Es tu fascismo

El presente artículo tiene por objetivo problematizar, desde un punto de vista sociopolítico y psicoanalítico, el actual auge de las nuevas derechas en América Latina. Si bien este renacimiento extremista es denominado en términos vagos e indicativos como “fascismo”, consideramos que, luego de un análisis detenido, las extremas derechas de ahora no son simples repeticiones de los fascismos del s. XX. Se trata de una gubernamentalidad e ideología inéditas que, por un lado, no se reducen al neoliberalismo y, por otro lado, sobrepasan a la alt-right europea-anglosajona y al libertarismo contemporáneo. Le damos el nombre particular de liberfascismo, en la medida en que trae un nuevo modo de subjetivación política: el defensor de sí. Para esto, dividimos el texto en dos apartados. En el primero discutimos las particularidades sociopolíticas del liberfascismo: el surgimiento de una ontología social del defensor de sí que concibe al mercado capitalista como una instancia a defender valiéndose de noticias falsas, teorías de la conspiración y, por supuesto, violencia organizada. En el segundo, esclarecemos el funcionamiento del inconsciente liberfascista analizando la peculiaridad de su fantasía: se trata de una ideología que, en su relación con los otros, utiliza a la violencia ya no como simple medio, sino como vehículo de goce.

Revista de humanidades de Valparaíso

La extrema derecha como problema psicoanalítico: acerca del “liberfascismo” y sus modalidades de goce

Jesús Ayala-Colqui* 

Arturo Romero Contreras** 

Nicol A. Barria-Asenjo*** 

Jesús Wiliam Huanca-Arohuanca 

Antonio Letelier S. 

*Universidad Científica del Sur, Perú Email: yayalac@cientifica.edu.pe

**Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México Email: arturo.romerocon@correo.buap.mx

***Departamento de Ciencias Sociales, Universidad de Los Lagos, Chile Email: nicol.barriaasenjo99@gmail.com

Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa, Perú Email: jhuancaar@unsa.edu.pe

Universidad de Santiago de Chile, Chile Email: antonio.letelier@usach.cl

1. Introducción

A juicio del politólogo Cass Mudde (2019), desde la década de los 80 se puede percibir el surgimiento de nuevos partidos de derecha extremistas en Europa. Habría que puntualizar que lo novedoso de esta situación no es la proliferación de partidos e instituciones formales donde se agitan las consignas conservadoras, sino la renovación de contenidos que hace que estos movimientos sean una solución de continuidad respecto al fascismo clásico de entreguerras (Toscano, 2017). En efecto, como argumenta Enzo Traverso (2021), las nuevas derechas, ancladas en un populismo y un nacionalismo xenófobos, intentan transformar el sistema democrático introduciendo sus consignas en este no como elementos extraños, sino como componentes normales de su funcionamiento político: sería lo que él llama el advenimiento de un posfascismo. Otros autores incluso consideran que este fenómeno no pertenece tanto a una matriz fascista, sino a una modulación o declinación autoritaria del neoliberalismo (Fassin, 2018). Aquí, incluso, es posible hacer una genealogía dentro del propio liberalismo para mostrar, como lo hace elocuentemente Grégoire Chamayou (2018), que en él subyace ya una práctica violenta detrás de toda la retórica interesada de la libertad y el mercado.

Por otro lado, en el s. XXI, aparece lo que se denomina, en términos generales, como “alt-right”, esto es, una derecha alternativa que, iniciándose como fenómeno en línea, termina materializándose en prácticas violentas de segregación donde, al menos en el caso de Norteamérica, el componente racial resulta clave, dado que vehiculiza un “nacionalismo blanco” (Hawley, 2018). No obstante, en términos generales, al contrario del fascismo aggiornado anterior, la alt-right se alinea con el “libertarismo” propugnando una eliminación o, en todo caso, un aminoramiento del Estado a partir de una noción hiperbólica de libertad individual. La noción de lo público y colectivo se eclipsa para dar lugar a la preponderancia de lo privado (Freeman, 2018). Esto es posible porque, en términos sociales y jurídicos, consideran que todo se reduce al sí mismo y la propiedad de uno (“self-ownership”), de manera tal que todo derecho es derecho de propiedad y que este es, eminentemente, particular y nunca colectivo (Rothbard, 1977Hoppe, 2007). Por ende, los grupos libertarios, como sección relevante de la nueva derecha, viabilizan sus consignas excluyentes, no tanto a través de un nacionalismo xenófobo, populista y violenta, sino a través de una concepción sesgadamente jurídica y retórica de la libertad individual:

Los libertarios deben distinguirse de los demás practicando y defendiendo las formas más radicales de intolerancia y discriminación contra los igualitaristas, demócratas, socialistas, comunistas, multiculturalistas y ecologistas, contra las costumbres pervertidas, los comportamientos antisociales, la incompetencia, la indecencia, la vulgaridad y la obscenidad. (Hoppe, 2004, p. 288)

Si pensamos en el caso de América Latina, donde la nueva derecha se presenta como una tendencia rebelde, tanto en calles como en redes sociales (Stefanoni, 2021), ¿qué categoría asignarle -neofascismo o libertarismo- para intentar comprenderla y aprehender su sentido?

El auge de las nuevas derechas dista de ser un problema exclusivamente filosófico, en el sentido de que no solo le corresponde a la filosofía política reflexionar sobre la fisionomía social de sus reivindicaciones y explicarla con base en las grandes categorías conceptuales al uso (o, en su defecto, arriesgar otras), sino que también sería -y aquí se condensa la apuesta de este artículo- un problema psicoanalítico, toda vez que las acciones políticas no solo responden a móviles conscientes, sino que están determinadas inconscientemente por prácticas que moldean nuestras relaciones sociales (Žižek, 2003a; 2003b). Bajo estas coordenadas, el objetivo de nuestro texto consiste en plantear que, al menos en el caso de América Latina, estamos ante la presencia no de un fascismo tardío o una alt-right libertaria, sino de una suerte de “liberfascismo”, el cual es irreductible al neoliberalismo, al fascismo y al libertarismo; novedad histórica que puede ser analizada precisamente desde una grilla filosófica y psicoanalítica a fin de detectar tanto sus singularidades como sus impasses. Dividimos la intervención en dos partes. En la primera discutimos la novedad política del liberfascismo diferenciándolo del neoliberalismo, el fascismo y el libertarismo. En la segunda nos confrontamos con las modalidades particulares del goce del liberfascismo, de acuerdo con la teoría psicoanalítica.

2. ¿Alguien dijo “neoliberalismo”? El “liberfascismo” como nueva modalidad de la forma mercancía

El término neoliberalismo prácticamente se ha convertido en una muletilla del pensamiento crítico, de suerte que todo fenómeno de las sociedades capitalistas actuales es subsumido, sin ninguna reflexión detallada ni análisis detenido, dentro de dicha categoría. Si bien la privatización de los servicios públicos (Barria-Asenjo, 2021), el desmantelamiento del welfare (Valdés, 1995), el endeudamiento (Lazzarato, 20102015), la financiarización de la economía (Marazzi, 2014), la crisis de salud mental (Berardi, 2016), los discursos de emprendedurismo y competencia (Nicoli & Paltrinieri, 2019), la desigualdad social a escala global y los fenómenos migratorios y bélicos asociados (Federici, 2013) se arraigan en una gubernamentalidad neoliberal, eso no significa que todo lo que suceda se explique por obra y gracia del neoliberalismo. Así como sería errado pensar que el liberalismo se ha mantenido incólume hasta nuestros días sin que los discursos y las políticas del capital hayan expresado discontinuidades y rupturas, ¿por qué creer que aún seguimos dentro, al menos exclusivamente, del neoliberalismo? ¿No hay un después o, si se quiere, un más allá de él?

Foucault (2007) en su curso Naissance de la biopolitique marca elocuentemente la diferencia entre el liberalismo y el neoliberalismo. Mientras que en el primero es el Estado el que debe regular al mercado para asegurar que se dé en él un intercambio pretendidamente igualitario, en el segundo, el mercado es el que regula al Estado, toda vez que se trata de un gobierno para el comercio (Foucault, 2007). Esto está vinculado a la sustitución de la noción de intercambio por la noción de competencia. Esta, sin embargo, no es un hecho, sino objeto de una intervención permanente:

el mercado o, mejor, la competencia pura, que es la esencia misma del mercado, sólo puede aparecer si es producida, y si es producida por una gubernamentalidad activa. Habrá, por lo tanto, una suerte de superposición completa de la política gubernamental y de los mecanismos de mercado ajustados a la competencia […] Es preciso gobernar para el mercado y no gobernar a causa del mercado. (Foucault, 2007, p. 154)

Además, el neoliberalismo modifica el homo oeconomicus: antes que el socio del intercambio, se trata del empresario de sí entendido como capital humano y ya no como trabajador productor de valor. De ahí que cada individuo tenga como imperativo competir en el mercado invirtiendo en su propio capital:

Es preciso por lo tanto repensar todos los problemas, o, en todo caso, pueden repensarse todos los problemas de la protección de la salud, de la higiene pública, como elementos capaces de mejorar o no el capital humano. (Foucault, 2007, p. 270)

Huelga decir que este abordaje se enmarca dentro de la conceptualización del poder como gubernamentalidad, esto es, como conducción de conductas (Foucault 1994). A este respecto, el neoliberalismo no sería únicamente una “ideología” -en el sentido de una representación errónea sobre la realidad-, sino una práctica que intersecta, además de un régimen del saber, dispositivos de poder y procesos de subjetivación. Laval y Dardot (2013, p. 15) comentan:

La racionalidad neoliberal tiene como característica principal la generalización de la competencia como norma de conducta y de la empresa como modelo de subjetivación. El término «racionalidad» no se emplea aquí como un eufemismo que permite evitar pronunciar la palabra «capitalismo». El neoliberalismo es la razón del capitalismo contemporáneo, un capitalismo sin el lastre de sus referencias arcaizantes y plenamente asumido como construcción histórica y norma general de la vida. El neoliberalismo se puede definir como el conjunto de los discursos, de las prácticas, de los dispositivos que determinan un nuevo modo de gobierno de los hombres según el principio universal de la competencia.

Discrepamos, empero, con la totalidad de este diagnóstico. A nuestro juicio, el neoliberalismo es una de las posibles racionalidades, o gubernamentalidades, del capitalismo. Laval y Dardot caen en el error de absolutizar y eternizar una racionalidad del capital, como si después o al lado de ella no pudiera existir nada más. Si bien los rasgos que le imputan al neoliberalismo, competencia y empresariado de sí, son adecuados, no lo es la extensión de su importancia en la sociedad actual. Porque si así lo fuera, ¿cómo explicar la arremetida de las nuevas extremas derechas que no necesariamente coinciden, término a término, con las cualidades del neoliberalismo?

Por esta razón, creemos conveniente sostener como primera tesis que existen múltiples racionalidades del capital, las cuales coexisten y se superponen históricamente. Incluso el término “racionalidad” podría bien homologarse con el término “ideología”. Es cierto que este último, sobre todo en la tradición posestructuralista francesa ha sufrido un gran descrédito por sus connotaciones subjetivistas, representacionales, dogmáticas, etc. No obstante, también se puede hacer una recuperación, sobre todo si pensamos en la manera como Žižek (2003a; 2003b), en su diálogo con Althusser y Sohn-Rethel, actualiza el concepto.

Ya Althusser (1976) -a quien Foucault imputa erradamente una noción anticuada y simplista de ideología (Balibar, 2021)- reemplaza la simple definición de un conjunto de representaciones falaces sobre la realidad por una definición más compleja: la ideología posee una existencia material que funciona en aparatos concretos (medios de comunicación, escuela, familia, etc.), de manera tal que estructura las prácticas sociales. Es más, es la ideología, mediante su interpelación, la que fabrica sujetos:

El individuo en cuestión se conduce de tal o cual manera, adopta tal o cual comportamiento práctico y, más aún, participa de ciertas prácticas reguladas que son las del aparato ideológico, del cual “dependen” las ideas que ha elegido libremente con toda conciencia en tanto que sujeto. (Althusser, 1976, p. 106; traducción nuestra)

Incluso, si vamos más allá en esta dirección, podemos distinguir un tercer sentido de ideología que ya no descanse sobre las representaciones doctrinarias o las interpelaciones de las instituciones:

Lo que se presenta entonces a nuestra vista es un tercer continente de fenómenos ideológicos: ni la ideología en tanto doctrina explícita (las convicciones articuladas sobre la naturaleza del hombre, la sociedad y el universo), ni la ideología en su existencia material (las instituciones, las prácticas y los rituales que le dan cuerpo), sino la elusiva red de actitudes y presupuestos implícitos, cuasi “espontáneos”, que constituyen un momento irreductible de la reproducción de las prácticas “no ideológicas” (económicas, legales, políticas, sexuales…). (Žižek, 2003b, p. 24)

Ese conjunto de presuposiciones que espontánea y tácitamente condicionan nuestras acciones no es sino lo que, desde otro lenguaje y referentes teóricos, Laval y Dardot denominan “racionalidad”, máxime “gubernamentalidad”.

Ahora bien, en sentido estricto, bajo el modo de producción capitalista lo que está presupuesto no es una lógica particular, sino una general de establecimiento de la sociabilidad, a saber: el capital no es una cosa, sino una relación que atraviesa todo el plexo de interacciones y posibilidades de la sociedad. Esa no es sino la abstracción de la forma mercancía y del trabajo. En efecto, en el capitalismo lo que adviene no es solo un régimen más de explotación, dominio, desigualdad, etc.; lo original en ello es que toda entidad adquiere un carácter doble: posee tanto un valor de uso (Gebrauchswert) como un valor que se expresa fenoménicamente como valor de cambio (Tauschwert) (Marx, 2008). A su turno, la actividad humana también muta para adquirir una doble condición: es tanto trabajo concreto (konkrete Arbeit) como trabajo abstracto (abstrakte Arbeit) (Marx, 2007). A fin de cuentas, el trabajo abstracto adquiere primacía, toda vez que lo que resulta relevante no es tanto que cualidades específicas realicen la actividad productiva, sino que esta pueda computarse como idéntica a las demás a fin de calcular el valor de cambio de cada mercancía y ya no su utilidad específica (Ayala-Colqui, 2021; 2022c). Esto significa que se establece un ámbito de equiparabilidad general cuyo sentido de ser no es otro que el valor de cambio. Y, por lo mismo, dado que toda entidad que circula en lo social pertenece ahora a esta lógica, las relaciones entre los individuos se encuentran indefectiblemente mediadas por trabajo abstracto (Postone, 2006). Con ello el capital puede definirse como la “valorización del valor” (die Verwertung des Werts), esto es, como el movimiento que se autopone en movimiento con el objetivo de producir más valor expresándose en una productividad abstracta de valor de cambio sin límites. Y, por si fuera poco, la abstracción resulta dominante en un segundo sentido: la mercancía se considera, en las transacciones inmediatas, como abstraída del ámbito de producción (donde hay explotación y alienación en el trabajo abstracto), dado que aparece como algo exclusivo del intercambio entre supuestos agentes libres; asimismo, en la mercancía se ha abstraído a tal grado su utilidad, que solo vemos lo que “vale”. Por ello, lo que sucede es que los sujetos actúan como si sostuvieran relaciones no mediadas, cuando en realidad están estructuradas por el trabajo abstracto; y peor aún, viven como si fueran libres, cuando en realidad están delimitados por la abstracción de la mercancía. Esto último lo resume muy bien Sohn-Rethel (1978) cuando escribe que toda acción de la sociedad actual se encuentra implícitamente estructurada según la forma del capital:

La abstracción de tal acción no puede notarse cuando sucede, puesto que la conciencia de sus agentes está ocupada en sus asuntos y con la apariencia empírica de las cosas que pertenecen a su uso. Uno podría decir que la abstracción de su acción está más allá de la comprensión de los actores porque su propia conciencia se interpone en el camino. Si la abstracción captara sus mentes, su acción dejaría de ser un intercambio y la abstracción no surgiría. (p. 27)

En esta línea Slavoj Žižek (2003a) habla de un tercer sentido de ideología, a saber: una red elusiva y presupuesta que, partiendo de la facticidad de la producción económica, informa la totalidad de nuestras relaciones sociales (Barria-Asenjo et al., p. 2023). En la medida en que es un supuesto no explícito, el esloveno puede hacer una analogía con el inconsciente del psicoanálisis, de suerte que un abordaje psicoanalítico -politizándolo más allá de sus usos pasivos en el diván (una mercancía a vender, a fin de cuentas)- resulta plenamente factible: “la “abstracción real” es el inconsciente” (Žižek, 2003a, p. 43).

Ahora, la cualidad esencial que Marx (2008) reconoce en las relaciones capitalistas es la de un “desdoblamiento”. Es decir, que el “campo” social no se decide en una única esfera, sino que esta adquiere una capa adicional de complejidad que nos lleva de relaciones duales a relaciones ternarias, de diagramas de relaciones estáticas a diagramas dirigidos, de esquemas simples a superposiciones de varios de ellos. Intentemos explicar esto. Se suele interpretar la teoría del valor de Marx como una variación de la tesis de Ricardo, donde el trabajo (vivo) sería la fuente de todo valor. Sin embargo, Marx (2008) insiste, en El Capital y en sus trabajos preparatorios, que el trabajo es una actividad eminentemente social, que no consiste meramente en una “transformación de la naturaleza” gracias a un “metabolismo” sujeto-objeto. Por el contrario, el trabajo es social, porque está dirigido al otro. El trabajo invertido en la producción de una mercancía permanece potencial hasta que dicha mercancía es adquirida por alguien. Hay, pues, una relación con la materia y con los otros al mismo tiempo. En vez de la relación dual Sujeto-Objeto, apreciamos una relación original triádica: S-O-S’ (sujeto, objeto, sujeto’). Ésta es la relación que presenta Hegel (2010) en la dialéctica de señorío-servidumbre: el señor domina al siervo por medio del objeto, obteniendo así un acceso exclusivo al disfrute de éste. Una relación análoga, pero desde el lado del objeto, la reconocemos en la fórmula marxista de la relación económica precapitalista más simple: M-D-M’ (una mercancía M, por ejemplo, un par de zapatos, se vende, para obtener una cantidad de dinero D, con el fin de adquirir otra mercancía útil, M’, como unas piernas de pollo). En la primera fórmula el sujeto siempre se recobra (él es origen y fin de la relación). En la segunda, la cosa objetiva se conserva. La relación capitalista, sin embargo, opera la siguiente inversión: D-M-D’ (se posee una cantidad de excedente de dinero, que se llama capital, D, con la cual se produce una mercancía M, con miras a obtener una ganancia, más dinero, D’). El término medio es la mercancía, mientras que el dinero se convierte en principio y fin del movimiento. De manera análoga, podríamos decir que el triángulo subjetivo (S-O-S’) se invierte en la relación capitalista: O-S-O’. Es decir, lo que importa es la circulación de los objetos como mercancías, donde el sujeto se vuelve su mero mediador. Si nos detenemos un momento en estas fórmulas podemos reconocer una estructura análoga en la teoría de la comunicación. La teoría clásica nos dice que la comunicación estriba en la transmisión de un mensaje entre dos actores: A-M-A’ (actor uno, A; mensaje, M; segundo actor, A’). Idéntico modelo sigue la filosofía que hace del lenguaje un instrumento mediador entre dos sujetos conscientes: S-L-S’ (sujeto, lenguaje, otro sujeto). En el psicoanálisis lacaniano, sin embargo, se invierte esta relación y se coloca al lenguaje, entendido como significante, como el inicio y el fin del movimiento, haciendo del sujeto el término medio: S1-$-S2. Esta fórmula corresponde al aforismo lacaniano de que un sujeto ($) es lo que representa un significante (S1) para otro significante (S2). Hay, pues, cierto paralelismo entre la circulación de mercancías, que hace del sujeto la instancia mediadora, y la tesis de que el lenguaje produce al sujeto. Podemos resumir todo esto en el siguiente diagrama:

 

Insistimos, por todo lo dicho, con nuestra primera tesis: no existe una sola manera de realización histórica de la abstracción de la forma mercancía, esto es, del dominio del capital. Esas racionalidades, gubernamentalidades o “ideologías” que se suceden y coexisten en el tiempo -verbigracia, el liberalismo, el neoliberalismo- son tan solo distintos modos de expresar una sola y misma sustancia del capital.

Bajo estos supuestos nos resulta urgente hacer un análisis de las nuevas derechas. ¿Neoliberalismo, neofascismo, libertarismo? ¿Qué son exactamente? ¿Con qué singularidades realizan la abstracción de la forma mercancía?

Ya elucidamos los rasgos del neoliberalismo, de manera tal que podemos discutir ahora los elementos definitorios del (neo)fascismo. Partamos del fascismo como tal. Este es un objeto histórico preciso que emerge en el período de entreguerras. Poulantzas (1976) parte de la idea de que se trata de una “forma de Estado capitalista de excepción” (p. 6) que brota a partir de una crisis política concreta en el contexto imperialista del capital y de una situación particular de lucha de clases. A partir de la confrontación clasista, la burguesía, en medio de una crisis de su hegemonía, se coloca en un “proceso de politización declarada de la lucha de clases del lado del bloque en el poder” (Poulantzas, 1976, p. 72). Con ello despliega un régimen dictatorial a partir de una base de masas relativamente organizada. Aquí es donde, a decir de Benjamin (1989), el fascismo organiza la violencia en las masas de una manera “estética”:

El fascismo intenta organizar las masas recientemente proletarizadas sin tocar las condiciones de la propiedad que dichas masas urgen por suprimir. El fascismo ve su salvación en que las masas lleguen a expresarse (pero que ni por asomo hagan valer sus derechos). Las masas tienen derecho a exigir que se modifiquen las condiciones de la propiedad; el fascismo procura que se expresen precisamente en la conservación de dichas condiciones. En consecuencia, desemboca en un esteticismo de la vida política […]. Todos los esfuerzos por un esteticismo político culminan en un solo punto. Dicho punto es la guerra. La guerra, y sólo ella, hace posible dar una meta a movimientos de masas de gran escala, conservando a la vez las condiciones heredadas de la propiedad. Así es como se formula el estado de la cuestión desde la política (Benjamin, 1989, pp. 55-56)

Para llevar a cabo esto, el fascismo se vale de una “ideología” que enfatiza un culto al Estado y un nacionalismo exacerbado (Poulantzas, 1976).

Con esto se entiende que resultaría excesivamente inadecuado denominar “fascismo” sin más a los fenómenos contemporáneos. Porque, en primer lugar, no responden a la misma crisis. Su crisis no es de las guerras mundiales, sino el de la democracia burguesa o, si se quiere, la crisis de las medidas neoliberales. Si queremos ser más precisos, esta crisis surge de una doble derrota; primero, del comunismo. En 1989, con la caída del Muro de Berlín, se declaraba la democracia (neo)liberal como la única opción política. Segundo, de este mundo post-1989 que gozó de una época de hegemonía al carecer de adversarios que plantearan alternativas sociales, políticas o económicas a escala global. La crisis que ve surgir los nuevos fascismos asume la derrota de la izquierda y del centro liberal por igual. Pero, enfatizamos, esto no toca el núcleo de la estructura del capitalismo como acumulación originaria y explotación, es decir, como un mecanismo de dominación material-simbólico y, desde luego, ideológico o imaginario.

En segundo lugar, estos fascismos se plasman más que en políticas estatales, en militancias populares, muchas veces formalizadas en partidos políticos que participan de los comicios electorales. De ahí que Mudde (2007) plantee que, antes que una estadolatría típica del fascismo italiano o del nazismo alemán, el “neofascismo” acentúa un nativismo, esto es, una versión redoblada del nacionalismo que estriba en la idea que solo los nativos deben habitar las fronteras del Estado-nación. Esta es la razón por la cual los partidos de extrema derecha en Europa, por ejemplo, enarbolen consignas enconadas contra la migración. Es, finalmente, este nativismo el que toma cuerpo en un populismo autoritario que sirve como clivaje de aglutinación de las masas (Casals, 2003Antón-Mellón & Hernández-Carr, 2016).

Por ende, a diferencia del neoliberalismo, el neofascismo no plantea la competencia entre capitales humanos, sino la exclusión de los no nativos, asumiendo que solo los nacionales (blancos, por supuesto) deben convenir en el mercado, el cual antes que regular al gobierno, se encuentra regulado, autoritariamente, por un Estado fuerte.

El caso del libertarismo es asaz diferente. Partiendo del liberalismo, acentúa la noción de individuo y, más precisamente, articula un discurso de la libertad con base en la noción de la propiedad de sí mismo (“self-ownership”). Nozick (1988), quien considera que solo un Estado mínimo con la menor capacidad de coacción aseguraría el cumplimiento de las premisas libertarias de no coacción, llega a decir que los impuestos -y, prolongando, los derechos sociales o colectivos- son una forma de trabajo forzado que mutilan esa idealizada y abstracta libertad individual que patrocinan. Rothbard (1977) y Hoppe (2004; 2007) recalcan este individualismo negando toda importancia a prácticas colectivas e incluso a disidencias culturales, dando cabida, contradictoriamente, a una discriminación de otras libertades. Igualmente, esta afirmación del individuo es “abstracta” en tanto que no lo explica sino que lo supone acríticamente, es decir, no da razón de la individuación política, esto es, de los procesos educativos, socialización y formación (Bildung, diríamos en el lenguaje de filosofía política moderna). De todas maneras, también el libertarismo se origina como parte de la crisis o agotamiento del liberalismo clásico: “El nacimiento de la Nueva Derecha ocurre cuando los libertarios finalmente aceptaron el hecho de que habían sido engañados por los liberales, utilizados y engañados por otros radicales y vendidos por los conservadores” (Lehr & Rossetto, 1971, s.p.; traducción nuestra).

El elemento central aquí no es ni el nativismo ni la competencia, sino la noción de propiedad de sí mismo como base sobre la cual resulta inteligible la totalidad de los actos sociales. Al contrario del neoliberalismo y el neofascismo, el libertarismo propone un mercado fundado en contratos de derecho privado a partir de propiedades inalienables y singulares. No hay capital humano, sino propiedad humana. Desde estas premisas, se puede articular una práctica excluyente y violenta con todos aquellos que promuevan derechos sociales o colectivos y que incluso consideren al Estado como elemento fundamental para distribuir justicia y equidad:

De este modo, y en virtud de esa simbiosis, para promover su propia agenda, los partidarios de la “Alt-Right” no necesitan apelar directamente al racismo, la xenofobia, etcétera -lo que a fin de cuentas quedaría mal-, sino que pueden hacerlo de modo indirecto, apelando, por ejemplo, al derecho de propiedad y a la libertad contractual para justificar ciertas formas de discriminación y denunciar la “integración forzada”; a la libertad de expresión para ofender a ciertas personas o grupos; al derecho de familia para, en fin, denunciar programas educativos para sus hijos, etcétera. (Schwember Augier, 2019, p. 92)

Según todo lo dicho, nos preguntamos: ¿las nuevas derechas en América Latina son neoliberales, neofascistas o libertarias? Cuando Bolsonaro en Brasil aglomera grupos fundamentalistas religiosos (“evangélicos” y “pentecostales”), nacionalistas extremistas (“O Brasil acima de tudo”) y ultraconservadores (que abominan todo lo que llaman irreflexivamente “comunismo cultural”) (Kalil, 2020) solo hace una mera adición, aritmética, entre neofascistas y libertarios o, por el contrario, ¿es el índice de un nuevo fenómeno político irreductible a lo anterior? Recordemos que, antes que una alianza coyuntural, este complejo autoritario y violento parte de una política identitaria que conceptualiza al enemigo schmittiano como todo aquello que resulta disímil con él y que, por tanto, debe ser marginado, exterminado. ¿Cuál es, entonces, el fundamento de esta identidad: el sujeto del intercambio, el capital humano/empresario de sí o el propietario de sí? Cuando Milei en Argentina declara que todos los que se oponen a su visión del mundo son “liberticidas” (La Nación, 2020), de suerte que cualquier acto se justifica para defender esta quintaesencia ingrávida, ¿se trata solo de un profundo nativismo o de una mera cuestión de propiedades personales? Otro tanto podríamos decir de Kast en Chile, Aliaga en Perú, Hernández en Colombia, etc. ¿Cuál es aquí el sustento del “Don’t tread on me” que no es sino un “I will tread on you”?

Planteamos acá que la nueva extrema derecha en América Latina trae como figura política inédita lo que podemos llamar “liberfascismo” -concepto acuñado por Ayala-Colqui (2022a)-, a saber, una gubernamentalidad/ideología que no se reduce ni al (neo)fascismo ni al libertarismo, ni mucho menos a la muletilla teórica del neoliberalismo. En efecto, lo que lo diferencia, en el ámbito de la producción de subjetividades, es que trae una nueva figura: el defensor-de-sí (Ayala-Colqui, 2022a). Mientras en el neoliberalismo se es empresario de sí mismo a fin de competir en el mercado, mientras en el neofacismo se es nativista que excluye del mercado a los no nativos, y mientras en el libertarismo se es propietario de sí, lo que hace posible un mercado con base en derechos de propiedad, en el liberfascismo el punto de partida es una subjetividad amenazada por una alteridad radical formal (que puede ser concretizada de distinta manera), de suerte que configura a un defensor de sí, esto es, una persona que vehiculiza todos los medios para defenderse de todo aquello que ponga en riesgo su frágil identidad ontológica. Por lo mismo, si en el neoliberalismo el mercado gobierna al Estado para que haya competencia, si en el neofascismo el Estado controla autoritariamente la sociedad para que haya mercado entre los nativos, si en el libertarismo el mercado anula o minimiza al Estado por mor de la primacía del derecho individual de la propiedad de sí, en el liberfascismo la defensa de sí ocurre tanto a nivel de mercado como de Estado, es decir, ambos elementos se subordinan a este principio rector, de manera tal que la defensa de sí coincide, a fin de cuentas, con el mercado: se defiende, por tanto, en términos mercantilistas el sí mismo y se establece, en términos defensivos, el mercado. Finalmente, un componente episódico, pero no de menor importancia, del liberfascismo es su régimen gnoseológico: eliminar la verdad, para dar lugar a la posverdad y más precisamente al conspiracionismo (Ayala-Colqui, 2022a). La frágil masculinidad heterosexual se percibe amenazada de modo que surgen múltiples paranoias que dan lugar a los más inverosímiles ataques contra sus adversarios. No sorprende, por ello, que sean las redes sociales e Internet uno de sus principales nichos, toda vez que aquí la posverdad crece de manera espontánea y masiva.

El liberfascista es entonces una figura defensora-de-sí (se presenta como agredido), que abraza el mercantilismo (usualmente posiciones neoliberales, pero con controles estatales puntuales, como la instauración de aranceles), segregacionista (busca expulsar por todos los medios a aquellos que en la esfera política -liberales y comunistas-, social -indígenas, afrodescendientes-, sexual -LBGTT+-), conservador (se asume católico o evangélico y defensor de sus valores, lo que le hace hostil a la legalización de las drogas, al aborto, al matrimonio no heterosexual), conspiracionsta (asume que ha sido privado de la expresión de su verdad, la cual ahora deberá afirmarse en contra de todo consenso y todo “hecho”). Puesto que el liberfascista no se encuentra en una posición dominante, éste debe conquistar en la palestra política y, cuando no lo logra, recurre a medios violentos. Uno de los rasgos distintivos del liberfascismo consiste en su posición militarista. Entiéndase por ello no solamente la justificación de las dictaduras militares pasadas, la defensa de la figura del ejército o la idealización del soldado violento, sino una lógica general en la que el orden social deberá depender de una estructura castrense. Incluso si se respeta la diferencia entre la policía civil y la esfera militar, se aboga porque la primera adopte la lógica autoritaria de la segunda. El militarismo se comprende también como una autodefensa que desciende hasta la población y que la faculta para portar y usar armas, incentivando la creación de milicias populares. Esto hace que el liberfascista se encuentre con un pie en la estructura política de partidos y, al mismo tiempo, en el terreno de la guerra civil.

Este juego del liberfascista entre el sistema y su puesta en cuestión por medios violentos se hace eco en el modo en que éste se presenta, a saber, como una figura antiestablishment. Pero, como hemos insistido, no pretende cuestionar el sistema político y económico tout court, pues aprovecha el sistema de partidos para acceder al poder y defiende principios clave del libre mercado. Más bien representa un ejemplo más del divorcio entre capitalismo y democracia a escala global.

Schmitt (2009) hizo legible la teología política que estaba a la base del fascista. Comunistas y liberales amenazaban con destruir el antiguo orden instituido, aproximando al mundo a su apocalipsis. El soberano consiste en aquella figura capaz de invocar la excepción para postergar la autodestrucción moral de la humanidad. El liberfascista muestra ciertos rasgos de esta naturaleza: él se declara por encima de la esfera social pervertida por mujeres, extranjeros, homosexuales, para reivindicar valores que asume naturales, como la heterosexualidad, la familia, la identidad nacional, la sumisión femenina, las jerarquías sociales. Pero la coyuntura histórica en la que surge le permite mostrar una construcción imaginaria distinta, a saber, la del retorno. El militarismo no lo comprende como una medida de emergencia proporcional a la corrupción moral imperante, sino como un retorno. El mundo liberal, que se afirmaba como final de la historia al haber derrotado a sus dos enemigos: fascismo y comunismo, aparece ahora como una desviación que puede ser rectificada. El nuevo fascismo “rectifica” la desviación liberal, incluido su mundo de medios de comunicación y su “verdad”. El liberfascista se asume como una figura que opera fundamentalmente en el terreno moral; y es en él donde la ciencia (piénsese, por ejemplo, en la respuesta de Bolsonaro a la crisis del COVID) y los hechos políticos deberán validarse. Lejos de un reino de la posverdad, el liberfascista intenta afirmar su capacidad de producir verdad, lo que se vuelve visible en su flagrante uso de noticias falsas y de delirios conspiracionistas.

Nuestra segunda tesis es, pues, que las nuevas derechas en América Latina anuncian la emergencia del “liberfascismo”, una gubernamentalidad o ideología bélica y excluyente que efectúa una intersección entre el defensor de sí, el mercado como particularidad a ser defendida y un conspiracionismo galopante. Habría que añadir también que el liberfascismo responde a otra crisis: “la devastación del modelo neoliberal y la crítica creciente de movimientos interseccionales” (Ayala-Colqui 2022a, p. 187).

3. La fantasía liberfascista: ¿en qué sentido las nuevas derechas son un problema para el psicoanálisis?

Para asir las particularidades del liberfascismo no basta describir los rasgos que lo moldean como una gubernamentalidad propia. Debemos desbordar el terreno de las descripciones políticas para continuarlas por otros medios: delinear la mecánica en la que el inconsciente trabaja en la figura del liberfascista. Ya hemos adelantado un rasgo fundamental en su caracterización, que es la posición de “defensor-de-sí”. El psicoanálisis nos aporta un marco para caracterizar un actor político en cuanto sujeto. Por “sujeto” entendemos una figura que se coloca en el campo social a partir de relaciones de interpelación: quién habla, quién le habla, a quién le habla. Un antecedente en la lectura política del sujeto la tenemos en la filosofía hegeliana. Recordemos brevemente que el famoso capítulo de señorío-servidumbre de la Fenomenología del Espíritu está seguido por la descripción de tres figuras: el estoico, el escéptico y la conciencia desventurada. Se trata de tres figuras que buscan afirmar su libertad subjetiva en un mundo social que se les impone como desde fuera y que les excluye de toda incidencia en él. Recordemos brevemente que el estoico reconoce la hostilidad del mundo y se contrapone a él con severidad como inconmovible. Mientras más hosco el mundo, más se confirma en su fuerza individual. Sacrifica su deseo (Begehren) inmediato en el mundo, pero lo realiza, diferido, como resistencia. El escéptico, en cambio, se rebela contra el mundo; lo critica hasta sus fundamentos, quedando sólo él como esta fuerza negadora, sin que por ello logre modificarlo. La conciencia desventurada, finalmente, se sigue del fracaso de las figuras precedentes: a saber, que el estoico no puede permanentemente renunciar a su deseo, ni convertir su fracaso en triunfo; y que el escéptico no puede afirmar la potencia de su pensar como soberanía respecto al mundo, pues su actitud sustractiva no vence su impotencia. La conciencia desventurada es la subjetividad que vacila. Sabe que debe actuar en el mundo; pero, al mismo tiempo, no desea quedar absorbida por él y su lógica descarriada. Su certeza se funda en una incierta esperanza sin presente (Hoffnung ohne Gegenwart), pues el mundo le resulta tan arbitrario como azaroso; sus fuerzas, o débiles o cómplices (con el mal del mundo). Toda su esperanza reside en un más allá, cuadro de la reconciliación, que no puede nunca ser actual (wirklich), que no tiene lugar en este mundo (Hegel, 2010).

El psicoanálisis lacaniano lleva más lejos el análisis de la subjetividad social de la Fenomenología de Hegel retrocediendo en su propio esquema. Es decir, el psicoanálisis funda su comprensión de la subjetividad en la relación triádica que aparece en la dialéctica señorío-servidumbre, que en Hegel precede a las figuras mencionadas (estoicismo, escepticismo, conciencia desgraciada). La virtud de esta elección teórica consiste en conservar el momento de relación con el otro y en que hace posible su articulación en términos de interpelación. El liberfascista no asume una posición de poderío solamente sobre el mundo, sino también sobre sus enemigos, sus otros. El comunista se erige en su enemigo fundamental, mientras que el liberal se convierte en la figura que ha fallado, siendo demasiado blanda e incapaz de contener el espíritu corrosivo de aquel. El liberfascista convoca su propio retorno al poder de cara al fracaso del mundo y al agravio que ha sufrido en su “persona”. Agravio que significa, por un lado, privación del derecho de expresar su verdad (ya que en efecto el filtro liberal de lo políticamente correcto censura lo que él quiere decir); y, por el otro, su desplazamiento de las decisiones de gobierno y, por lo tanto, de su incidencia sobre el destino material del mundo. Su misión consiste entonces en recobrar el mundo, retornar al poder con los ropajes de una supuesta defensa de sí, constituyéndose como una milicia que viene a corregir violentamente el afeminamiento imperante. La violencia no constituye un medio para alcanzar algún fin último, como podría haberlo hecho cierto comunismo, ni el alto precio a pagar por la vida de la democracia, como clamaría el liberal. La violencia constituye el vehículo de un goce (jouissance), es decir, aquel disfrute más allá de toda justificación, placer o equilibrio, que motiva sus acciones. La violencia es la rectificación misma, la masculinidad que retorna tras el eclipse de las reivindicaciones feministas y afines al movimiento LGBTT+.

Decimos entonces que este territorio general donde el liberfascista coloca a sus enemigos y a sí mismo constituye su fantasía. Por “fantasía” debe entenderse no una mera alucinación, como algo que agregamos caprichosamente a la realidad para deformarla y que empañaría el mundo “como realmente es”. La fantasía es una estructura, tan simbólica como imaginaria, que da forma a nuestra realidad social entera (Lacan, 1999). Por este motivo, si queremos discutir la efectividad de la ideología liberfascista, debemos atender a sus fantasías, es decir, a su dimensión ideológica. Acudimos aquí a Žižek (2003a) para esclarecer que: “El nivel fundamental de la ideología […] no es el de una ilusión que enmascare el estado real de las cosas, sino el de la fantasía (inconsciente) que estructura nuestra propia realidad social” (p. 61). En los Escritos de Lacan está consignado el surgimiento de yo (moi) como un proceso simbólico-imaginario de anticipación llamado estadio del espejo. Lacan propone que la inmadurez del cuerpo del recién nacido es compensada por la figura que encuentra en el espejo de los otros. Su cuerpo parece unitario, completo y funcional; aunque su vivencia de éste, no. El yo es la imagen que efectúa un cierre, como decían los proponentes de la Gestalt: a partir de tres puntos “vemos” un triángulo porque trazamos las líneas virtuales que completan su forma. Solamente el ámbito simbólico del reconocimiento por el lenguaje supondría una relación no-especular, no basada en una imagen. Pero, como Lacan reconoce pronto, el orden social nunca está estructurado a tal punto que opere como los cuerpos de la mecánica. Su cualidad incompleta o inconsistente fuerza a la producción de una fantasía que haga vivible el mundo en cuanto sujeto. La fantasía, tal como la entendemos aquí, no es meramente imaginaria sino igualmente simbólica, es decir que opera no solamente en el juego de la constitución de la identidad de los grupos y las personas con ideas, figuras, eventos históricos, etc., sino también en las estructuras sociales fundadas en el lenguaje (acuerdos, contratos, leyes).

Las insuficiencias de lo inmediato (como el cuerpo) y las inconsistencias y ambigüedades del mundo social, convocan a la producción de una fantasía que haga posible un actor en el mundo. Es decir, ni el cuerpo biológico ni el cuerpo social bastan para dar lugar a un actor político. Éste debe definirse como una posición que le convoca a actuar de tal o cual manera y de comportarse así o asá con sus amigos y enemigos. Se trata de una explicación (inconsciente, tácita) que produce un actor junto con su historia, su misión y su visión. Pero si resulta posible, pese a todo, una crítica de la ideología, y no una descripción de subjetividades políticas, es porque siempre resulta posible reconocer un “real”, frente al cual las diferentes posiciones subjetivas representan distintos modos de lidiar con ello. Lo real puede entenderse de muchas maneras: como lo traumático, como las restricciones estructurales del lenguaje, como la inconsistencia inherente de toda producción social, etc. Pero en sentido político puede considerarse como un problema irresoluble, como una condición que nos plantea preguntas, exigencias, decisiones que no pueden derivarse de ningún conocimiento ya constituido. En ese sentido, lo real no puede ser simbolizado; y ello no porque rebase el ámbito del lenguaje o la comprensión. Es más bien que no puede parar de ser simbolizado. Es, digámoslo, la fuente que convoca la urgencia por simbolizar, sin por ello agotarse. No está simbolizado, pero es siempre simbolizable. Por ello, lo real es eminentemente social y expone a las diferentes resoluciones subjetivas entre sí en un espacio común. Este espacio común queda entonces abierto como lugar de lucha por la hegemonía, la alianza temporal o la indiferencia. La posición de ignorancia (o inconsciente) de la constitución subjetiva consiste en no reconocer ese núcleo imposible o real que le precede de hecho y de derecho, ese problema irresoluble que le hace desear y en el cuál él debe inscribirse frente a otros deseos. Salimos así del lugar común en el cual se comprende la subjetivación como individuación, como el surgimiento de un sujeto que no vería en los otros sino meras imágenes especulares de su delirio. Si es verdad que un sujeto delira su mundo en buena medida respondiendo al Otro, aquella figura que le interpela, le manda y le llama a actuar, siempre está expuesto a lo real del deseo de los otros. El capitalismo constituye ese campo social en el cual se distribuyen los lugares sociales, la relación con las cosas, las tareas, los apegos y las aversiones. Él constituye el ámbito que plantea el problema social contemporáneo y cuyas variaciones (existen múltiples racionalidades del capital, las cuales coexisten y se superponen históricamente), así como las posiciones frente a él (sus adherentes, sus reformistas, sus adversarios), forman parte de sus simbolizaciones o respuestas.

Es trivialmente cierto que el modo en que están estructurados nuestro deseo, nuestro pensamiento, nuestro cuerpo nos hace desear y actuar de cierto modo. Pero esta idea coloca al sujeto en una posición de pasividad absoluta, como si fuese solamente movido desde fuera. Pero si aquello que lo mueve es inconsistente, si no le despeja sus dudas, entonces él debe hacer intervenir constantemente su juicio. La fantasía no es una mera estructura que, instituida en algún momento primitivo, se convertiría en el designo final del sujeto. La fantasía es un trabajo, trabajo del inconsciente. Su tarea no consiste tanto en lograr una meta (goal), sino en asegurar un trayecto (aim) que logre mantener el deseo vivo. Los actos no se siguen mecánicamente de una estructura. Por el contrario, están encaminados a resolver las ambigüedades de dicha estructura en una dirección determinada. El liberfascista no actúa obedeciendo a su fantasía. Por el contrario, la fantasía es la producción que obedece a las ambigüedades del mundo social y sus “grados de libertad”. Por ello es que decimos que la violencia en el liberfascista no constituye un medio para obtener el poder, sino en la realización misma de su fantasía subjetiva. A este respecto, solo el psicoanálisis nos permite esclarecer el problema de las nuevas derechas no como mero asunto político, sino como una cuestión de lo que pone nuestro inconsciente.

4. Conclusión

En este trabajo buscamos caracterizar la figura del liberfascista, que consiste en un modo de subjetivación política que responde a la crisis de una modalidad del capitalismo, a saber: el neoliberalismo (como discurso general sobre la libertad, como teoría económica sobre el valor, como política pública que privilegió la privatización de los servicios públicos). Es innegable que existe un retorno de posiciones afines al fascismo en todo el mundo. Pero, como en todo hecho social, nada sucede de manera idéntica. El fascismo contemporáneo muestra alianzas inéditas con otros discursos. Aquí aportamos elementos para caracterizar un tipo de fascismo prevalente en América Latina y que llamamos liberfascismo. Obviamente emparentado con otros fascismos, todos ellos surgidos de la crisis del modelo neoliberal, con la alt-right o el libertarismo, posee elementos singulares que lo distinguen. En términos generales, éste consiste en una gubernamentalidad bélicamente orientada, excluyente (se dirige contra mujeres, homosexuales, extranjeros) y que cristaliza en la figura de “el defensor de sí”, aceptando el mercado como particularidad que debe ser defendida y valiéndose constantemente de noticias falsas y teorías de la conspiración. Consideramos que esta caracterización no estaría completa si se la plantease exclusivamente en términos sociopolíticos. En cuanto posición subjetiva, resulta necesario explorar la figura del liberfascista en términos tanto filosóficos como psicoanalíticos. Aportamos algunos elementos para la comprensión de la subjetividad como actitud frente al mundo y a los otros. Ponemos énfasis especial en la dimensión inconsciente de la subjetividad y el modo en que ésta constituye su realidad ideológica. A esta última la identificamos con el nombre de fantasía. El liberfascista produce inconscientemente la fantasía ideológica en la cual él puede aparecer como el salvador de un mundo debilitado (afeminado). En este escenario, la violencia deja de constituir un medio (no puede inscribirse ya en una relación medios-fines) y pasa a convertirse en el vehículo de goce. Toda su acción estará encaminada a sostener su fantasía y su triunfo en la forma de la violencia.

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