Gracias por el sacrificio», afirmó en su mensaje navideño el ministro de Economía argentino Luis Caputo en muestra de aprecio por el apoyo de la sociedad a las medidas del «plan motosierra» de Javier Milei. Tanto las primeras medidas anunciadas por dicho funcionario con un shock devaluatorio sin políticas de ingresos para amortiguarlo, como el paquete normativo desregulador del DNU 70/2023 y la denominada «ley ómnibus» hechos a medida por los estudios jurídicos del capital concentrado, se orientan a producir tanto una transformación de la estructura económica-social, como una fenomenal redistribución regresiva del ingreso.
Según la mirada del nuevo gobierno de Argentina, estas medidas que licúan los salarios y el ingreso se implementan en función de evitar una crisis de una mayor magnitud. El presidente incluso sugirió que en el caso de no aprobarse en el congreso su ambicioso programa de reformas de carácter refundacionista llegará una posible «catástrofe social de proporciones bíblicas».
Sin perder tiempo, esas medidas de shock ya contaban con una percepción social de inevitabilidad o al menos de resignación en gran parte de la sociedad, que entendía que «gane quien gane» las elecciones había que hacer un gran ajuste y pagar las consecuencias. Desde ese punto de partida existe una aceptación inicial para realizar cambios drásticos que explican justamente el radical cambio de gobierno, motivado por un hartazgo con la incertidumbre económica y el deterioro social de años de alta inflación acumulada que erosionan los ingresos.
El reformismo libertario se enmarca, como afirmó Milei, en el camino a «volver a ser la primera potencia mundial», lugar que el país habría perdido —según su visión— por los «gobiernos colectivistas», empezando por el de Hipólito Yrigoyen (cuya primera presidencia se extendió entre 1916 y 1922 y la segunda, comenzada en 1928, fue interrumpida por un golpe de Estado en 1930) y Juan D. Perón (tres veces presidente, las dos primeras entre 1946 y 1955 —año de un nuevo golpe de Estado— y la tercera de 1973 hasta su muerte en 1974). Estas referencias del actual presidente argentino, lejos de cualquier veracidad histórica, son en realidad un mito: aquel pasado idílico a recuperar nunca existió realmente (algo que, vale decir, es una típica práctica fascista).
Aunque el ascenso de la ultraderecha sea un fenómeno global, y si bien era esperable que tarde o temprano tenga su expresión en el ámbito local, el caso argentino es verdaderamente de laboratorio. Los grandes poderes globales están atentos al desenvolvimiento, al metabolismo político y social de un experimento integrado —al menos en parte— por outsiders que llegaron al gobierno sin experiencia de gestión previa ni estructura partidaria nacional propia, y con rasgos de un sectarismo ideológico fanático.
Como indica la experiencia histórica, las épocas de crisis profunda (como la actual, no solo desde el punto de vista económico, sino también de futuro, influida por el factor climático, y hasta de sentido a nivel cultural) pueden ser capitalizadas por fuerzas reaccionarias y violentas que apuntan saciar la frustración individual descargando un odio social.
Como forma de presentar el plan de austeridad, la palabra oficial del Estado estableció el «no hay plata» y legitimó así que cualquiera pueda citarla (con lo que implica ello en las negociaciones por recomposición de salarios, perjudicial para los formalizados dentro de convenios colectivos de trabajo y más aún para aquellos que están en la precariedad como informales). En efecto, hay que tener en cuenta la responsabilidad de quien conduce el gobierno del Estado en tanto éste no es solamente el responsable del monopolio de la violencia física, sino que también está investido del poder de la violencia simbólica legítima, esto es, de imponer la verdad del mundo social.
Lo mismo sucede con la instalación de una frontera moral en la sociedad en la que, por un lado, estarían los «argentinos de bien» y, por el otro lado, el ambiguo y vacío significante de la «casta», que visto el contenido de las medidas su significado alude más a la mayoría de la población trabajadora perjudicada que a los empresarios prebendarios y al personal profesional político y del Estado. La construcción de un antagonismo moralizante no es una novedad en la lógica del crecimiento de las denominadas nuevas ultraderechas o neofascismos. En tanto alucinación colectiva, como sostiene Rocco Carbone, necesitan construir un enemigo como mecanismo de reclutamiento y consolidación de poder.
Si en el caso de Menem en el contexto de la mundialización capitalista triunfante hubo una cierta promesa de futuro e «integración al mundo», en el libertario primó más un impulso tanático. Y es que en paralelo al deseo fetichista que pueda tener la idea de la dolarización, aquí existe una captura de odios sociales más propia de la lógica de construcción política del fascismo. La promesa de dolarización cumplió un rol de atajo y a la vez de negación de la política, del sentido de la lucha, de poder involucrase en lo común y lograr acuerdos. La alienación es una forma de esperar soluciones mágicas.
Sin embargo, ello no quita que haya una apelación a un discurso confuso y contradictorio por momentos. Y es que la razón, la verdad y los hechos ya no parecen importar. Por momentos emerge la sensación de estar viviendo un enloquecimiento social generalizado, que viene motorizado desde la década pasada por las fakes news, las redes sociales y los medios tradicionales, donde todo parece dar igual porque promueven la confusión.
Se trata de un verdadero fentanilo social que obtura registros cognitivos. El individuo tirano enajenado es su síntoma, y se expresa en una degradación cultural en la que cualquier barbaridad dicha tiene el mismo estatuto de verdad que años de conocimiento científico acumulado y de experiencia histórica. Hay una conexión con la economía política de la atención, donde solo importa el cómo, y la libertad para decir cualquier cosa desde el testimonio del yo. Incluso se pierde el sentido de responsabilidad y hasta la vergüenza por la falta de registro del otro.
La particularidad de esta época, a diferencia del siglo XX, está derivada de las transformaciones tecnoproductivas, y las secuelas que dejó la pandemia amplificaron el deterioro y la fractura social, consolidando un régimen de múltiples microdesigualdades. Otra forma de vincularse y relacionarse se aceleró luego de atravesar la experiencia pandémica (hasta podría arriesgarse que aceleró una mutación en la condición humana, cuyo eje es el individuo aislado que percibe la realidad como si fuera una empresa y está obligado a competir). En este sentido, el modo capitalista de producción tiende a generar una alienación o ruptura del individuo respecto de la comunidad, una forma de negación del ser social, de la acción colectiva, como si la actividad del individuo fuera meramente un fin privado.
Asistimos a una experiencia de realidad personalizada y fundada sobre contenido negativo que capta más la atención del ciudadano espectador al estimular la reacción emocional. En un mundo donde las tecnologías automatizaron al instante prácticas de la vida cotidiana dando la sensación de un poder absoluto al sujeto, parece lógico que se haya montado el discurso libertario sobre los supuestos beneficios de eliminar mediaciones estatales y comunitarias. Dicho de otra manera, el instantaneísmo de la vida cotidiana dada por el simple clic no se condice con los procesos lentos de resolución de problemáticas comunes. Parece que la espera se hizo intolerable para los que estaban acostumbrados a esperar.
Los vínculos humanos están instrumentalizados, se rigen por la lógica del costo-beneficio, y se exige monetizar cada aspecto de la vida, convertirse en capital humano. En este contexto crecen los odios sociales, porque la lógica de la solidaridad con el de al lado está obturada en dicho tipo de interacción social. Es por esta razón que la crisis explota hacia adentro, hacia uno mismo o con el de al lado. Es el poder ejerciéndose en nombre de una libertad para autoexplotarse o ser explotado.
El voto a Milei es el correlato electoral de esta anomia, es expresión de esa transformación social, y no exclusivamente producto de un malestar económico, porque estuvo cortado por razones de género, etarias, geográficas y con un componente de extremismo ideológico en su base social dado por características antiestado, individualista, patriarcal y autoritario.
En la visión del mundo que se pretende instalar mediante una guerra civil cultural, los explotadores son benefactores sociales y los vínculos de solidaridad y la justicia social son un negocio aberrante. El antisistema se expresa desde Davos.
La transformación social a la que aspiran busca convertir a Argentina es un país que se asimile a otros en la región, con bajos salarios, condiciones precarias, diezmado por la criminalidad, la inseguridad social y con un Estado fallido destinado a sus funciones mínimas de seguridad y represión. Visto desde la lucha de clases, significa un país con más ganancias para el gran capital, mientras que los salarios e ingresos tocan su límite necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo. El flamante Ministerio del Capital Humano tendrá la función de producir individuos capaces de reconvertirse, de adaptarse y ser flexibles, pero finalmente lo único que tiene movilidad es el capital y la fuerza de trabajo quedará atada al territorio despojado.
La nostálgica categoría de «pueblo», que implicaba una voluntad general y una conciencia compartida de comunidad nacional, ha sido reemplazada por la de población como multitud desconectada entre sí y desanclada de la comunidad. La esfera pública se presenta como amontonamiento de mundos privados paralelos. En Argentina el pueblo se identificaba con el significante clase media, los valores del esfuerzo y el acceso a los consumos asociados a cierto estatus. Ante el cambio social, la nueva fractura es entre «exitosos» y «fracasados». Las personificaciones del poder real se convirtieron en ídolos populares. Podría decirse que Milei expresa trágicamente la rebelión de los «fracasados» con una promesa de salvación a cambio de destruir los cimientos de la vida en común.
Históricamente, la Argentina —por su cultura, su educación y salud pública, su tradición de lucha y derechos conquistados— es un país integrado y de relativa paz social. A futuro, la duda es si se podrá concretar el reseteo de la sociedad argentina y destruir ese legado, borrarlo de la memoria, como así también toda ambición de desarrollo soberano, eliminando las capacidades estatales mínimas de planificación, hasta la propia moneda y el lenguaje, para finalmente convertirnos en un Estado fallido donde es más fácil llevarse la riqueza.
Cabe preguntarse cuánto tiempo puede sostenerse la creencia de que es necesario el sacrificio como castigo divino antes de alcanzar la felicidad, o si finalmente la resistencia social y el malestar económico determinarán las definiciones políticas. En otras palabras, de no concretarse mejoras económicas perceptibles en un determinado lapso de tiempo, se generarán mayores frustraciones, conflictividad social e inestabilidad política. La pregunta es cómo van a ajustarse las expectativas del individuo tirano enajenado a la realidad material del «no hay plata» allí donde se pone en juego la religiosidad del castigo necesario.
Si algo define a la liberación neoliberal es la normalización de la inestabilidad, dejar que fluya, acelerar y liberar obstáculos, el poder ejerciéndose en nombre de la libertad. Su ideología pasa desapercibida como el aire. Sin embargo, un nuevo desastre de la economía política del neoliberalismo quizá no será suficiente para desterrar del sentido común sus ideas porque el pensamiento mágico siempre queda a salvo de la realidad: se aplicó mal o no se aplicó del todo el recetario desregulador de la economía.