Una creencia fundamental en las sociedades capitalistas es la noción de que los individuos reciben los ingresos que merecen en el mercado: tu cuenta bancaria refleja tu talento y esfuerzo y, por tanto, es legítimamente tuya, y solo tuya. Según una encuesta reciente, el 66% de los republicanos cree que los ricos lo son porque «han trabajado más duro» que los demás, no por otras ventajas en la vida. Como dijo el difunto activista conservador Herman Cain: «No culpen a Wall Street. No culpes a los grandes bancos. Si no tienes trabajo y no eres rico, cúlpate a ti mismo».
De ahí que Bill Gates y Elon Musk realmente merezcan sus montañas de riqueza (110.000 y 190.000 millones de dólares, respectivamente), mientras que los discapacitados en Estados Unidos supuestamente merecen sus míseros ingresos de solo 25.000 dólares promedio al año. Estas ideas de merecimiento y mérito son la argamasa entre los ladrillos de los cimientos de nuestra sociedad. Pero vale la pena preguntarse si los poderosos de nuestras sociedades merecen realmente sus montones de riquezas.
La idea de que la desigualdad se justifica porque refleja el mérito individual es antigua. A partir de las décadas posteriores a la Revolución Francesa, cuando los viejos bastiones del privilegio feudal estaban decayendo, una élite presa del pánico temió que las masas utilizaran sus crecientes poderes democráticos para igualar la riqueza. Así, los pensadores conservadores empezaron a reunir nuevas justificaciones para sus riquezas. En 1872, Émile Boutmy, fundador de la prestigiosa universidad parisina Sciences Po, expresó así la creciente ansiedad de las élites:
Las clases que se llaman superiores solo pueden preservar su hegemonía política invocando la ley del más capaz. Como los muros de sus prerrogativas y de su tradición se desmoronan, la marea democrática debe ser frenada por una segunda muralla formada por méritos brillantes y útiles, por superioridades cuyo prestigio imponga obediencia, por capacidades de las que sería una locura que la sociedad se privara.
La naciente disciplina de la economía proporcionaría gran parte de la munición ideológica que la derecha buscaba desesperadamente. En 1899, el economista John Bates Clark se inquietaba de que los «obreros» abrazaran cada vez más la idea socialista de que «se les roba regularmente lo que producen» y se convirtieran así «en revolucionarios».
Para contrarrestar la espantosa posibilidad de que los seres humanos compartieran los frutos de su trabajo, Clark desarrolló lo que llegó a conocerse como teoría de la productividad marginal. Su afirmación fundamental era que un mercado competitivo distribuirá los ingresos entre cada «factor de producción» —cada trabajador o cada empresario— de acuerdo con la contribución marginal de cada persona. De este modo, el capitalismo podría describirse no como un sistema explotador, sino como un sistema profundamente moral: da a cada persona precisamente el valor que ha creado.
Este santo y seña meritocrático sigue siendo válido hoy en día. Cuando estallaron las protestas de Occupy Wall Street contra la desigualdad económica hace una década, Greg Mankiw, presidente del Consejo de Asesores Económicos del presidente George W. Bush, publicó un influyente artículo titulado «Defending the One Percent». En él repetía el argumento de Clark de que los ingresos de mercado, incluso para los muy ricos, no son un problema porque simplemente reflejan el enorme valor que los ricos han aportado a nuestro bienestar.
Los progresistas suelen rechazar el argumento meritocrático, señalando que la competencia económica es extremadamente injusta. Algunas personas han sido bendecidas con herencias privadas, escuelas de élite y redes familiares bien conectadas, mientras que otras se ven obstaculizadas en todo momento por la inseguridad económica, el sexismo y el racismo. Como no hay nada parecido a la igualdad de oportunidades, la economía es un campo de juego desigual, por lo que los «ganadores» no merecen realmente sus ingresos más de lo que un boxeador de peso pesado «merece» un premio por vencer a un peso pluma, o un conductor de Lamborghini «merecería» el maillot amarillo por superar a los ciclistas en el Tour de Francia.
Estos argumentos progresistas son correctos hasta cierto punto. El problema es que no van lo suficientemente lejos en el diagnóstico de lo que está mal con la meritocracia. El problema fundamental es que la economía dominante, al igual que la cultura hegemónica, suele concebir la obtención de ingresos como si fuéramos Robinson Crusoe, produciendo nuestra propia propiedad privada solo a partir del sudor de nuestra frente, y luego intercambiando la propiedad recién creada con otros en un mercado libre.
Esto es muy engañoso. La producción económica en una sociedad moderna nunca es un esfuerzo en solitario. Nadie produce nada por sí mismo. Toda producción es, en su raíz, un proceso fundamentalmente social y colaborativo.
La contribución a menudo ignorada —pero realmente vasta— del trabajo de otras personas es lo que yo llamo la «subestructura». Consideremos un ejemplo mundano: cada día, en todas las ciudades del Norte Global, miles de semirremolques van y vienen transportando nuestras mercancías. Cada uno de estos camiones puede transportar aproximadamente setenta y ocho mil libras y recorrer aproximadamente dos mil millas antes de necesitar rellenar su depósito. Sin embargo, esta estupenda hazaña no se debe únicamente al conductor de un camión; es posible gracias a los incontables kilómetros de carreteras, los años de trabajo que las construyeron y las generaciones de aprendizaje que desarrollaron el hormigón; lo mismo ocurre con los camiones, con su combustible, etcétera.
Para hacernos una idea de la potencia de este ejemplo, podemos preguntarnos qué necesitaríamos los seres humanos para llevar a cabo esta sencilla tarea simplemente cargando la mercancía a nuestras espaldas. Lo que hoy puede hacer un camionero en un solo día le llevaría a una persona sin nuestra moderna subestructura unos 2700 años. Toda la producción depende de esta subestructura: la combinación de infraestructuras, activos físicos, instituciones, leyes, normas, conceptos intelectuales, apoyos emocionales y recursos naturales que subyacen a la producción y la hacen posible.
Empieza a buscar y lo verás por todas partes: la infraestructura física (como carreteras, puentes, ferrocarriles, sistemas de abastecimiento de agua, alcantarillado, redes eléctricas y redes de telecomunicaciones) amplía la capacidad productiva de cualquier individuo que participe en la economía. La infraestructura político-jurídica del Estado proporciona la estabilidad social y la previsibilidad necesarias para el buen funcionamiento de cualquier mercado.
No existe tal cosa como un «mercado libre». Todos los sistemas de mercado están inmersos en una infraestructura político-jurídica; están conformados y definidos por normas, reglamentos e instituciones. Entre ellas se incluye un sistema de derechos de propiedad que define quién posee qué, qué se puede vender y qué no, los tipos de empresas que pueden operar (como sociedades anónimas o cooperativas de trabajo asociado), los distintos derechos de los propietarios de las empresas frente a los trabajadores (¿los propietarios tienen responsabilidad plena o limitada?, ¿los trabajadores tienen derecho a participar en el gobierno del consejo?), los impuestos que deben pagar las distintas partes, una fuerza policial para hacer cumplir esos derechos y un sistema judicial para adjudicarlos.
Esto significa que el Estado y todos los trabajadores que lo administran y mantienen son socios silenciosos en la producción de cada nueva propiedad privada. Son sus «cocreadores».
Pero eso no es todo. Veamos, por ejemplo, la infraestructura del conocimiento. Una de las principales fuentes de la prosperidad moderna (si no la más importante) es el conocimiento colectivo acumulado que heredamos del pasado. La mayor parte de nuestra riqueza moderna no puede atribuirse al esfuerzo o a las decisiones de inversión de individuos aislados, sino que es más bien el resultado de individuos que construyen sobre la inmensa infraestructura de conocimiento que nos ha sido transmitida a través de vastas redes de ingenieros, científicos, teóricos, técnicos, profesores, eruditos, profesionales, etcétera.
Finalmente, quizás la más olvidada de todas, vale la pena recordar también la infraestructura asistencial que es, entre otras cosas, la producción de capacidad humana. Ninguno de nosotros podría caminar, hablar o pensar si no fuera por sus cuidadores. Esto es más evidente en la primera infancia, pero persiste más sutilmente a lo largo de nuestras vidas, ya que dependemos de amigos, familiares y seres queridos. El cuidado es, pues, la infraestructura invisible del trabajo (mayoritariamente femenino) a la que todos nos subimos para alcanzar nuestros objetivos.
Ni siquiera el mismísimo parangón del liberalismo Adam Smith habría sido capaz de caminar, hablar o sentarse erguido (y mucho menos de elaborar una teoría económica) si no hubiera sido por Margaret Douglas, su madre (y una amplia red de cuidados). Aunque Smith despreciaba la «dependencia», dependió profundamente de su madre, que le preparó la comida todos los días y le proporcionó continuo sustento emocional, permitiéndole trabajar sin descanso en el libro —La riqueza de las naciones— que celebraría su independencia económica.
En Estados Unidos, el coste estimado de la crianza de los hijos (en otras palabras, cuánto habría que pagar a otros para que lo hagan) es de aproximadamente el 30% del PIB, una cifra realmente gigantesca. Sin embargo, la verdadera magnitud para las empresas privadas es posiblemente aún mayor, ya que si literalmente no hubiera cuidados, ninguna empresa podría funcionar en absoluto. Si los trabajadores (y los consumidores) no fueran cuidados y socializados por sus cuidadores, estarían muertos o extremadamente debilitados. Lo vemos en casos trágicos como el de Genie, la niña de mediados del siglo XX a la que su padre encerró desde los veinte meses hasta los trece años. Su aislamiento la dejó gravemente discapacitada, incontinente e incapaz de hablar o hacer más ruido que un graznido. Aunque ya ha pasado por más de cuarenta años de intentos de rehabilitación, sigue viviendo bajo tutela del Estado y, según informes recientes, continúa sin hablar y gravemente discapacitada.
Los sistemas ecológicos también son un componente vital de la subestructura en la medida en que proporcionan los requisitos previos básicos para la vida misma. El medio ambiente es un soporte vital, un contenedor y un límite fijo para todo sistema económico. Los recursos naturales —en particular, los energéticos (petróleo, gas, carbón, madera, sol, viento, etc.)— proporcionan el combustible básico para la economía. Nuestros coches, hogares, lugares de trabajo (de hecho, gran parte de la compleja vida industrial en sí misma) solo son posibles porque están alimentados por una herencia natural masiva de combustibles fósiles. Y si somos capaces de transformar nuestras economías para que utilicen energías renovables, seguirán siendo alimentadas y sostenidas por el inmenso poder contenido en diversos recursos naturales.
A los defensores de la meritocracia les encanta ensalzar a Bill Gates, Jeff Bezos o Elon Musk y justificar su riqueza señalando que millones de personas compran sus productos voluntariamente y con entusiasmo.
Pero ahora podemos ver la verdad del asunto. Bill Gates, por ejemplo, solo pudo crear los productos de Microsoft con la ayuda de una inmensa subestructura: una amplia red de padres y profesores que le socializaron, una comunidad segura, generaciones de científicos e ingenieros informáticos que crearon el vasto edificio intelectual sobre el que construyó (además de los innumerables trabajadores auxiliares y cuidadores que les apoyaron) y una infraestructura político-jurídica que le proporcionó todo tipo de derechos legales, como la «primacía del accionista» (que le permite apropiarse de la mayor parte de los beneficios obtenidos por miles de trabajadores mientras priva a esos trabajadores de cualquier voz en la gobernanza de la empresa) y, quizás aún más importante en este caso, el privilegio de los derechos de autor.
Sin la protección de los derechos de autor, los productos de Microsoft simplemente se compartirían gratuitamente, y los beneficios se irían al garete. Los derechos de autor son un monopolio estatal pero no tienen nada de natural. Si se sustituyera por el acceso de código abierto (un sistema posiblemente más eficiente) y se combinara con financiación pública y con premios para recompensar la innovación, los ingresos de Gates caerían en picado. Bill Gates no es ningún gigante. Es un ser humano normal y corriente, pero uno sentado en una cabina de operaciones, controlando una gigantesca y poderosa grúa que se cierne sobre todos nosotros.
La cuestión esencial es la siguiente: la productividad total de una persona procede en pequeña parte de sus aportaciones personales (como el talento y el esfuerzo), pero en gran parte de las aportaciones sociales a las que puede acceder. Las aportaciones de la sociedad no solo son mucho más importantes en términos de productividad total, sino que también son cuestión de suerte, lo que beneficia enormemente a unos sobre otros y socava cualquier pretensión de merecimiento. La subestructura es en realidad una vasta herencia social.
Imaginemos que vivimos en sociedades simples de cazadores-recolectores con poco capital acumulado, tecnología y estructuras legales. Todos los «ingresos» generados en tales sociedades proceden enteramente del talento y el esfuerzo de los individuos que trabajan en esa sociedad. En otras palabras, puede decirse que esos ingresos son totalmente merecidos.
¿A cuánto asciende esta «renta»? Angus Maddison ha estimado la subsistencia en unos 810 dólares por persona y año (en dólares de 2020); el Banco Mundial define la «pobreza extrema» o «pobreza absoluta» por el umbral internacional de pobreza de 2,15 dólares al día (en PPA de 2017 en USD), o 783 dólares al año. Así que utilicemos 800 dólares como aproximación y comparémosla con la renta media actual en Estados Unidos —38.000 dólares— y la renta media del 1% más rico, que era de aproximadamente 824.000 dólares (sería mucho mayor si incluyéramos la riqueza acumulada además de los ingresos). Esto significa que el 98% de los ingresos del trabajador medio contemporáneo, y la pequeñez del 99,9% de los ingresos del centil superior, no pueden atribuirse al esfuerzo o al talento individual, sino que en realidad se deben a la herencia social que proporciona la subestructura. Por lo tanto, está totalmente desatendida.
La visión meritocrática estándar del merecimiento es una mentira y un engaño. La producción moderna es un proceso profundamente interdependiente en el que intervienen el trabajo colectivo y las instituciones de fondo de gran parte de la comunidad, así como millones de nuestros antepasados muertos hace mucho tiempo. La riqueza de los ricos no es merecida. Es nuestra herencia social. Y por eso tenemos todo el derecho a recuperarla.