Un movimiento como el peronista, que nació para transformar la realidad material de las mayorías debe preguntarse si el eje central de la discusión económica pasa por el equilibrio de las cuentas públicas o si simplemente nos están corriendo el arco. Están imponiendo agendas mientras se deterioran de forma alarmante los ingresos de la población, la actividad y el empleo y se pretende transformar la matriz productiva hacia una con un sesgo profundamente extractivista.
La actualidad de los debates económicos en Argentina parece manifestar que hay un concepto que logró superar diferencias políticas e ideológicas y consolidarse como una suerte de consenso: el déficit fiscal es malo. Algunas vertientes lo señalan como la causa primera de todos los males de la Argentina. Otras menos extremistas, aceptan que es mejor tener las cuentas fiscales equilibradas.
No es casualidad esta conclusión a la que parece haber llegado el conjunto de la sociedad: la administración anterior llevó el déficit a niveles extraordinarios. Recordemos que tuvo que enfrentar dificultades igualmente de extraordinarias como la pandemia y la peor sequía de los últimos años, con un fuerte impacto en la actividad, la recaudación y con nula capacidad de financiamiento habiendo heredado del macrismo un mercado de deuda completamente destruido.
Ahora bien, un movimiento que nació para transformar la realidad material de las mayorías debe preguntarse si el eje central de la discusión económica pasa por el equilibrio de las cuentas públicas o si simplemente nos están corriendo el arco, nos están imponiendo agendas mientras se deterioran de forma alarmante los ingresos de la población, la actividad y el empleo y se pretende transformar la matriz productiva hacia una con un sesgo profundamente extractivista.
En este sentido, es clave distinguir entre herramientas y objetivos. El resultado fiscal, el equilibrio de la cuenta corriente o la administración del tipo de cambio no son fines en sí mismos, sino instrumentos de política económica. Confundirlos con metas finales nos lleva a discusiones estériles y agendas impuestas desde afuera. El verdadero objetivo estratégico para un país como Argentina debe ser el bienestar de la población. Las herramientas como el déficit o superávit fiscal, superávit comercial, devaluaciones o apreciaciones deben evaluarse en función de cómo contribuyen o no a estos fines superiores. Poner el centro del debate solo en el déficit, descontextualizado de un proyecto de desarrollo, es resignar la capacidad de pensar políticas transformadoras que prioricen la producción, el empleo y la justicia social.
En primer lugar, merece la pena mencionar una obviedad: cuando el Estado incurre en superávit fiscal, está absorbiendo riqueza del sector privado. El superávit fiscal requiere que alguien lo financie: en este caso el sector privado doméstico, aunque podría ser el sector externo (que no es el caso, y veremos más adelante). De manera inversa, cuando el Estado gasta por demás de sus ingresos, está transfiriendo riqueza al sector privado.
Dicho esto, hay un amplio consenso en la teoría económica sobre lo dañino que puede ser mantener un déficit fiscal elevado de forma sostenida durante muchos años. No es lo mismo incurrir en déficit fiscal durante 1 año particular ante un shock externo como puede ser una pandemia que mantener 10 años de déficit fiscal creciente. Tampoco da lo mismo tener un déficit del 1% del PIB que uno del 10%. En esto hay cierto consenso.
De todas formas, observemos algunos datos concretos: en los últimos 65 años, Argentina tuvo déficit fiscal primario en 44 de ellos, y aun así, en el 61% de esos años, la economía creció. Por otro lado, solo hubo 12 años en los que el país creció con superávit fiscal primario, y de esos 12, 8 fueron durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner. Este ejercicio es una simplificación, sin embargo y más allá de cada contexto particular, se evidencia que el resultado fiscal en sí mismo no es la variable que determina si la economía crece o no.
Para ilustrar mejor la idea, el gráfico anterior muestra de forma contundente que la relación entre resultado fiscal primario y crecimiento económico no es lineal ni automática. A lo largo de las últimas dos décadas, Argentina experimentó períodos de crecimiento robusto incluso con déficit fiscal moderado y, a la inversa, caídas del PBI aún en contextos de equilibrio o superávit fiscal. Esto demuestra que centrar el debate exclusivamente en cerrar la caja fiscal ignora la verdadera dinámica de la economía real.
Dicho esto, y para seguir discutiendo los resultados fiscales, la experiencia justicialista enseña que lo decisivo es cómo se orienta la política fiscal y a quién beneficia. Desde sus orígenes, el peronismo tiene un mandato claro e irrenunciable: construir justicia social. Y la justicia social se logra con política fiscal bien aplicada y dirigida.
Dicho de este modo, si lo que desea es discutir el resultado fiscal como eje, empecemos por discutir como orientamos las finanzas públicas hacia el crecimiento y la distribución. Si comprendemos que lo importante está en la reformulación de la estructura tributaria y la orientación del gasto hacia la ampliación de la capacidad productiva, seguramente en algún momento “cierre la caja” como consecuencia de un estado activo y no sobre el recorte de este.
El debate económico actual también puede sintetizarse bajo la siguiente pregunta: ¿sobran pesos o faltan dólares? En otras palabras, ¿el problema es el déficit fiscal o el déficit externo? A las claras, tanto la abundancia como la escasez en economía se entienden en términos relativos. Sobran pesos porque faltan dólares y faltan dólares porque sobran pesos. Son dos caras de la misma moneda. Ahora bien, dado que sobre los pesos la política económica tiene mayor control que sobre los dólares, resulta más apremiante atender la falta de dólares.
Un ejemplo claro de esta problemática y una resolución paradigmática y bien justicialista fue la construcción del Gasoducto Néstor Kirchner. Este gasoducto fue financiado, en parte, con el aporte extraordinario a las grandes fortunas y, en otra gran parte, con déficit fiscal. Resultó preferible financiarlo con pesos que tomando deuda en dólares, aunque, de todas formas, lo más relevante es la asignación de los recursos y no tanto su forma de financiamiento.
El gasoducto, financiado con emisión de pesos, permitió desarrollar infraestructura esencial para alcanzar un superávit energético que permite a la Argentina ahorrar y conseguir dólares extra que, de otra forma, no los hubiese obtenido. De hecho, esa obra junto con la decisión política previa de estatizar YPF que derivó en el descubrimiento del importante potencial de Vaca Muerta, están logrando imprimir un dinamismo y un optimismo en el sector tal que, muchos analistas lo comparan con un “segundo campo”.
Tal como muestra el gráfico, el balance cambiario del sector energético pasó de un déficit inicial a registrar un saldo acumulado positivo de casi USD 6.000 millones en poco más de un año. Este giro evidencia el impacto directo de la inversión pública en infraestructura estratégica: sin la ampliación de la capacidad de transporte y producción, el país seguiría destinando miles de millones de dólares a importar energía. Hoy, gracias a Vaca Muerta y al gasoducto, esos dólares quedan en la Argentina.
Es cierto que importa cómo se financia la actividad económica, pero aún más importante es definir cómo se asignan esos recursos. Las herramientas de financiamiento ya sea vía impuestos, deuda o emisión solo cobran sentido si están puestas al servicio de una estrategia clara de desarrollo y bienestar colectivo. Muchas decisiones políticas trascienden la lógica puramente mercantil porque responden a lineamientos estratégicos que buscan maximizar el bien común y transformar la estructura productiva, el cual debe ser el objetivo central del modelo económico justicialista.
A las claras, desde la perspectiva justicialista, el ajuste llevado adelante por el gobierno de Milei es completamente injusto y regresivo. Quienes transfieren sus ingresos para sostener el tan ansiado superávit primario son jubilados y pensionados, fundamentalmente quienes cobran la mínima, docentes, médicos, científicos, empleados públicos y miles de trabajadores que ven como sus ingresos duran hasta mediados de mes.
Este ajuste, además de ser despiadado con los más vulnerables, es ineficiente en términos económicos. Al ser regresivo, contrae la demanda agregada de la economía, que explica entre el 65% y el 70% de la actividad económica, con lo cual, es profundamente recesivo.
El gráfico anterior muestra con claridad el efecto directo de la recesión sobre el consumo masivo, tras sostener niveles relativamente estables entre 2017 y 2023, el ajuste iniciado en diciembre 2023 provocó una contracción abrupta de las ventas en supermercados, que cayeron muy por debajo del promedio base de 2017 y se mantuvieron deprimidas durante 2024 y 2025. Esta caída evidencia cómo la pérdida de ingresos de amplios sectores populares se traduce de forma inmediata en menor consumo interno, afectando la actividad comercial y reduciendo aún más la demanda agregada que sostiene la producción nacional.
En esta misma línea, el gráfico anterior refuerza la hipótesis de cómo la recesión y el ajuste fiscal impactaron directamente en la construcción el cual es uno de los sectores más dinámicos de la economía. Tras recuperar niveles de actividad cercanos a los picos históricos entre 2021 y 2023, el fuerte recorte de la obra pública y la caída de la inversión redujeron abruptamente el indicador en 2024, con una recuperación parcial pero muy insuficiente en 2025. La contracción de la construcción no solo detiene proyectos estratégicos, sino que arrastra empleo directo e indirecto, afecta cadenas productivas y profundiza la recesión general.
Esta dinámica confirma que, lejos de generar eficiencia, el recorte de ingresos y gastos estratégicos termina paralizando fábricas, máquinas y trabajadores, debilitando la base productiva sobre la que se sostiene la recaudación fiscal misma. Menos consumo, menos producción, menos recaudación generan un círculo vicioso que contradice la promesa de equilibrio macroeconómico sostenible.
En estos términos ninguna promesa de inversión privada prosperará si no hay salarios ni ingresos que sostengan las ventas. El modelo de la austeridad aplicado de forma regresiva termina siendo funcional a los sectores más concentrados o a aquellos que pueden colocar su producción en el exterior y termina socavando el tejido productivo que necesita de un mercado interno vigoroso. Como resultado tenemos sectores concentrados acumulando dólares (subsidiados a precio barato gracias al préstamos con el FMI e intervenciones en el mercado de futuros), desempleo en aumento, fundamentalmente en los conurbanos y pequeñas y medianas empresas con dificultades para colocar su producción y con tasas de interés estratosféricas y muy volátiles que complica la gestión de su liquidez.
La idea de un país que gane competitividad y productividad a costa de reducir al Estado para que sea el mercado el que regule el universo laboral y con ello se llegue a un equilibrio con salarios bajos es tan regresiva como contradictoria: se ahoga la demanda interna, se desalienta la producción local orientada al consumo y, en lugar de volcarse a inversión genuina, muchas de esas ganancias empresariales se canalizan hacia la especulación financiera, presionando sobre la tasa de interés y/o el tipo de cambio.
“Populismo” con los dólares o proyecto productivo
Desde su llegada a la presidencia y luego de la mega devaluación de diciembre de 2023, Javier Milei implementó un esquema de dólar artificialmente barato que, lejos de ser un efecto colateral, funciona como un verdadero “Plan Platita” cambiario. Al mantener atrasado el tipo de cambio oficial se abaratan las importaciones, se fomenta el consumo de bienes externos y se genera una sensación de estabilidad de precios que posterga tensiones sociales. Sin embargo, este espejismo de dólar bajo no se sostiene con superávit genuino ni aumento de exportaciones, sino a pura intervención del Banco Central en el mercado de futuros y, principalmente, vía endeudamiento acelerado tanto en pesos, mediante la colocación de bonos a altas tasas de interés para absorber pesos del mercado, como en dólares, recurriendo a financiamiento de organismos internacionales o nuevos pasivos del propio BCRA.
Las consecuencias de este esquema no tardan en aparecer, el atraso cambiario dispara la demanda de bienes importados, desplazando la producción local, afectando a las industrias que no pueden competir con insumos y productos finales que llegan desde el exterior a precios subsidiados por el dólar oficial. A la vez, el turismo emisivo se vuelve una vía de fuga de divisas dado que, con un dólar barato se abarata viajar al exterior y se encarece el turismo interno, provocando una sangría de reservas. Todo esto desemboca en un déficit creciente de la cuenta corriente, que debilita aún más la posición externa y profundiza la dependencia de nueva deuda para tapar el bache. El resultado es un círculo vicioso: para sostener el “Plan Platita” cambiario se necesita más deuda, y esa deuda futura genera mayor vulnerabilidad y ajuste más adelante. Mientras tanto, se destruye la base productiva, se posterga la diversificación exportadora y se consolida una estructura económica cada vez más dependiente de la especulación financiera.
A contramano de este esquema de atraso y endeudamiento, es fundamental recordar la importancia de la administración de los recursos y cómo un Estado dotado de herramientas puede generar transformaciones: es así como durante el primer peronismo, el justicialismo supo construir herramientas como el IAPI que permitieron ordenar el frente externo y administrar los dólares en función de un proyecto de desarrollo productivo. El IAPI centralizaba la compra y venta de exportaciones clave, capturaba la renta excedente de sectores primarios y la redistribuía hacia la industrialización, la sustitución de importaciones y la generación de empleo de calidad. Paralelamente, la nacionalización de los ferrocarriles y de empresas estratégicas consolidó la soberanía económica y garantizó que recursos vitales permanecieran bajo control nacional, evitando la sangría de divisas vía remesas de utilidades al exterior.
Décadas más tarde, en otro contexto histórico, pero con la misma lógica de recuperar autonomía, el gobierno de Néstor Kirchner saldó la deuda total con el FMI, liberando al país de las condicionalidades impuestas por los organismos multilaterales y recuperando margen de maniobra para orientar las divisas al desarrollo interno. Todas estas políticas apuntaron a enfrentar un problema estructural de la economía argentina: la persistente tensión entre la disponibilidad de divisas y la necesidad de expandir la producción y el empleo. Sin planificación y sin mecanismos de administración del sector externo, la restricción externa reaparece como un límite crónico que condiciona cualquier proyecto de crecimiento sostenido.
La tarea que nos convoca es la de reconstruir el andamiaje de un Estado presente y eficiente que mejore la infraestructura pública, potencie la productividad y amplifique la capacidad instalada de la economía para poder dejar atrás la restricción externa como ancla estructural del estancamiento. La construcción del gasoducto NK debe ser tomada como ejemplo de uno de los actos de soberanía más importantes de los últimos años.
No se trata de negar la importancia de administrar con responsabilidad los recursos fiscales, pero sí de poner las prioridades en su lugar. Un resultado fiscal primario positivo no puede sostenerse si para alcanzarlo se licuan haberes jubilatorios o se destruye la obra pública. No es justo ni eficiente.
Tampoco es deseable mantener un déficit que solo sirva para financiar el gasto asistencial sin fortalecer la base productiva del país. Para el justicialismo, construir soberanía política, independencia económica y justicia social requiere instrumentos concretos: superávit comercial, controles efectivos de la fuga de capitales y una deuda externa manejable que asegure autonomía en las decisiones. Estas son herramientas que articuladas con un Estado que dirija inversiones hacia infraestructura, ciencia, tecnología e industria nacional, permitirán alcanzar un equilibrio macroeconómico. Este equilibrio, a su vez, será compatible con la generación de empleo de calidad y la recuperación del poder adquisitivo, pilares esenciales para el bienestar.
La «escasez de dólares» es como nadar debajo de la capa de hielo de un lago congelado en la superficie. No se puede salir a respirar. Hay «escasez de oxígeno».
Eso no es un diagnóstico verdadero porque la escasez estará determinada por las consecuencias de la concepción y acción que uno elija.
En la concepción y ejecución de las políticas económicas en Argentina de los últimos 60 o 70 años, el único que tenía claro cómo lidiar con la «escasez de dólares» fue JDP, quien apuntaba a crear las condiciones para que la «necesidad» de dólares se fuera atenuando.
El dólar es una trampa porque la dependencia de él es meterse en las condiciones en que va a ser necesario. Pero eso es una elección, un dato, no es algo intrínseco al funcionamiento de la economía.
El área del dólar cada vez va a ser menos importante en este mundo que, si subsiste, verá el desarrollo de la India y África y saltos cualitativos en China.
La escasez de dólares es un diagnóstico obsoleto, puede tener ciertos visos de realidad en condiciones de muy poca fuga de divisas (pero esas condiciones no ocurren desde hace muchísimo), pero el futuro de la Argentina como de AL ya no depende de lo que dependía hasta hace poco. El centro del mundo está en otro lado, no en el área del dólar.