Por Martín Kohan*
(para La Tecl@ Eñe)
Mucho para hablar, poco que decir. O sea: muchas horas para hablar, pocas cosas que decir. Es el tipo de formulación que les cabe, según creo, a las radios y los canales de televisión que los domingos de votación mantienen la tesitura de dedicar su programación íntegra a la cobertura del acto eleccionario. Arrancan a la mañana temprano y terminan a la noche muy tarde, sin otro tema que ése, o casi sin otro tema que ése. Son muchas horas, demasiadas. Y no es tanto lo que sucede. Vota un candidato acá, vota otro candidato allá; hay demoras en tal escuela, faltan boletas en tal otra. Un móvil en directo desde la mesa a la que acude a votar, sin tener obligación de hacerlo, una abuelita de casi cien años; en otro móvil les preguntan qué es lo que sienten a dos adolescentes que debutan como votantes. A las seis, revoleo vertiginoso de cifras, al tuntún por lo general; y luego el goteo del mesa a mesa que dice tanto sobre el resultado final de la elección como diría sobre el atardecer el movimiento del sol al mediodía.
Todo ese tiempo es preciso hablar, y no hay mucho para decir. La épica cívica del sufragio como tal ha ido declinando con el transcurso de los años, lo cual admite una interpretación pesimista (cede el fervor por la democracia recuperada) o bien una interpretación optimista (la democracia ya es una condición política estabilizada y naturalizada, la votación no supone por ende un acontecimiento excepcional a celebrar como se celebra lo desusado). Esa exigencia, que tantos canales asumen obstinadamente cada domingo electoral, cuenta con un precedente de peso en los medios masivos de comunicación: son los canales de televisión dedicados a hablar de fútbol las veinticuatro horas del día. Porque si bien hay partidos a granel, en todas partes y en todo momento, no hay en verdad tanto tanto para decir. Y sí muchas horas para llenar. De manera que las discusiones a gritos y el largo barruntar no tardan en desprenderse del juego mismo del fútbol, para derivar en aspectos aledaños (chismes de entornos, chicanas tribuneras, conjeturas sin sustento, agravios personales, anuncios porque sí, operaciones mal digitadas, etc.), y en un punto ya ni siquiera aledaños.
Ocurre en ocasiones, diría que con cierta frecuencia, que durante la transmisión de los partidos, cuando sí se está jugando al fútbol y es preciso hablar de eso, relator y comentarista y cronista de campo de juego se la pasan hablando de cualquier otra cosa (chistes internos, recuerdos en asociación libre, anecdotario no muy pertinente, etc.); acaso porque, agotados por tanto haber tenido que hablar cuando nada había que decir, saturados del parloteo envasado al vacío, hartos de sí mismos más incluso que del fútbol, asisten a un partido de fútbol y están ya tan podridos, que cualquier charla de ocasión sobre cualquier tema que sea les resulta preferible a tener que relatar y comentar lo que en el partido esté pasando.
¿Puede que esta derivación notoria de muchas coberturas futbolísticas algo indique, en cuanto a los medios masivos, acerca de las coberturas políticas? Y ya no en las coberturas de larga duración, en escala Pipo Mancera o Beto Badía, de los domingos de elección, sino en términos más extendidos, como estado general de cosas en cuanto a los espacios de la política en los medios masivos de comunicación. Tantas y tantas horas dedicadas a los monólogos agraviantes, los chicaneos personales, las operaciones mal disfrazadas, la repetición de slogans y frases huecas, dejaron vacantes en buena parte de esos espacios la instancia crucial de la confrontación estrictamente ideológica o la de la examinación detenida del estado de ánimo en la sociedad. Muchas horas para hablar, pocas cosas que decir. Y a la hora del decir, el hastío del cualquiercosismo. No son todos, ya lo sé. Pero tampoco tan escasos.
Luego ocurre la elección y arrecian por todas partes palabras tales como “impensado”, “sorpresivo”, “inesperado”.
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*Escritor. Licenciado y doctor en Letras por la Universidad Nacional de Buenos Aires.