La huella de Francisco

El papa Francisco: ¿un gatopardista al revés?

En diez años, Francisco ha conseguido realizar transformaciones profundas en la Iglesia Católica y ha concitado la atención de movimientos progresistas a lo largo del mundo. Paradójicamente, para lograr su cometido se ha asentado más sobre la idea de continuidad que sobre la de cambio.

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Hace diez años, cuando Jorge Bergoglio fue elegido papa, la Iglesia católica atravesaba una de sus crisis más agudas. A las sospechas de corrupción en el Istituto per le Opere di Religione –conocido como el Banco Vaticano– se sumaban los constantes casos de abuso sexual en diócesis de diferentes partes del mundo. Los escándalos llegaron a tal punto que diversas apuestas artísticas y humorísticas, como la del comediante estadounidense Louis C.K., hicieron eje en los escándalos en los que estaba sumida la Iglesia. Por otro lado, sobre el final del papado de Benedicto XVI, las filtraciones de documentos privados a la prensa –los famosos Vatileaks– profundizaron la crisis y sembraron serias dudas sobre la capacidad de Ratzinger y la de un posible sucesor para ejercer la autoridad en Roma.

La barca de Pedro parecía más a la deriva que nunca. Como señaló el filósofo Giorgio Agamben, después de la renuncia de Benedicto XVI, la Iglesia, signada por la hipocresía y la corrupción, se asemejaba cada día más a aquella que, según afirmaban los propios pensadores cristianos en los primeros siglos de la cristiandad, antecedería a la venida del Anticristo. Más allá de las diferencias, desde un punto de vista histórico, la profundidad de la crisis de la Iglesia iniciada en los años finales del papado de Juan Pablo II y ahondada durante el de Benedicto XVI recuerda la que vivió el Vaticano en las últimas décadas del siglo XIX, en el marco del fin de los Estados Pontificios y la muerte del papa Pío IX. De hecho, cuando León XIII llegó a la silla de Pedro en 1878, muchos estaban convencidos del inminente ocaso del Papado como institución, vista a lo sumo como una figura decorativa o directamente como una pieza de museo.

En 2013 no eran pocos quienes consideraban que el papa argentino podría hacer poco y nada con la situación que atravesaba el Vaticano. Peor aún, dada su avanzada edad –tenía 76 años en ese momento– muchos directamente lo vieron como un papa de transición y se apresuraron a hacer cálculos pensando en el futuro cónclave.

Una década más tarde, y contra todos los pronósticos iniciales, Francisco no solo se ha mantenido en la silla de Pedro, sino que ha logrado dar pasos relevantes para atenuar la crisis institucional y, lo más importante, relanzar el catolicismo como una voz de cierto peso en la búsqueda de salidas a los crecientes desafíos sociales, políticos y económicos del mundo contemporáneo. En estos años, Francisco pidió perdón en Canadá por el rol de la Iglesia en el proyecto colonialista de ese Estado norteamericano, profundizó la política de «tolerancia cero» a la pederastia iniciada por Benedicto XVI, habló en el Congreso de Estados Unidos sobre la desigualdad social, visitó Japón para pedir a los jóvenes que no abandonen sus utopías y, entre otras muchas intervenciones, abogó en Bolivia y Paraguay por una economía social y popular que traspase las fronteras impuestas por el capitalismo actual.

Más recientemente, y a pesar de sus problemas de movilidad, visitó África y volvió a denunciar no solo el viejo colonialismo, sino también la globalización de nuestros días, que ha definido como una globalización de la indiferencia y la exclusión. No sorprende, por tanto, que a lo largo de estos años numerosos movimientos sociales y políticos de izquierda y centroizquierda (en un momento de crisis de sus propias tradiciones ideológicas) se hayan hecho eco de sus declaraciones, preocupados por las consecuencias del auge neoliberal y la crisis social y ambiental. De igual manera, tanto en interior del cristianismo protestante como entre musulmanes y judíos, Francisco se ha convertido en un interlocutor cuya palabra es respetada y valorada. Esto ha sucedido también entre los ortodoxos del este europeo, aunque en este caso la guerra en Ucrania ha complicado los acercamientos entre Roma y el Patriarcado de Moscú y ha puesto en suspenso la política de confluencia.

Mirar el vaso medio lleno no supone desconocer la fragilidad de muchos de los procesos puestos en marcha por Francisco ni pasar por alto las tensiones y rispideces que generan sus posturas puertas adentro de la Iglesia. Aunque pueda parecer evidente, no está de más recordar que si bien la Iglesia católica es una institución religiosa centralizada y con un líder dotado de amplias prerrogativas, no deja de contener, en su interior, grupos y tendencias muy heterogéneas. De hecho, las visiones teológicas, políticas y filosóficas pueden ser, en su seno, muy diferentes entre sí. A veces esas visiones son incluso opuestas, y se enfrentan por la definición de eso que, muchas veces ingenuamente, llamamos «el catolicismo» o «la Iglesia».

Por eso, en virtud de esta realidad sociológica y considerando el punto de partida por demás crítico, los logros de Francisco resultan sorprendentes. Durante sus diez años de papado no solo ha conseguido más de lo esperado, sino, probablemente, más de lo que, al menos en el plano social, anhelaban las tendencias reformistas dentro de la Iglesia al momento de su llegada al poder.

En este sentido, como León XIII un siglo y medio antes, en apenas diez años Francisco ha sentado las bases de un proyecto pastoral y político renovado, orientado a dar respuestas teológicas y políticas a algunos de los enormes desafíos sociales del mundo contemporáneo y, muy especialmente, a los del otrora llamado Tercer Mundo.

Una de las claves de su éxito reside en el modo en que Francisco apostó por ejercer su gobierno e introducir los cambios. A diferencia de lo que suele señalarse, el modelo de cambio implementado por Bergoglio no fue el del Concilio Vaticano II, montado sobre la idea de reforma y aggiornamento en clave rupturista, sino más bien el de León XIII un siglo antes, basado en la idea de continuidad y actualización. En sus discursos, como ha subrayado la teóloga Emilce Cuda, Francisco se acerca a la idea de continuidad mucho más que a la de reforma. Las palabras importan y Francisco lo sabe. De esta manera, no solo ha evitado apelar a un concepto como el de reforma, demasiado cargado en el mundo católico tras los conflictos que jalonaron la vida de la Iglesia en las décadas de 1960, 1970 y 1980, sino que, además, con esa decisión ha entorpecido la coordinación y la confluencia de los sectores conservadores y tradicionalistas dentro de la Iglesia, privándolos de un significante capaz de aglutinarlos. Se trata de una postura y una estrategia en la que, por otro lado, es posible reconocer las marcas de su formación jesuita, como subrayan algunos de sus biógrafos.

En dirección contraria, el impacto de Francisco sobre muchos de los movimientos populares latinoamericanos y sobre diversos sectores de centroizquierda de Europa y Estados Unidos se explica por su talante opuesto. La conmoción que ha provocado en estos sectores ha sido consecuencia de la contundencia y la claridad de las críticas que Francisco ha realizado sobre los crecientes niveles de desigualdad social y económica, así como sobre los rasgos neocoloniales de muchas de las dimensiones de la globalización contemporánea.

En 2014, en una entrevista televisiva explicó que la «globalización mal entendida era como una esfera» en la que «se anulaban las particularidades». Una «globalización cristiana», en sentido contrario, debía ser como un poliedro en el que cada uno, «manteniendo su identidad», pudiera enriquecerse al mismo tiempo en la interacción con lo diferente. Una globalización como «diálogo» entre pueblos que, en tanto tales, no renuncien a sus «raíces». Esa es, según Francisco, la única forma de lograr un intercambio real que no «destruya» a los interlocutores débiles ni aniquile «sus culturas» . Asimismo, su preocupación por restituir la potencia utópica  de la política resulta particularmente seductora para muchos sectores de las izquierdas globales que todavía luchan por digerir las derrotas ideológicas del siglo XX. En 2019, durante su viaje a Japón, se refirió ampliamente al tema y pidió acercarse al futuro en su «variedad y diversidad» de posibilidades. En esa oportunidad pidió también a la juventud «mirar grandes horizontes» y aseguró que, sin «sueños» y sin memoria, están destinados a convertirse en «zombis».

En sentido contrario, claro está, la apuesta de Francisco no deja de preocupar a quienes quisieran mantener el futuro encerrado en el presente continuo y tildan al papa de izquierdista, comunista, populista o, sobre todo en su tierra natal, de peronista. Como todo pensamiento vivo que toca fibras sensibles y algunas de las teclas del poder real, el de Francisco genera amores y odios .

Recordando la célebre novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, El gatopardo, en la ciencia política y la historia solemos denominar gatopardistas a los dirigentes políticos que anuncian grandes transformaciones de índole más o menos revolucionaria pero que, en los hechos, no hacen más que llevar a cabo cambios cosméticos o superficiales con el objetivo opuesto: lograr que nada cambie en realidad. «Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie», le dice Tancredi, uno de los personajes de la novela, a su tío Fabrizio. Francisco parece haber seguido un camino inverso. Lejos de anunciar una gran revolución, parece empeñado en subrayar las continuidades con los papados anteriores, incluido el de Benedicto XVI y el de Juan Pablo II, mientras, en los hechos, día a día, alienta cambios de hondo calado que están modificando sustancialmente la vida de la Iglesia. Entre ellos se cuentan tanto cambios institucionales como la reforma de la curia, la modificación del estatuto del Opus Dei -percibido como una degradación- o el intento de saneamiento del Banco Vaticano, así como el aliento a nuevas sensibilidades teológicas y pastorales.

A Francisco, como a todo buen jesuita, le importa no solo la norma sino también el contexto y la situación. Por eso, si bien mantiene posturas tradicionales en términos de género y sexualidad, al mismo tiempo no tiene inconveniente en apoyar a la pastoral para mujeres trans de la monja Mónica Astorga Cremona en Argentina o en pedir a los cristianos que no excluyan a los homosexuales de sus respectivas comunidades religiosas.

En este sentido, su papado podría definirse invirtiendo la frase de Tancredi: «Si queremos que todo cambie, necesitamos que todo siga igual». Siguiendo esta lógica, Francisco ha logrado avanzar más de lo esperado. Las tensiones internas, claro está, no han dejado de crecer, y los sectores conservadores muestran los dientes, pero, al menos por ahora, el reconocimiento internacional alcanzado fundamentalmente a través de sus viajes y de sus dos principales encíclicas, Laudato Si´-centrada en la cuestión ecológica y el cuidado de la casa común- y Fratelli tutti –en la que se desarrolla el concepto de fraternidad como ordenador de la vida social y política-, le han ayudado a contener las fuerzas centrífugas y a mantenerse en el centro del ring.

Aunque todavía es muy pronto para evaluar la profundidad y la pervivencia de las reformas en marcha, está claro que Francisco acertó políticamente cuando apostó por mirar más a León XIII que a Juan XXIII. Queda claro también que, en estos diez años, sus propuestas han fijado nuevos umbrales políticos y teológicos en el catolicismo social que no será sencillo desandar en el futuro, al margen de quién lo suceda.

Mirando al pasado, resulta cierto que, después de León XIII (cuyo papado se extendió entre 1878 y 1903 y estuvo signado por las ideas de continuidad y actualización, en la línea que Francisco profesa), Pío X dio un giro y accionó el freno de mano sobre muchas de las iniciativas de su antecesor. Pio X no solo condenó el modernismo teológico, sino que creó una organización para perseguir dentro de la Iglesia a quienes profesaban esas ideas. Pero es igual de cierto que su papado ya no pudo dejar huella y fue apenas una pausa, un interregno opaco, en el desarrollo de la Iglesia moderna refundada por León XIII y destinada a prosperar a lo largo del siglo XX. El futuro dirá qué tan profunda es la huella que deja Francisco y qué tanto podrán andar en ella sus seguidores dentro y fuera de la Iglesia.

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