La capitalización del mundo y la transición ecológica
Desde finales del siglo XIV, aproximadamente, se generalizó en los bancos del norte de Italia una técnica contable que consistía en identificar un stock como capital: un barco a punto de cruzar el Atlántico, un granero lleno de trigo, un campo, un coche… ¿Qué es el «capital»? Es algo que debe producir un flujo de ingresos en el futuro y cuyo valor hoy se estima igual a la suma descontada (es decir, convertida en moneda de hoy) de esos ingresos futuros. Tal operación podría parecer trivial, tan extendida está hoy en día. En efecto, sustenta toda la práctica de los mercados financieros, sirve de principio rector para el análisis costo-beneficio y para toda la economía medioambiental. Sin ella, el sistema económico se derrumba.
Ahora bien, esto equivale a aplanar el futuro sobre la base del presente: supone que el futuro es enteramente conocido para el propietario de un capital, y que sólo cuenta la renta monetaria que este capital producirá. El futuro se anticipa tan perfectamente que se puede cuantificar y que se puede atribuir un valor exacto a la fuente de esta renta: el capital presente. No se tolera ninguna sorpresa en el futuro, pues de lo contrario se pondría en tela de juicio el valor actual del capital. El tiempo ya no existe. Tampoco el espacio, porque la cuantificación del valor monetario del capital pretende ser universal y permite compararlo todo.
¿Arde el Amazonas? Esto no tiene ninguna importancia si los beneficios esperados de la deforestación superan lo que se cree que se obtendría de una ralentización del calentamiento global. Y como algunos eminentes economistas persisten en profetizar que un aumento de la temperatura de 6º C sólo costaría el 10% del PIB mundial real – a pesar de las repetidas advertencias de la comunidad científica de que tal calentamiento provocaría un apocalipsis en la Tierra –, la partida está jugada: el capital amazónico es mucho más atractivo como stock de madera y tierra cultivable que como pulmón del Planeta.
En la raíz de tan trágico error se encuentra la asimilación de la Amazonia a un «capital». Originada en la Edad Media en Italia, esta locura de capitalización se extendió fuera del sector bancario en el siglo XVIII, a causa de su utilización por parte de los silvicultores alemanes, que ya querían estimar el valor de un bosque en función de la cantidad de madera que podía proporcionar cada año. En el siglo XIX, se extendió a algunas operaciones contables, para convertirse en una práctica casi universal después de la Segunda Guerra Mundial.
Esto explica la obstinación de algunos economistas, que fingen creer en la llamada «hipótesis de las expectativas racionales». Esta teoría afirma que todos los agentes económicos anticipan perfectamente el futuro, en el sentido de que son capaces de predecir lo que ocurrirá basándose en la información disponible. Una hipótesis absurda, por supuesto, pero indispensable para la práctica contable, económica y financiera de la capitalización. Sobre todo porque ésta no se limita a los activos financieros y a los bosques. Incluso el «precio» de una vida humana se valora en los contratos de seguros según el mismo principio: tu vida es, pues, un capital, un stock que debes rentabilizar.
Por último, los historiadores saben bien que durante siglos «capital» significaba, en primer lugar, «esclavo». Es aquí donde se hace evidente el vínculo entre las patologías generadas por la construcción de nuestras sociedades sobre la práctica de la capitalización y las provocadas por el rechazo de una «cosmología relacional», en la que todos los seres están vinculados entre sí. En efecto, ¿qué es un esclavo sino, ante todo, una persona a la que se le ha cortado toda relación con «los suyos» para quedar totalmente a merced de su amo? El esclavo está socialmente muerto. Del mismo modo, el capital es una existencia muerta desde el punto de vista de la cosmología relacional; no remite a ningún futuro que sea una sorpresa feliz, una «buena nueva», un futuro en el que pueda manifestarse el reino de Dios. Su ser está enteramente sujeto a la voluntad y las previsiones de su propietario.
Es con esta práctica con la que la llamada Economy of Francesco pretende romper[1]. No, la vida de un ser humano, o de uno de los 100 millones de tiburones que matamos cada año, o de un árbol… no es un «capital». Su valor es inconmensurable. No puede identificarse de manera independiente de las relaciones que lo constituyen. Romper con la capitalización significa poner límites a una práctica y a una idea. Por tanto, significa al mismo tiempo tener que inventar nuevas prácticas y forjar las ideas que expresan su sentido. Esto no quiere decir que no haya que predecir las cosechas del año próximo, calcular la probabilidad de un fenómeno como El Niño o la posibilidad de quiebra de un deudor. Pero sí conviene evitar la capitalización de una serie de recursos, como la vida humana, el cuerpo humano, la salud, el clima, la biodiversidad, los fondos marinos, los pandas, los bosques, etc.
Si lo pensamos bien, ¿qué quedará por capitalizar? Quizá no mucho. ¿Y si éste es el «precio» a pagar para salvar la posibilidad de una vida decente en este Planeta? ¿Y si renunciar a capitalizar lo que es verdaderamente valioso para nosotros es el secreto de una apertura a un futuro en el que Dios tenga cabida, de una apertura a la alegría? «Vayan a esas universidades ultra especializadas en economía liberal, y miren las caras de los jóvenes y de las jóvenes que estudian allí», nos dijo Francisco el pasado mes de septiembre en Asís[2]. Aprender en detalle las técnicas de valorización del capital entristece, porque nos aleja de las relaciones con el cosmos, sin el cual no existimos.
Cuidar hoy nuestros bienes comunes
La propiedad privada tiene una profunda relación con la capitalización. Desde que el derecho romano inventó la propiedad privada, decir «esto es mío» implica excluir a «cualquier otro» de cualquier relación posible con lo que poseo. Es separar mi propiedad de cualquier relación con los demás. Es trasladar al plano de las relaciones hombre-cosa la terrible operación en que consiste la esclavitud: la cosa en el lugar del esclavo. No cabe duda de que los frenos que debemos poner a la capitalización impondrán severos límites a la extensión de la propiedad privada. Pero sabemos que la gran tradición cristiana siempre ha considerado la propiedad privada como una solución de segundo orden, ligada a nuestra finitud. El tipo de propiedad que, según toda la patrística y al menos hasta Santo Tomás, es de derecho natural es la res communis, la propiedad común.
Seamos claros: no se trata de la propiedad pública, res publica. Limitar la capitalización exige poner límites tanto a la propiedad estatal como a la propiedad privada. De hecho, el ejemplo de la Amazonia así lo atestigua: el Estado brasileño puede, por desgracia, considerar que el capital amazónico es más valioso que los miles de millones de toneladas de carbono que la selva sudamericana podría absorber para salvar el planeta. Del mismo modo, la propiedad pública china, por ejemplo, no ha impedido a Pekín organizar un extractivismo tecnocrático que no tiene nada que envidiar al occidental. De lo que se trata, pues, es de valorar los bienes comunes, a igual distancia de la propiedad privada y de la propiedad pública.
¿Acaso no leemos en los Hechos de los Apóstoles que la comunidad cristiana primitiva practicaba el reparto de los bienes? «Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo era común entre ellos» (Hch 4,32). Como testimonio de que este compartir era de gran importancia para los primeros cristianos, los Hechos relatan que cuando una pareja de laicos piadosos, Ananías y su esposa Safira, intentan mantener oculto el dinero – para reprivatizar subrepticiamente los bienes comunes – son abatidos por Dios (cfr Hch 5,1-11). Los campesinos sin tierra de Brasil son conscientes de ello: el primer «bien» al que hay que devolver la condición de «bien común» es la propia tierra. Ya lo decía el Levítico: «La tierra no podrá venderse definitivamente, porque la tierra es mía, y ustedes son para mí como extranjeros y huéspedes» (Lev 25,23). La tierra pertenece a Dios, no se puede privatizar y mucho menos capitalizar. La humanidad está de paso en esta tierra: cuida la creación, pero no es su dueña.
Aprender a cuidar nuestros bienes comunes – locales, regionales, nacionales, mundiales – es algo que ya han hecho muchas comunidades que, en terreno, están inventando reglas de uso, de reparto y de modos de hacer que permiten salvaguardar estos recursos: un sistema de riego, estanques, un sendero, etc. Los bienes comunes constituyen nuestra relación más ancestral con el mundo. Es también lo que se está inventando en Internet con el software libre, el copyleft, el peer-to-peer… Los bienes comunes son también nuestro invento más moderno y eficaz. Wikipedia es un buen ejemplo: hay menos errores y (mucha) más información en Wikipedia que nunca antes en la Encyclopædia britannica o la Encyclopædia universalis, ambas basadas en una organización pública (estatal) del conocimiento.
La gestión de los bienes comunes es también el vínculo de creatividad colectiva que necesitamos para afrontar los retos ecológicos. La pandemia de Covid-19 acaba de dar prueba de ello. A excepción de los que Estados que limitan con China, nadie previó esta pandemia. Todo sucedió como si no se hubiera aprendido nada de los episodios anteriores, incluido el primero, el Sars, que se remonta a 2003. No se hizo caso a la OMS, a pesar de que llevaba años advirtiendo de la inminencia de nuevas zoonosis. El sector privado no ha sido muy eficaz para hacer frente a la pandemia: su motor, el beneficio, le inhabilita en gran medida para aportar soluciones ante un virus que, mientras pueda multiplicarse en una fracción de la población, seguirá mutando hasta convertirse en un supervirus (mucho más contagioso y mucho más dañino). Ahora bien, privatizar la salud – por ejemplo, fijando un precio para el acceso a las vacunas – significa inevitablemente privar de ella a los menos favorecidos, que constituirán un caldo de cultivo ideal para la mutación viral, que hará ineficaces las vacunas con las que los más ricos intenten protegerse. En otras palabras, la única manera de combatir eficazmente una enfermedad como el Covid-19 es tratar la salud mundial como un bien común. Y un bien común que incluye no sólo a los humanos, sino a todo el reino animal[3].
La creación de instituciones locales, regionales, nacionales e internacionales que nos permitan cuidar de la salud de los vivos como un bien común es la única solución viable y duradera a las pandemias que se multiplicarán en las próximas décadas, sobre todo las tropicales, cuya propagación fuera de los trópicos se verá facilitada por el calentamiento global. En Ginebra, la Drugs for Neglected Desease Initiative (DNDI) es un excelente ejemplo de este tipo de institución. Necesitamos más de ellas, no sólo para la salud, sino también para el propio clima, los fondos oceánicos, la biodiversidad terrestre y marina, la fauna piscícola, etc. Los graves errores cometidos por China en su política de zero-Covid así lo atestiguan: la opción autoritaria no permitirá abordar eficazmente los retos ecológicos, porque siempre acabará mediando entre la preservación del propio poder y la lucha eficaz contra los males que nos afectan. Por el contrario, la creatividad de los equipos médicos que, en la primavera de 2020, se liberaron de las normas burocráticas que los asfixiaban y pusieron en común todos sus recursos para hacer frente a la oleada de pacientes infectados, fabricaron respiradores gratuitos con impresoras 3D, etc., demostró que la inteligencia libre, cuando trabaja en común, puede obrar milagros.
Todavía es posible alcanzar el nivel mínimo de cero emisiones netas de carbono en 2050. Un informe reciente[4] describe una vía para que la economía francesa alcance este objetivo, cuyo costo se estima tanto para el sector público (en torno al 2% del PIB francés cada año) como para el sector privado (unos 20.000 millones de inversiones anuales en infraestructuras verdes). Si se alcanzara globalmente antes de 2060, ese límite maximizaría nuestras posibilidades de no rebasar demasiado el techo de +2 °C al que se comprometió la comunidad internacional en 2015 y más allá del cual los científicos saben que fuertes “no linealidades” pueden acelerar el calentamiento global y las catástrofes descritas anteriormente. Pero para alcanzar realmente estos escenarios, es necesario que, tanto a nivel local en el seno de las comunidades, como en nuestras grandes organizaciones internacionales, pongamos freno a las distopías de la capitalización del mundo, y promovamos la creación de instituciones que cuiden de nuestros bienes comunes (materiales e inmateriales)[5].
Es evidente que esta puesta en práctica requiere inmensos esfuerzos de concertación, compromiso, deliberación. Es lo contrario tanto del imaginario de la economía neoclásica (que cree poder organizar un mundo en torno a los precios del mercado, sin hablar entre nosotros) como del autoritarismo antidemocrático. Este aprendizaje de la deliberación colectiva es lo que la tradición cristiana llama «discernimiento comunitario» y es a lo que el Papa Francisco invita a la Iglesia al buscar la sinodalidad.
¿Qué está bloqueando la transición ecológica?
Durante tres décadas, la información transmitida por la comunidad científica sobre los riesgos vitales asociados al calentamiento global ha sido muy clara. Y durante tres décadas, la mayoría de nuestros países no han hecho casi nada para reducir las emisiones, y aún menos para adaptarse a la devastación presente y futura.
Las inundaciones que asolan Pakistán han causado varios miles de muertos y 33 millones de damnificados, por no hablar de las hambrunas y epidemias que asolarán el país durante los años que necesite para reconstruirse. Al estar directamente relacionados con el calentamiento global y la deforestación, eran en gran medida previsibles, al igual que los megaincendios que destruyen los bosques de Australia, el Amazonas, California y Francia. Ya se sabe que al menos un tercio de Bangladesh estará bajo el agua antes de 2050, al igual que todo el delta del Mekong. Los gobiernos de estos países buscan desesperadamente soluciones para anticiparse a los vertiginosos desplazamientos de población y a los riesgos de hambruna que ello conllevará. Por otro lado, dentro de unas décadas, regiones enteras de la India corren el riesgo de verse sometidas durante casi todo el año a picos de calor y humedad letales para el ser humano, al igual que gran parte del Sudeste Asiático y América Central. ¿Qué medidas están tomando estos Estados para advertir a sus poblaciones y ayudarlas a prepararse? Para 2040, Italia, España y Portugal corren el riesgo de perder más del 40% del acceso al agua dulce del que disfrutan actualmente. ¿Dónde están las plantas desalinizadoras de agua de mar que permitirán a la población sobrevivir?
El hecho es que las pocas iniciativas emprendidas llegan muy tarde y a menudo a una escala inadecuada para el desafío. Las necesidades de financiación para inversiones verdes se estiman en 90 billones de dólares para 2035 a escala mundial[6]. Sin embargo, el Fondo Verde para el Clima de la ONU lucha por recaudar apenas 50.000 millones en 5 años.
La fantasía de una isla desierta
Hay varias razones que explican esta relativa parálisis. La primera es lo que podríamos llamar el «síndrome del Titanic»: una parte de nuestras élites económicas sigue bailando en la cubierta del barco a pesar de darse cuenta de que el transatlántico ya ha chocado con el iceberg y hace aguas. ¿Por qué? Porque estas élites están convencidas de que tendrán un acceso privilegiado al bote salvavidas; por lo tanto, se sienten seguras y consideran desorbitado el coste financiero y político de las reformas que repararían el barco para evitar que se hunda. Es lo que puede llamarse la «fantasía de la isla desierta»[7]. Estos ultrarricos sueñan con un refugio donde resguardarse de las desastrosas consecuencias de sus propios descuidos. De hecho, son estas mismas élites las principales responsables de la crisis climática: sólo el 10% más rico del planeta produce más del 40% de las emisiones. Este tipo de isla desierta ya existe: son las gated communities, que se encuentran en América Latina o en las «aldeas» donde se refugian los expatriados de las empresas extractivas en África, protegidos por milicias privadas.
¿Queda clara entonces la importancia de un debate científico sobre la posibilidad de extinción de la humanidad? No existe tal isla desierta. Incluso si, por una extraordinaria casualidad, una comunidad de ultrarricos consiguiera aislarse en uno de los búnkeres que algunos de ellos están construyendo, la desaparición de capas enteras de la población les privaría de la mayoría de los servicios sin los cuales no pueden vivir[8].
La elección de una sociedad
La segunda razón de nuestra parálisis reside en el hecho de que nuestras sociedades se encuentran en una encrucijada en cuanto a la economía política de los combustibles no fósiles. Se nos ofrecen dos opciones. La primera, defendida por la mayoría de los ecologistas y jóvenes de The Economy of Francesco, consiste en reorganizar nuestras sociedades para distribuir lo más ampliamente posible las fuentes de acceso al agua y de producción de energías renovables, así como el poder de decisión política: en esencia, una democracia participativa estructurada en torno a bienes comunes descentralizados. En la última década, Alemania parecía esforzarse en esta dirección, a juzgar por la proliferación de cooperativas de producción de energías renovables (eólica y solar) en algunos Länder (Estados federados). La descentralización y el reparto de los recursos energéticos debían lógicamente ir acompañados de un reparto de las decisiones políticas. Desde entonces, desgraciadamente, la mayoría de estas cooperativas han sido privatizadas y Alemania ha vuelto al carbón: dos grandes regresiones que han devuelto a este país a la encrucijada en la que todavía se encuentran todos los demás. La segunda opción es, simplificando, la que siguen la China de Xi Jinping y la Rusia de Putin y hacia la cual podría tender Francia: una alianza autoritaria entre la esfera pública y un sector privado oligopolístico para favorecer una concentración muy desigual de las fuentes de producción de energía y, por tanto, de las decisiones políticas. Esta opción encaja felizmente con la «solución nuclear».
Nuestro diagnóstico es que una parte de nuestras élites vacila: algunas se han pronunciado a favor de la segunda opción y buscan la manera de imponerla a los ciudadanos. Prefieren perder años preciosos en la lucha contra las crisis ecológicas que nos afectan que correr el riesgo de perder el poder dejando que los componentes de la sociedad civil – sobre todo los jóvenes – se comprometan demasiado rápido con la opción democrática-descentralizada.
El control antidemocrático de los medios de comunicación por sus propietarios en un «mercado mediático» cada vez más concentrado es, desde este punto de vista, una muy mala señal: hace posibles las peores manipulaciones colectivas, y no se trata sólo de la propaganda de Pekín y Moscú. Sin embargo, como ya hemos dicho, el autoritarismo burocrático no puede desplegar los recursos de inteligencia que necesitamos para hacer frente a los desafíos actuales.
La parálisis del sector financiero
El tercer obstáculo a la conversión ecológica de nuestras élites es la parálisis del sector financiero. Francisco nos lo ha recordado: «Las finanzas son algo aguado, una cosa gaseosa, no se pueden coger»[9]. Ya en 1931, la encíclica Quadragesimo anno de Pío XI había denunciado la dictadura de las finanzas. Más recientemente, la declaración del Consejo Pontificio Justicia y Paz, firmada por el cardenal Turkson en otoño de 2011, pedía una regulación indispensable de las finanzas de mercado y del sector bancario. Una regulación que no se ha realizado por la idolatría a la que la generación de los boomers ha optado por ofrecer sacrificios y que se esconde tras argumentos falaces sobre la supuesta eficiencia de los mercados o la excesiva dificultad de revertir las numerosas decisiones desreguladoras que se han tomado desde los años ochenta.
En 2021, se demostró que sólo los 11 primeros bancos de la eurozona poseen 530.000 millones de euros en activos financieros directamente relacionados con los hidrocarburos fósiles: carbón, petróleo, gas[10]. Estos activos representan en promedio el 95% de los fondos propios de estos bancos. Si no se deshacen de ellos, el día en que nuestras sociedades decidan por fin prohibir los combustibles fósiles – lo que debe hacerse cuanto antes si queremos que los niños de hoy vivan con dignidad -, la mayoría de ellos quebrará. Ellos lo saben, pero en lugar de cambiar radicalmente su modelo de negocio, y dado que ya nadie quiere comprarles estos nuevos activos «podridos», tiran con fuerza del freno de mano a la descarbonización de nuestras economías, incluso a costa de utilizar medios de chantaje contra los Estados (incapaces de ayudarles en caso de colapso), los bancos centrales (de los que son los principales mandantes) y las multinacionales privadas (que dependen de ellos para financiarse). En la práctica, se está haciendo lo que el Papa Francisco denunció en Asís: «No basta con hacer el maquillaje, es necesario cuestionar el modelo de desarrollo»[11]. Un modelo totalmente dirigido hoy por los dictados de la esfera financiera, a su vez ocultos tras el green washing de las finanzas «verdes»[12].