En los últimos tiempos, las extremas derechas no solo han entrado a los parlamentos de casi todos los países europeos, sino también a los gobiernos de varios de ellos. Al mismo tiempo, los llamados «cordones democráticos» para aislar a los ultras se han debilitado, o directamente roto, mientras que estos se normalizaban y «desdemonizaban«. Incluso la extrema derecha planea su batalla para ganar espacio en el ámbito de la Unión Europea. Para analizar este fenómeno, entrevistamos a Steven Forti (Trento, Italia, 1981), profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona. Forti es autor de Extrema derecha 2.0. Qué es y cómo combatirla (Siglo XXI, Madrid, 2021) y coautor de Patriotas indignados. Sobre la nueva ultraderecha en la Posguerra Fría. Neofascismo, posfascismo y nazbols (Alianza, Madrid, 2019). Actualmente, es coordinador local del proyecto europeo Análisis y Respuesta a Discursos Extremistas (Analysis of and Response to Extremist Narratives, ARENAS).
Hace unos meses las extremas derechas parecían estar empantanadas y hoy vemos un cierto reimpulso (Finlandia, Alemania, además de Italia o Francia), ¿es así? En ese caso, ¿a qué lo atribuye?
En realidad, las extremas derechas siguen a grandes rasgos donde estaban hace ya un lustro. Me explico: a veces avanzan, a veces retroceden. Hay razones coyunturales o de política nacional. Algunas veces, pagan por los errores propios; otras, se benefician de los errores ajenos. Ahora están en un momento de avance generalizado. Lo que debemos tener claro es que son y seguirán siendo, por lo menos durante un tiempo, un actor político importante en prácticamente todos los países occidentales. El caso del Partido de la Libertad de Austria (FPÖ) me parece paradigmático para entender este asunto. Después de llegar al gobierno en el año 2000, sufrió un derrumbe electoral: se dijo que lo del FPÖ había sido un fogonazo, sin más. En cambio, al cabo de unos años volvió a crecer y entró nuevamente en el Poder Ejecutivo en 2017. Dos años después cayó el gobierno por el llamado Ibizagate y el FPÖ perdió la mitad de los votos. Y se dijo lo mismo. Sin embargo, ahora otra vez lidera las encuestas y podría ganar las próximas elecciones generales.
Yendo más allá del caso austriaco, recuerdo la naïveté de ciertos análisis que se hicieron allá por 2020, cuando estábamos inmersos en la crisis de la pandemia. Se leía con frecuencia que las extremas derechas estaban en declive porque la gente había entendido el valor y la importancia de la gestión política. Se nos decía, en síntesis, que la ola nacional-populista había terminado y que todo habría vuelto, más o menos, a los tranquilos cauces de antaño. Nada más lejos de la realidad. Y lo estamos viendo este último año porque, en primer lugar, las causas que explican el auge de estas formaciones políticas siguen ahí: el aumento de las desigualdades, la ruptura del ascensor social, la llamada «reacción cultural» a los cambios vividos por nuestras sociedades, los altísimos niveles de desconfianza de los ciudadanos en las instituciones, la crisis de los partidos tradicionales, la sensación de preocupación o incluso miedo frente a las transformaciones que estamos viviendo, el impacto de las nuevas tecnologías… Y, en segundo lugar, porque la guerra en Ucrania, con todas sus consecuencias –aumento de la inflación, crisis energética, fortalecimiento de discursos militaristas, etc.–, ha comportado un clima favorable a la extrema derecha. Cuando hay miedo, la extrema derecha gana consensos porque su discurso se basa justamente en el miedo.
Los cordones democráticos ya parecen cosas del pasado e incluso vemos más alianzas entre las derechas conservadoras y las extremas derechas (Italia, Finlandia, España…) ¿Cómo analiza estas dinámicas hoy en Europa?
Esta es, de hecho, la tercera razón que explica el avance de las extremas derechas. Si nos fijamos, excepto en Hungría y Polonia, la extrema derecha ha entrado en diferentes gobiernos europeos siempre de la mano de la derecha mainstream. En resumidas cuentas, por un lado, las extremas derechas son conscientes de que no pueden llegar al poder por sí solas y deben llegar a pactos con la derecha tradicional. Y por el otro, esta última ha aceptado que, si quiere gobernar, en la mayoría de los casos debe aliarse con estas fuerzas. Por esto, las está normalizando y legitimando aún más de lo que ya lo estaban. Hoy en día los cordones democráticos siguen funcionando solo en Alemania y, con excepciones cada vez mayores, en Francia y Bélgica. Además, en Alemania, el líder de la Unión Demócrata Cristiana (CDU, por sus siglas en alemán), Friedrich Merz, ha causado revuelo al abrir la posibilidad de colaboración con Alternativa para Alemania (AfD) en el ámbito local. Tras recibir numerosas críticas, se ha corregido, pero ahí queda.
En resumidas cuentas, sí, comparto que lamentablemente los cordones democráticos son cosas del pasado. Quien abrió la veda, no lo olvidemos, fue Silvio Berlusconi, que en 1994 llevó al gobierno a los neofascistas del Movimiento Social Italiano (MSI) y a los etnorregionalistas de la Liga Norte. El resultado es evidente: sirva la historia del país transalpino como advertencia.
Hay un último elemento que es importante tener en cuenta en esta cuestión: el nivel europeo. A partir del verano de 2022, se ha puesto en marcha una operación ideada por Giorgia Meloni y Manfred Weber para una alianza entre el Partido Popular Europeo (PPE), del cual Weber es presidente, y los Conservadores y Reformistas Europeos (ECR). Este partido a escala europea, presidido por Meloni, reúne, entre otros, a Hermanos de Italia, los polacos de Ley y Justicia (PiS, por sus siglas en polaco), Vox de España, Demócratas de Suecia y el Partido de los Finlandeses. Todas formaciones, excepto el PiS, que han sellado acuerdos con la derecha mainstream en sus respectivos países en diferentes niveles de gobierno. Esta operación quiere cambiar los equilibrios de la UE de cara a las próximas elecciones europeas de junio de 2024 forjando una alianza entre PPE y ECR que sustituya a la gran coalición entre populares, socialistas y liberales que han gobernado la Unión hasta ahora. La derrota de la derecha en España en las recientes elecciones del 23 de julio ha significado un revés para esta operación. Si el PP hubiese ganado las elecciones, Vox se habría asegurado la entrada al Poder Ejecutivo.
El gobierno de Meloni ya da algunas pistas de lo que las derechas radicales pueden y no pueden hacer, ¿qué balance podemos hacer de su gobierno?
En los últimos meses se ha dicho que Meloni se ha moderado tras llegar al gobierno en Roma. Me parece un análisis superficial y equivocado, que no capta las transformaciones de fondo. Meloni no se ha moderado. Sencillamente, es pragmática. Ha entendido que hay dos líneas rojas que no puede superar si quiere garantizar su supervivencia política: el atlantismo y lo que podríamos llamar el eurorrealismo, es decir, una especie de europeísmo de fachada. Consecuentemente, su posición sobre la guerra en Ucrania ha sido clara: apoyo a la OTAN [Organización del Tratado del Atlántico Norte] y envío de armas a Kiev. Esto le garantiza ser vista como una aliada fiable desde Washington. Y con Bruselas ha entendido que necesita una relación mínimamente cordial: el tiempo de pedir la salida de Italia del euro y de la UE ha pasado a mejor vida. El Brexit ha sido una vacuna para todos. También porque, no lo olvidemos, Italia es la tercera economía de la UE, pero tras Grecia, es el país con la deuda pública más elevada del continente y el mayor beneficiario de los fondos europeos NextGenerationEU. Hace falta una relación cordial con Bruselas.
Esto, obviamente, no significa que Meloni esté a favor de una mayor integración política del continente. Al contrario, pide que se devuelvan competencias a los Estados nacionales. Sabe que los exabruptos son contraproducentes porque se trata de una batalla que se juega a largo plazo. Lo que le interesa es tocar poder en Bruselas: de ahí la operación urdida con Weber. Ahora bien, más allá de este pragmatismo, en todo lo demás Meloni sigue diciendo y haciendo lo mismo que antes. La única diferencia es que quizás utiliza un tono más institucional por el cargo que ocupa. En estos primeros 11 meses, la mayoría de ultraderecha que gobierna en Roma ha llevado adelante políticas identitarias, de recortes de derechos y de ocupación manu militari de las instituciones y de la televisión pública que recuerdan el modelo polaco y húngaro, sin contar el proyecto de una reforma semipresidencialista que reforzaría el Poder Ejecutivo.
Meloni está mostrando también cierta audacia política, por ejemplo en el tema migratorio, yendo a África con un discurso casi anticolonial, diciendo que la migración se frena apoyando a ese continente… ¿Qué nos puede decir de esta estrategia y los argumentos que moviliza, que van más allá del simple discurso xenófobo?
Además de pragmática, no cabe duda de que Meloni es una política inteligente que sabe arreglárselas. Ha entendido que no puede resolver la llegada de migrantes solo con el bloqueo naval o el cierre de las fronteras. Así, va moldeando su discurso según el momento: a veces, carga las tintas para el gozo de su electorado más radical, a veces intenta presentarse como razonable y moderada. Además, puede vender este discurso como la versión práctica del lema «Ayudémosles [a los migrantes] en su casa». El objetivo es doble. Por un lado, ser más aceptable entre el electorado italiano que la ha votado a regañadientes o que aún no la ha votado, pero que podría apreciar una postura más institucional al respecto. Por el otro, encontrar puntos de contacto con las instituciones europeas. El viaje a Túnez junto a la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, para llegar a un acuerdo con el gobierno del país para frenar la salida de migrantes es ejemplar en este sentido. Si la UE acepta que un gobierno socialdemócrata como el de Dinamarca mantenga una política migratoria comparable a la de los partidos de extrema derecha, ¿por qué debería condenar lo que está haciendo Meloni? Por último, la líder de Hermanos de Italia intenta sellar acuerdos bilaterales con diferentes países africanos y crearse así una agenda propia para tener más influencia en la región.
Volviendo a los espacios de acción, los gobiernos de las extremas derechas corren el riesgo de mostrar cierta impotencia para hacer cambios maximalistas, lo mismo que también le pasó a Syriza en Grecia o Podemos en Italia… ¿Qué márgenes tienen estas derechas considerando, por ejemplo, que las sociedades de Europa occidental no son las de Hungría, un país pequeño y sin casi tradición democrática que aparece hoy como un modelo nacional-conservador e «iliberal» exitoso?
Aunque cada vez le cueste más, la UE ha funcionado como una especie de protección frente a posibles derivas iliberales o, al menos, las ha frenado parcialmente. La superación de la regla de la unanimidad en la toma de decisiones del Consejo Europeo ha sido un avance importante porque elimina el poder de veto que tenía un gobierno, algo que Hungría utilizó a menudo. También ha sido importante la decisión europea de vincular los fondos estructurales o las ayudas del plan pospandémico al respeto del Estado de derecho, lo que ha permitido bloquear, aunque sea parcialmente, el desembolso de estos fondos a los gobiernos de Budapest y Varsovia. Ahora bien, por un lado, cada vez hay más incendios y va a ser difícil enviar bomberos a todos lados. Por otro, la extrema derecha pesa cada vez más en las instituciones en todos los niveles y puede, o al menos este es su intento, tocar poder en Bruselas. Si esto pasa, ese poder disuasorio de la UE se debilita muchísimo o, directamente, desaparece. Dicho lo cual, en el marco actual, las extremas derechas pueden hacer muchas cosas sin superar esas líneas rojas o haciéndolo poco a poco, paulatinamente, de forma difusa, para no provocar demasiadas reacciones.
¿Alguien ha levantado la voz en sede europea por la política de hostigamiento de Meloni a las ONG que salvan vidas de migrantes en el Mediterráneo? Más allá de protestas y quejas, ¿alguien ha intervenido para devolver a las mujeres polacas el derecho a abortar sin tantas restricciones? ¿Alguien ha movido un dedo tras conocer que los nuevos gobiernos autonómicos del PP y Vox en España han suprimido la Concejalía de Igualdad, o que en algunos ayuntamientos gobernados por los mismos partidos se han cancelado obras de teatro como el Orlando de Virginia Woolf o películas como Lightyear porque hay dos mujeres besándose? Nos parecen pequeñas cosas, pero no lo son. Son guerras culturales que, sin embargo, conllevan cambios reales y tangibles. Por esto se centran esencialmente en las políticas identitarias y securitarias que poco a poco cambian el imaginario de la gente. Una vez conseguido esto, que al fin y al cabo significa conquistar la hegemonía cultural, pueden pasar al otro nivel y poner en entredicho la separación de poderes. Véase Hungría, pero también Polonia, donde la magistratura está prácticamente controlada por el Poder Ejecutivo. O, fuera de la UE, mírese lo que está pasando en Israel con la reforma de la justicia de Benjamin Netanyahu.
¿Cómo explica el resultado de la derecha y la extrema derecha en las elecciones españolas del 23 de julio?
Todas las encuestas auguraban una victoria por goleada de las derechas, la mainstream radicalizada del PP y la extrema de Vox. Los populares han crecido, recuperando todos los votos perdidos en la última década en favor de Ciudadanos, pero no han cumplido con las expectativas que se habían creado. Aunque el PP es el primer partido, no tiene ninguna posibilidad de formar gobierno. Por otro lado, Vox ha sufrido una derrota importante. Ha perdido 600.000 votos y 19 diputados y es irrelevante en el nuevo Parlamento. Sin embargo, iría con cuidado en afirmar que estamos viendo el principio del fin de Vox porque, de todas formas, ha conseguido más de tres millones de votos, consolidando en buena medida su electorado. Dependerá de lo que pase ahora, de lo que haga el partido liderado por Santiago Abascal y de lo que hagan los populares, para entender si Vox es un partido con futuro o ha sido un fuego fatuo en la política española.
Ahora bien, las derechas españolas no han tenido un mal resultado. Han ganado unos 700.000 votos más respecto de 2019: su electorado, tanto el del PP como el de Vox, estaba hipermovilizado tras la victoria en las elecciones autonómicas y municipales del mes de mayo, en las que arrasaron. Esto nos confirma algo que habíamos visto ya en Estados Unidos y en Brasil: solo se derrota a la extrema derecha si el electorado de izquierda y progresista se moviliza y va en masa a votar. Donald Trump consiguió 11 millones de votos más en 2020 que en 2016 y Jair Bolsonaro, medio millón más en 2022 que en 2018. No perdieron, en síntesis, porque sus electores acabaran decepcionados por su gestión política o se dieran en cuenta de que eran unos impresentables, sino porque hubo 15 y 13 millones más de personas que fueron a votar por Joe Biden y [Luiz Inácio] Lula da Silva, respectivamente. Esto mismo, salvando las distancias, ha pasado en España. No se ha evitado un gobierno PP-Vox porque las derechas hayan retrocedido electoralente, sino porque los electores de izquierda se han movilizado para frenar la ola reaccionaria.