La publicidad negativa sigue siendo publicidad

"El desdén y el resentimiento alimentan la antipolítica y destruyen la confianza. Es el precio literalmente de la desconfianza. Ciertos políticos como Trump hacen campaña desde la antipolítica y sobre todo nutren el resentimiento de los votantes hacia las instituciones, pues se supone que éstas, las instituciones, han arruinado sus vidas". Masha Gessen

Algunos inquietantes antecedentes de Trump. Dossier

Richard Sennett

Michelle Dean

El macartismo acosó a mi familia. Hay en su paranoia una lección para el segundo mandato de Trump

Richard Sennett

El ascenso de Donald Trump ha despertado en mí un antiguo temor al senador Joseph McCarthy. Tanto McCarthy como Trump llegaron al poder como demagogos que se alimentaban del miedo del público norteamericano a los “enemigos internos”. Y mi familia tenía motivos para tener miedo por la más grave de las acusaciones: mis padres fueron comunistas desde una edad temprana, aunque abandonaron el partido en 1939 tras el pacto de Hitler con Stalin. En el apogeo del poder estadounidense, familias como la mía se vieron perseguidas por una causa en la que ya no creían. Desarrollamos formas de evitar o resistir la persecución que funcionaron bastante bien, y creo que éstas ayudan a arrojar luz sobre la pugna que se avecina con el trumpismo.

Algunas conexiones entre McCarthy y Trump son directas, ambos han sido intérpretes de papeles carismáticos con una base de creyentes bien dispuestos, ambos han explotado el patriotismo, ambos se han inventado «hechos» en el impulso del momento. Hay un puente personal entre los dos hombres que es un poco más complicado, y quizás más revelador. El abogado y manipulador Roy Cohn fue consejero jefe de McCarthy y más tarde asesor del joven  Donald Trump. Cohn era un experto en técnicas de humillación pública, en despedir gente y vigilar la vida privada. Cohn le sugirió a McCarthy, por ejemplo, que agitara listas de cientos de infiltrados extranjeros y espías comunistas ante una prensa crédula, listas que resultaron ser hojas en blanco. Cohn le aconsejó a Trump cómo sobornar e intimidar a los políticos neoyorquinos cuando el joven magnate inmobiliario tuvo problemas en sus negocios. El Roy Cohn que aparecería posteriormente en la obra de Tony Kushner Angels in America era un retrato exacto del hombre real, un hombre combativo pero que se odiaba a sí mismo. Aunque Cohn murió de una enfermedad ligada al SIDA en 1986, negó hasta el final que fuera gay y, a lo que parece, trataba de apaciguar sus demonios interiores agrediendo a los demás.

Fue Cohn quien persiguió a familias como la mía. En nuestro caso, dio nuestros nombres al Comité de Actividades Antinorteamericanas de la Cámara de Representantes y sugirió que mi madre, mi padre y mi tío podían ser acusados de sedición, delito que en aquel entonces que conllevaba la horca. Era una amenaza irónica, dado que mi padre, que había luchado con mi tío en la Guerra Civil española, había pasado en los años 50 de la extrema izquierda a la extrema derecha, viaje que emprendieron muchos otros ex comunistas. Se veía amenazado por lo que había sido originariamente, más que por aquello en lo que se había convertido. Hay aquí un inquietante paralelismo con el plan de Trump de anular la ciudadanía de los hispanos patriotas que llegaron ilegalmente a los Estados Unidos. También ellos pueden verse obligados a pagar por una vida anterior.

La necesidad de resistir transformó a nuestra familia. El macartismo reclutó colegios, así como patronos y líderes y guías religiosos, en la búsqueda de presuntos comunistas. Cuanto menos supieran los niños sobre la vida de sus padres, más seguros estarían éstos; guardar silencio en casa significaba que un niño no traicionaría accidentalmente a sus padres ante los profesores o ante otros niños que pudieran chivarse a los adultos. Pero los “bebés de pañales rojos”, que era como se conocía a los hijos de los comunistas, podían intuir, como parecen hacer siempre los niños, que algo les ocultaban sus padres. El silencio servía de protección. Lo sigue siendo hoy en día en los Estados Unidos, donde el aborto es ilegal y donde las palabras de un niño pueden poner en peligro a su hermana mayor y a sus médicos. El peligro de denuncia se ha trasladado ahora de la mesa al smartphone; un mensaje descuidado puede alertar a las autoridades, que ahora disponen de herramientas de vigilancia mucho más sofisticadas que las que poseían McCarthy o Cohn.

En su libro de 1964, The Paranoid Style in American Politics and Other Essays, el historiador Richard Hofstadter sugería que la paranoia era cosa de locos de derechas. Fue siempre una interpretación demasiado limitada. Nuestro pequeño rincón de la izquierda era a la vez racional y paranoico con respecto al macartismo, como pueden serlo ahora muchas mujeres embarazadas con respecto al trumpismo. Sea cual sea su apariencia, imaginaria o real, la paranoia llega a lo más profundo de la psique, erosionando nuestra propia capacidad de confiar los unos en los otros. El estilo paranoico de McCarthy y Cohn era en cierto modo superficial. Atacaban a figuras públicas, a menudo de forma arbitraria, pero si se encontraban con una resistencia decidida, tendían a pasar página y buscar otros objetivos. Personalidades como el dramaturgo Arthur Miller repelieron las acusaciones macartistas mediante vociferantes contraataques, mientras que excomunistas en situaciones más comprometidas como el coreógrafo Jerome Robbins sufrieron una persecución sostenida. Mi tío, amenazado por el FBI, le dio la vuelta a la tortilla presentando demandas por daños personales contra los agentes que le amenazaban; el FBI perdió entonces interés en su caso. Cohn pensaba en la caza de comunistas como una cuestión de pérdidas y ganancias, perseguida sólo mientras pudiera haber un beneficio para el perseguidor. Y si no, no le impulsaba a persistir la ideología.

Este no es en absoluto el caso de Trump. El presidente electo nunca olvida a un enemigo y anda obsesionado con buscar venganza. O más bien, debería decir, esto resulta cierto de Trump el político. Trump, el hombre de negocios, era “transaccional” siguiendo la manera que le aconsejó Cohn que siguiera, aceptando y abandonando a otros en función de si le resultaban útiles o no. Para Trump, el político, el pasado siempre está presente: no solo su derrota de 2020, sino antiguos desaires de Barack Obama y Nancy Pelosi.

Esta es una clave de la relación más general entre macartismo y trumpismo. Las pasiones que despertó McCarthy fueron profundas, pero relativamente efímeras. Cuando McCarthy comenzó a perseguir a los comunistas del ejército norteamericano en 1954, su movimiento se estaba desvaneciendo: el fervor fue mayor al principio, cuatro años antes, y se fue disolviendo luego a medida que todos, salvo los fanáticos más acérrimos, se cansaron de un mensaje repetido sin cesar. Comunistas y excomunistas esperaban sobrevivir a la persecución de McCarthy. Es una esperanza que no podemos albergar con el trumpismo. No creo que la ideología que representa Trump se desvanezca después de su muerte. Su movimiento se nutre de un rico y nutritivo guiso de miedos y agravios: racismo, sexismo, homofobia, nativismo, negacionismo climático. Suficiente para alimentar a sus seguidores durante mucho tiempo.

Hoy me preguntan los más jóvenes si el mundo de la vieja izquierda tiene algún mensaje que transmitir respecto a la vida en los Estados Unidos de Trump. Si es que hay uno, tiene que ver con las acciones positivas que mucha gente llevó a cabo para seguir una vida cívica. La opresión de la política comunista se contrarrestó con un alejamiento de la política nacional y un giro hacia instituciones de la sociedad civil de tipo local y relativamente informal -sinagogas e iglesias, grupos empresariales locales, cooperativas informales y cosas semejantes-. En el caso de mi madre, el silencio en casa se aliviaba proporcionando servicios a una urbanización: algo «no ideológico» y «apolítico» según las luces de la ideología de partido, pero hondamente significativo para ella a la hora de hacer su vida.

The Guardian, 28 de diciembre de 2024

Mentor de la desfachatez: el hombre que enseñó a Trump el poder de la publicidad

Michelle Dean

Donald Trump es hombre al que le gusta pensar que tiene pocos iguales. Pero hubo una época en que tuvo un mentor: Roy Cohn, un abogado notoriamente duro que saltó a la fama a mediados de la década de 1950 junto al senador Joseph McCarthy, azote de comunistas. Sus tácticas le llevaban a menudo a aparecer en los periódicos, pero Cohn no tenía miedo de que la prensa lo mancillara: la utilizaba a su favor. La actitud del a quién le importa mientras salga en los titulares fue la impronta de la vida de Cohn. En nuestra época, Trump la ha hecho suya.

Su cuidadosa manipulación de la atención negativa es algo que Trump advirtió de inmediato cuando ambos se conocieron en 1973. A Trump y su padre acababan de demandarlos por supuesta discriminación de personas negras en las viviendas que los Trump construían y gestionaban en Brooklyn, y buscaron la asesoría de Cohn. Entre otras cosas, Cohn aconsejó a Trump que «los mandara al infierno». Cohn quedó contratado, y uno de sus primeros actos como nuevo abogado de Trump consistió en presentar una contrademanda de 100 millones de dólares que fue rápidamente desestimada por el tribunal. Pero salió en los periódicos.

Este fue el comienzo de una larga y estrecha relación. Trump le confió a Cohn la mayoría de sus asuntos legales durante una década especialmente complicada. Cohn redactó el contrato prenupcial entre Donald e Ivana cuando se casaron en 1977, contrato célebre por su tacañería que sólo le concedía a Ivana 20.000 dólares al año. Cohn también presentó en 1984 una demanda de la Liga de Fútbol de los Estados Unidos (USFL) contra la NFL (Liga Nacional de Fútbol), que pretendía acabar con el monopolio que mantenía esta sobre el fútbol americano. Trump era propietario de un equipo de la USFL y se consideraba que era la fuerza impulsora de la demanda; la rueda de prensa inicial al respecto fue digna de un espectáculo de lucha libre en equipo protagonizado por Cohn y Trump.

«No me engaño sobre Roy. No era un boy scout. Una vez me dijo que había pasado más de dos tercios de su vida adulta imputado por una u otro acusación. Es algo que dejó asombrado», escribió Trump en The Art of the Deal. La búsqueda descarada del poder, el recurso rápido a las amenazas, el gusto por ser el centro de atención de los diarios sensacionalistas… son cosas que Trump tomó de su mentor.

De hecho, si uno se familiariza con la historia de Cohn, su amistad empieza a parecer una influencia sobre Trump todavía mayor que cualquier otra.

Hoy en día, a Cohn se le recuerda sobre todo como un personaje de una serie de televisión: Al Pacino lo interpretó en la versión de HBO de la obra de Tony Kushner, Angels In America. En la visión de Kushner, sólo conocemos a Cohn cuando ya es viejo y está enfermo, cuando miente sobre su homosexualidad y su SIDA (a pesar de que se sabía que tenía muchos amantes homosexuales y de que su diagnóstico de SIDA era ya un secreto a voces en los meses anteriores a su muerte, Cohn se lo negó a todos menos a sus íntimos más cercanos). Interpretado por Pacino, su grandilocuencia es ya patética, un autoengaño. «¿Quieres ser simpático o quieres ser eficaz?», le grita a un acólito idealista. «¿Quieres hacer la ley o estar sujeto a ella? Elige».

Pero no siempre fue así en el caso de Cohn. Hubo un tiempo en el que se le consideraba brillante y poderoso. Como consejero jefe del senador Joseph McCarthy, fue una especie de director de escena de los principales acontecimientos del pánico rojo: el juicio de Ethel y Julius Rosenberg y las audiencias de McCarthy. Otro hombre se habría permitido ser un funcionario invisible en esos procedimientos, pero Cohn, no. Él se hizo visible. Quiso estar en primer plano, aun cuando la prensa se volcara en la diatriba de McCarthy. Se hizo amigo de los columnistas de cotilleos y utilizó a los diarios sensacionalistas. La desfachatez era, de hecho, el rasgo que definía a Cohn. Y fue una desfachatez que Trump recogió y utilizó.

Cohn nació en el Bronx en 1927. A su padre lo nombró Franklin Roosevelt juez de los tribunales del estado de Nueva York. Su madre, Dora, le adoraba y, una de las peculiaridades de la vida de Cohn, vivió él con ella hasta que murió. Cohn comenzó su carrera como fiscal federal, pero fue su actuación en el juicio de los Rosenberg -que fueron juzgados y condenados por espionaje en 1951- donde se labró su verdadera reputación.

Según David Greenglass, Cohn le presionó para que testificara contra su hermana Ethel. En una entrevista con el programa televisivo 60 Minutes en 2003, Greenglass admitió que había mentido en el estrado. Declaró que su hermana había mecanografiado notas enviadas a los soviéticos, pero en realidad se trataba de algo que no había hecho. También dijo que Cohn fue quien le presionó para que incriminara a Ethel. El testimonio de Greenglass llevó a la ejecución de su hermana.

El juicio de los Rosenberg fue verdaderamente el momento en que el cinismo de Cohn salió por vez primera a la luz pública. Estaba dispuesto a tergiversar los hechos en su propio beneficio, aunque eso significara enviar a alguien a la silla eléctrica. Poco después del juicio, empezó a trabajar para McCarthy y el director del FBI, J. Edgar Hoover. Entre los tres consiguieron orquestar una de los mayores baldones de la historia de los Estados Unidos: los famosos interrogatorios de presuntos «rojos» bajo los auspicios del subcomité permanente de investigaciones del Senado. El comité convirtió el nombre de Cohn en algo muy conocido. También supuso sus primeras aventuras reales en la prensa sensacionalista.

Junto con su compañero de comité David Schine, se embarcó en una especie de gira europea, con la misión de erradicar a los comunistas fuera del país. Cohn y Schine hicieron el ridículo ante la prensa. The Guardian, entre otros, se burló sin piedad del espectáculo de dos jóvenes norteamericanos que invadían Radio Free Europe «como los Chauvelin [personaje de La Pimpinela Escarlata] del Comité Revolucionario Francés de Seguridad Pública» a fin de encontrar comunistas entre el personal. El Financial Times los llamó «fisgones de pacotilla». Cohn y Schine también dejaron destrozadas habitaciones de hotel y se pelearon en público.

Después de semejante oleada de atención negativa, la mayoría de los hombres habrían retrocedido avergonzados, se habrían escondido, habrían pasado menos tiempo tratando de ligar con columnistas sensacionalistas y de convertirse en el centro de atención. No fue ese el caso de Roy Cohn. Él y Schine siguieron apareciendo en las audiencias de McCarthy, incluso en el desastroso episodio en el que McCarthy decidió investigar al ejército norteamericano y la prensa finalmente se volvió contra él. Cohn terminó por dimitir, pero defendió siempre las audiencias, y escribió en cierta ocasión un artículo para la revista Esquire titulado «Créanme, esta es la verdad sobre las audiencias Ejército-McCarthy, en serio». Se reconoció generalizadamente que este artículo tergiversaba la verdad y le llovieron las cartas de queja. Una de ellas calificaba el artículo de «vergüenza; sin duda, su publicación no honra a Esquire«. Pero para Cohn el artículo había logrado su propósito: seguir argumentando que se había comportado de forma honorable, como un hombre asediado.

En la era de la telerrealidad, este tipo de payasadas ya no resultan tan chocantes. De hecho, hasta palidecen cuando se comparan con las aventuras periodísticas mismas de Trump en lo que se refiere a su pelo, sus matrimonios, sus acuerdos prenupciales y sus bancarrotas. Los medios de comunicación se han burlado ferozmente de Trump desde los años 80. Pero Trump había aprendido de cierta persona a que le resbalaran todas las burlas, a que la publicidad negativa seguía siendo publicidad.

The Guardian, 20 de abril de 2016

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veterano pensador de fama internacional sobre la ciudad, el trabajo y el capitalismo, y uno de los más relevantes sociólogos norteamericanos, preside actualmente el Centro de Humanidades de Londres.
crítica y periodista canadiense radicada en los Estados Unidos, colabora con medios como The New Republc, The New Yorker o The New York Times Magazine.

2 comentarios

  1. Esto es un ejemplo de cómo las emociones distorsionan al extremo el enfoque.

    Lo que representó el senador Mc Carthy nada tiene que ver con lo que representa Trump como ex presidente y de nuevo presidente electo.

    Acá hay un dicho «qué tiene que ver el culo con el ojo del hacha» era así?

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