos sigue señalando su presencia en las principales fiestas civiles, en los nombres de calles, plazas, estaciones de metro. Después de todo, la misma palabra «nación» viene de nacimiento: «No hay geopolítica sin mito y no hay mito sin ritual. Toda comunidad que aspire al poder necesita una raíz histórica […]. El mito y el rito comprimen el tiempo. Utilizan el pasado para legitimar el hoy y proyectar el mañana»[6]. De ahí también el posible uso manipulador de estas narraciones: varias veces en el pasado el líder del momento asumió el poder absoluto, interpretándolo en términos de una misión sagrada recibida. Es interesante notar cómo la mayoría de los dictadores del siglo XX intentaron justificar su rol de gobierno – luego de atribuirse un aura mitológica – mediante el recurso a la escritura y a las artes (con resultados desafortunados pero efectivos), para llevar a cabo una proeza narrativa, además de económica y política[7].
Sin embargo, en línea con la lectura de Lyotard, estas grandes narrativas parecen hoy haber desaparecido del imaginario común: los jefes de Estado se presentan cada vez menos como héroes a imitar y como portavoces de una historia épica, salvo en algunos regímenes dictatoriales que todavía reivindican el culto a la personalidad. En su mayoría, los líderes de los gobiernos actuales también son «de baja intensidad». Así como su «narrativa», expresada por un término de reciente invención: storytelling. Este vocablo aparece en EE.UU. a mediados de la década de los noventa del siglo pasado e incluye un abanico de actividades cada vez más amplio: desde la economía hasta la medicina, desde el derecho hasta la política[8].
Para quedarnos en el ámbito político: llama la atención el tipo de narrativa de algunas campañas electorales, muy diferente al de hace unas décadas, y al mismo tiempo cada vez más extendida a varias partes del mundo. Una narración fuertemente basada en un nivel pragmático y que sirve para justificar decisiones de gran impacto en la escena pública de una nación, o incluso del mundo entero: «Los grandes relatos que han marcado la historia de la humanidad, desde Homero hasta Tolstoi y desde Sófocles hasta Shakespeare, narraban mitos universales, y transmitieron lecciones de generaciones pasadas, lecciones de sabiduría, fruto de la experiencia acumulada. El storytelling sigue el camino inverso: pega historias artificiales a la realidad […]. No cuenta la experiencia del pasado, sino que diseña los comportamientos, orienta los flujos de las emociones, sincroniza su circulación»[9].
Estas historias buscan obtener el consenso del electorado tratando de interceptar sus necesidades y emociones. Son narraciones de baja intensidad, porque los protagonistas se presentan con los rasgos del hombre común y le dicen a la gente: «soy como tú». Al tomar posesión de la Casa Blanca, Jimmy Carter recordó su origen humilde («vendía maní a los 5 años»); George Bush hizo de su recuperación de la adicción al alcohol uno de los principales temas de su campaña electoral; Nicolas Sarkozy manejó su candidatura a la presidencia de manera similar, deteniéndose en el sufrimiento y las injusticias que le tocó presenciar, apelando a las emociones de los oyentes, de quienes quiso ser vocero[10].
Este giro narrativo ha caracterizado un estilo de hacer política que pronto se extendió por todo el mundo y que ha sido utilizado por los principales líderes en los últimos años: estos han «escenificado la democracia» en lugar de ejercerla[11].
La web constituye una inmensa reserva de información para adaptar la narrativa a los gustos de los votantes. Y para lograr esta sintonía, recurren a las fuentes más dispares, violando no pocas veces la intimidad de los ciudadanos al tomar información personal publicada en las redes sociales. El escándalo de Cambridge Analytica reveló que esta forma de proceder se utilizó (al menos) en las campañas electorales de Donald Trump y Ted Cruz, para el referéndum del Brexit de 2016 y las elecciones mexicanas de 2018.
Estos relatos han sido, además, la principal justificación de decisiones cuestionables, que han cambiado el escenario de una nación, de un continente (como con ocasión del Brexit) o del mundo entero (como la entrada en guerra contra Irak) y, aun cuando han sido desmentidos por los hechos, esto no ha tenido ninguna consecuencia para sus ideadores. Han recurrido a lo que se ha dado en llamar la «estrategia de Scheherezade»: en Las mil y una noches, el héroe mítico, condenado a muerte, cuenta una historia tan apasionante y conmovedora que es indultado y gana en confianza y popularidad.
Un líder de baja intensidad
Otra consecuencia importante de esta rebaja del nivel, es que la figura del líder puede coexistir más fácilmente con posibles faltas éticas o cívicas graves. En este sentido, el mito de baja intensidad es una expresión de la «cultura terapéutica», es decir, de la tendencia a resaltar la parte enferma de uno mismo (deteniéndose, por ejemplo, en su pasado de sufrimiento y abusos infantiles), como forma de acercamiento al otro, pero también como forma de manipular el consenso, justificando así graves incoherencias y omisiones: «Ron Davies, diputado laborista que había dimitido en 1998 tras un escándalo sexual, anunció públicamente en junio de 1999 que había iniciado una terapia psiquiátrica para tratar su “lado más oscuro”. Atribuyó su enfermedad a una “infancia perturbada, violenta y emocionalmente disfuncional”. […]. Tanto Clinton como Al Gore, hablaron públicamente de sus dificultades matrimoniales y de sus problemas de drogadicción […]. Hillary Clinton habló, refiriéndose a su marido, de “daño psíquico”, y, durante el caso Lewinski, reveló los abusos que Bill sufrió durante su infancia: “Era muy joven, sólo tenía cuatro años, y quedó tan marcado por los abusos que sufrió que ni siquiera puede hablar de ello”»[12].
De este modo, cuando el líder contraviene las normas que ha establecido, puede justificarse más fácilmente. Un ejemplo reciente es el de Dominic Cummings, asesor del ex-primer ministro británico, Boris Johnson, que en plena epidemia de coronavirus se saltó las normas de bloqueo establecidas por el Gobierno para trasladarse con su familia a su casa de vacaciones. Esto no tuvo consecuencias penales, a diferencia de los ciudadanos de a pie que habían cometido el mismo delito.
Pero el rebajamiento del nivel ideal del líder termina minando aún más su credibilidad, y fomenta la ya grave desafección de los votantes, el abstencionismo y la desconfianza en las instituciones, socavando gravemente la propia identidad de los gobiernos democráticos. Como ha señalado Joan Didion, si la política se convierte en una novela, la gravedad de los problemas sin resolver y el creciente número de promesas incumplidas obligan a reconocer la inevitable diferencia entre realidad y ficción: «A fuerza de invención, la realidad se desmorona, y trozos enteros de la existencia ya no pueden representarse. Hasta el punto de construir un abismo insalvable entre la clase dirigente y el resto de la población»[13]. Así, el escenario presentado corre el riesgo de dar forma a los peores temores apocalípticos.
Una advertencia que no debe pasarse por alto
Las narraciones de baja intensidad, utilizadas sobre todo como modos de entretenimiento, son una forma especialmente lograda e intrigante de leer nuestro tiempo, y vuelven a proponer la necesidad de abordar las cuestiones últimas. Su éxito y popularidad confirman su capacidad para representar emblemáticamente cambios profundos en el imaginario colectivo y el gran temor al futuro, ventilando un posible punto de no retorno. Constituyen una advertencia coral e inquietante: la humanidad se enfrentará a una catástrofe global si no revisa cuanto antes ciertos supuestos de la vida en común. Se pueden recordar algunos temas en particular: el de la ganancia indiscriminada, que agranda peligrosamente la brecha entre ricos y pobres, con consecuencias cada vez más evidentes (revueltas, migraciones, catástrofes medioambientales); la concepción nihilista de la vida (y, por consiguiente, de la muerte), privada de dignidad y de su dimensión trascendente; la ausencia de ejemplos a nivel ético y político, aunque no se pueda dejar de detectar cierta connivencia complaciente con el nihilismo en este ámbito[14].
Detectar el peligro es importante, pero no basta. Si, como se ha señalado, «el relato es el guardián del tiempo», «un puente entre lo vivido y el cosmos», los mitos de baja intensidad no cumplen esta tarea: identifican con éxito las grietas del ser, pero son incapaces de reconstruir el puente, de presentar modelos que nos protejan contra la catástrofe[15]. Sin embargo, nos recuerdan la necesidad de hacerlo, especialmente para las generaciones más jóvenes.
Umberto Galimberti señalaba que muchos jóvenes de hoy en día se sienten mal y ni siquiera pueden decir qué les hace sentirse mal, porque ya no disponen de narrativas que les permitan leer los problemas de la vida y, en consecuencia, se ven incapaces de leer lo que les pasa por dentro. De ahí la nostalgia de una propuesta de sentido capaz de llevarla a la palabra: «Si estamos ante una desintensificación, no debemos ignorar que, tras ella, existe una exigencia de mayor intensidad que la anima; que el nuevo entorno informativo es el hábitat ideal para viejas y nuevas sectas y confesiones, para antiguos y nuevos rituales, y está aún más abierto que en el pasado a la creación de espacios imaginarios, en los que individuos y grupos pueden buscar un hogar más o menos provisorio»[16].
En los temas presentados, hay un anhelo de plenitud que no se puede ignorar. La llamada a una «intensidad superior», en el origen de las narraciones de todos los tiempos, no es por casualidad uno de los hilos conductores de la encíclica Laudato si’ (LS) del Papa Francisco, dedicada a la custodia de la casa común, que ocho años después muestra su enorme actualidad. En ella, el Papa nos recuerda que los desastres ecológicos y las crisis globales sólo pueden resolverse en el contexto de una colaboración común y una mentalidad renovada. Y plantea algunas preguntas decisivas, que son también las preguntas que subyacen en estas narraciones: «¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo? Esta pregunta no afecta sólo al ambiente de manera aislada, porque no se puede plantear la cuestión de modo fragmentario. Cuando nos interrogamos por el mundo que queremos dejar, entendemos sobre todo su orientación general, su sentido, sus valores. Si no está latiendo esta pregunta de fondo, no creo que nuestras preocupaciones ecológicas puedan lograr efectos importantes. Pero si esta pregunta se plantea con valentía, nos lleva inexorablemente a otros cuestionamientos muy directos: ¿Para qué pasamos por este mundo? ¿para qué vinimos a esta vida? ¿para qué trabajamos y luchamos? ¿para qué nos necesita esta tierra? […]. Es un drama para nosotros mismos, porque esto pone en crisis el sentido del propio paso por esta tierra» (LS 160). Las cuestiones últimas, durante demasiado tiempo ignoradas, muestran ahora su aspecto dramático.
Los mitos de baja intensidad no sólo no han borrado la necesidad de narrativas de «alta intensidad», sino que, en cierto modo, son el contrapunto que reclama su presencia. Hay en ellos un deseo de redención, de dar fundamento a la esperanza de seguir viviendo, y, especialmente, de seguir transmitiendo a las generaciones futuras un patrimonio de valores capaz de dar respuesta a los problemas fundamentales del vivir. Un patrimonio que no podemos desdeñar.
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