Desde el fallido autogolpe de Pedro Castillo en 2022 y la toma de mando de su entonces vicepresidenta Dina Boluarte —aliada luego con la oposición a Castillo—, el gobierno peruano aceleró el proceso de erosión democrática en el país. Hace un año, más de la mitad de los peruanos se identificaban con las protestas en contra del gobierno de Boluarte y confiaban en que podría lograrse el adelanto de las elecciones presidenciales, que contaba con el respaldo de 88% de la población. En febrero de 2023, cuando la represión policial ya había provocado 49 muertos, las protestas se mantenían en varias regiones del país. Aparecían también los primeros reportes internacionales sobre violaciones de derechos humanos –que luego se multiplicarían-, dando cuenta de la escalada de violencia institucional. En el momento de auge de las manifestaciones, la percepción mayoritaria era optimista sobre la posibilidad de lograr su cometido. Sin embargo, en marzo de 2023, el ciclo nacional de protestas se agotó. Un año después, y aun cuando los índices de desaprobación del gobierno y del Congreso se mantienen igualmente altos, la situación es diferente. Las protestas se han apagado y varias preguntas surgen de inmediato: ¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿El gobierno de Boluarte se ha consolidado? ¿La ciudadanía peruana se han resignado a esperar las elecciones de 2026?
Las respuestas a estos interrogantes están lejos de ser sencillas. Pero podemos ensayar algunos acercamientos.
La formación de una coalición autoritaria
Tras asumir la presidencia luego del fallido intento de autogolpe de Castillo, Boluarte decidió formar una coalición con la mayoría en el Congreso para que todos permanecieran en sus puestos hasta 2026, rechazando así cualquier tipo de adelanto electoral. Esa decisión generó un rechazo mayúsculo no solo en el electorado de Castillo, que se sentía traicionado por Boluarte, sino también en un sector más amplio de la población que rechazaba tanto al ex-presidente como al Congreso.
Las protestas de 2022 y 2023 expresaron este malestar general y tuvieron tres momentos clave. Un primer momento se vinculó a las movilizaciones campesinas en defensa del voto por Castillo. Poco después, en un segundo momento, un bloque de organizaciones de izquierda y de derechos humanos se sumó a la contestación en las calles para rechazar la violenta represión del nuevo gobierno. Finalmente, en un tercer momento, un sector más plural de la ciudadanía se movilizó para rechazar el autoritarismo de Boluarte. Aunque las protestas adquirieron un carácter multitudinario, el gobierno no retrocedió un centímetro y el Congreso cerró todas las iniciativas tendientes a garantizar un adelanto de las elecciones.
Desde el gobierno de Castillo (julio de 2021–diciembre de 2022), el Congreso estuvo, en apariencia, ideológicamente dividido. Pero, en la práctica, actores diversos terminaron convergiendo en su interés de trabar reformas que golpeaban a las mafias (como la reforma educativa) y en negociar votos para repartirse posiciones de poder. En 2022, los magistrados del Tribunal Constitucional fueron designados por esa mayoría congresal. Y, en ese mismo contexto, fue elegida la nueva fiscal de la Nación, Patricia Benavides, que estableció una relación estrecha con sectores opositores en el Congreso. Dos días antes del autogolpe de Castillo, la vicepresidenta Boluarte fue absuelta de diversas acusaciones en el Congreso. Durante aquellas jornadas, la vacancia (destitución) de Castillo parecía inminente, por lo que el retiro de las acusaciones a Boluarte sugería, para algunos actores, que existía algún tipo de acuerdo con la oposición.
Cuando Boluarte asumió la presidencia, el sistema político peruano aceleró su proceso de transición a un «parlamentarismo autoritario». La presidencia de Boluarte pasó a depender casi completamente del Poder Legislativo, ya que este puede reunir los votos para vacarla sin la necesidad de fundamentar su decisión. Por ello, su gobierno es aquiescente con el Congreso. En ese juego de poder entre Ejecutivo y Legislativo, las cosas quedaron claras. Boluarte no se lanzó contra el Congreso y, a cambio, los parlamentarios la respaldaron durante la violenta represión de las protestas. Para los parlamentarios, el asesinato de medio centenar de peruanos no ameritó ni pedidos de vacancia ni censuras de ministros. Mientras tanto, el Congreso pudo avanzar en sus objetivos con mayor facilidad.
La alianza de Boluarte no se circunscribe, sin embargo, al Parlamento. La coalición autoritaria incluye también al Ministerio Público, a los principales representantes del gran empresariado, a la mayoría del Tribunal Constitucional, a las Fuerzas Armadas, a la Policía y a un amplio sector de los medios de comunicación más influyentes del país. El apoyo de estos sectores a las prácticas represivas del gobierno de Boluarte ha sido claro y evidente. De hecho, no solo las investigaciones sobre los asesinatos a manifestantes se estancaron en el Ministerio Público, sino que la propia fiscal de la Nación, Patricia Benavides, debilitó las fiscalías de derechos humanos, evitándole así problemas a la mandataria. Sin la fiscalización del Congreso ni del Ministerio Público, y con los principales medios de comunicación nacionales reproduciendo el discurso gubernamental –que acusaba de delincuentes o terroristas a los manifestantes–, el balance de poderes se debilitó.
El rol del Tribunal Constitucional merece un comentario aparte. Gracias a sus decisiones, el Congreso pudo pasar por encima de los dictámenes del Poder Judicial y elegir sin respetar criterios meritocráticos mínimos al Defensor del Pueblo o al Consejo Directivo de la Superintendencia Nacional de Educación Superior Universitaria. De esa forma, la Defensoría, que había sido una de las pocas instituciones que funcionaban y que cumplía el rol de vínculo entre el Estado y la sociedad, pasó a formar parte de la coalición autoritaria. También debemos inscribir en este escenario el desacato del Tribunal a la Corte Interamericana de Derechos Humanos respecto de la liberación del dictador Alberto Fujimori, hecho que puso a Perú al nivel de Nicaragua o Venezuela en materia de descomedimiento a lo sustanciado en organismos internacionales.
A todo esto se suma el hecho de que la coalición autoritaria ha intentado quebrar por completo el equilibrio de poderes a través de la destitución de la Junta Nacional de Justicia (organismo constitucional autónomo encargado de nombrar, ratificar y destituir a los jueces y fiscales de todos los niveles), y de un cambio constitucional para poder someter a los órganos electorales a su control. Aunque por el momento no lo ha conseguido por falta de votos, están en marcha diversas mociones y proyectos que apuntan en esa dirección.
Además de lograr evitar la fiscalización eficaz al Ejecutivo por las violaciones a los derechos humanos y de descartar la opción del adelanto electoral, el Congreso empujó varias (contra)reformas. Se retrocedió en las reformas al sistema de partidos y se aprobaron leyes que golpean la lucha contra el crimen organizado. Además, se impulsó una modificación regresiva de la Ley Forestal, se presentaron diversos proyectos que buscan favorecer a la minería ilegal y se dictaron nuevas leyes que criminalizan la protesta ciudadana.
La fragilidad de la coalición
A pesar de que, a partir de sus recientes logros, la coalición autoritaria imperante en Perú podría parecer sólida, hay varias evidencias de lo contrario. En primer lugar, los miembros que la integran son débiles, empezando por la propia Boluarte, una política no profesional, al igual que el propio Castillo, que carece de partido. Aunque es apoyada por diversas fuerzas políticas presentes en el Congreso, solo la fujimorista Fuerza Popular tiene un mínimo de cohesión. Ningún partido tiene una base organizativa sólida con presencia nacional. A esto se suma el hecho de que en Perú no existe hoy ningún político popular que logre unificar la coalición en el poder, en tanto todos concitan un amplio rechazo. Al mismo tiempo, el poder de la coalición puede ser efímero debido a que tiene un control inestable de las instituciones. La fiscal de la Nación, pieza clave de la coalición para frenar investigaciones incómodas o atacar a la oposición, fue suspendida de sus funciones por seis meses en diciembre de 2023, mientras es investigada por liderar una presunta organización criminal para sacar y nombrar autoridades en función a la afinidad política con la mayoría en el Congreso.
Un segundo punto a destacar a la hora de evaluar la fragilidad de la coalición autoritaria es que sus miembros tienen intereses muy divergentes. Esto es normal, pero muy difícil de administrar cuando no hay partidos en el sentido estricto del término. La negociación en el Congreso debe ser permanente y prácticamente con cada parlamentario. Esto se agrava ya que aquellos que no integran ninguno de los grupos parlamentarios constituyen hoy la segunda bancada más grande del Congreso. Si bien hay parlamentarios con puntos de vista ideológicos –moderados y radicales tanto en la derecha como en la izquierda–, se trata de una minoría. Lo que prima son actores con puros intereses individuales. Esto explica por qué Perú Libre, un partido que se declara marxista-leninista (por el que postuló Castillo), puede votar junto a los fujimoristas y hasta compartir con ellos la Mesa Directiva sin mayores problemas. Al mismo tiempo, es por eso que a veces algunos proyectos clave para avanzar en la concentración del poder no prosperan. Algunos políticos pragmáticos que aspiran a seguir en la política, valoran más a la opinión pública. Esto explica por qué el voto de algunos congresistas evitó, a último momento, que se destituyera a la Junta Nacional de Justicia el pasado diciembre.
El tercer factor de debilidad de la coalición autoritaria es que el gobierno de Boluarte no tiene ningún éxito que mostrar. Luego del gobierno de Castillo, muchos confiaban en que Boluarte podría retomar el crecimiento económico y fortalecer el Estado con un gabinete técnico. Pero un año después de su investidura, Perú entró en recesión y la capacidad estatal sigue debilitada. De acuerdo a la última encuesta del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), 66% de los encuestados declara que vive peor que hace un año y la aprobación del gobierno de Boluarte ronda el 8%. La presidenta, además, no puede viajar al sur del país sin concitar protestas en rechazo a su presencia. En enero de este año, en Ayacucho, los familiares de dos víctimas de la represión del Ejército la increparon por la impunidad de los asesinatos cometidos durante las protestas. Esa gran impopularidad ha facilitado que los medios de comunicación cuestionen más duramente al gobierno por temas de ineficiencia y corrupción. Varios medios conservadores se han esforzado en distanciarse de Boluarte afirmando que su gobierno «no es de derecha», a pesar de las alianzas que sostienen a la presidenta.
En suma, si bien la coalición autoritaria sigue en pie, manteniendo la impunidad por las violaciones a los derechos humanos y avanzando en reformas que buscar centralizar el poder en el Parlamento, su estabilidad es frágil. A pesar del interés de mantenerse en el poder hasta 2026, la debilidad de sus actores y las discrepancias entre ellos se suman a la impopularidad del gobierno. Estos factores podrían hacer que la coalición se termine de resquebrajar. Lo llamativo, en un contexto de este tipo, es que la oposición no siga presionando desde las calles.
Las limitaciones de las protestas
Luego de tener el ciclo de protestas nacionales más intenso y prolongado del siglo XXI, las manifestaciones contra el gobierno de Boluarte comenzaron a decrecer en marzo de 2023. Si bien crecieron las protestas locales por reivindicaciones sociales más específicas (alza de precios, conflictos socioambientales, cuestiones laborales) y las protestas políticas se reactivaron por momentos a escala nacional (en julio y diciembre de 2023), el número de participantes fue haciéndose cada vez más limitado.
Los factores que permiten entender esta dinámica, a pesar del rechazo mayoritario a la coalición autoritaria en el gobierno, son al menos cuatro.
1. El primero y más importante es la división sobre la interpretación de la crisis y las soluciones en al menos tres bloques: el primero, articulado en torno de una izquierda popular y regional, vio la caída de Castillo como el resultado de un golpe preparado por una derecha que, luego de intentar invalidar las elecciones de 2021, no lo dejó gobernar. La salida es, entonces, la liberación y reposición de Castillo como presidente, el cierre del Congreso y la convocatoria a una Asamblea Popular Constituyente. El segundo bloque lo conforma una izquierda más institucional y limeña que también denuncia un golpe de derecha pero condena a Castillo por el autogolpe. Este sector exige el adelanto de elecciones y la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Finalmente, un tercer bloque está compuesto por un amplio sector de centroizquierda y centroderecha que ve una continuidad corrupta y autoritaria entre Castillo y Boluarte, y plantea como salida un adelanto de elecciones y un futuro paquete de reformas políticas.
Esta división de interpretaciones y objetivos se condice con identidades políticas contrapuestas que, en un año, no han logrado coordinar una acción mínimamente unificada. Los voceros de estos bloques (activistas y políticos) vienen de duras confrontaciones durante el gobierno de Castillo. Ciudadanos que se oponen al gobierno no asisten a las marchas porque en ellas se encuentran con demandas y líderes a los que se oponen radicalmente. Estas divisiones fueron más visibles en Lima, bastión anticastillista, donde no llegaron a producirse marchas masivas como las de otras zonas del país. Mucho del anticastillismo se tiñó además de un racismo que calificó de ignorantes a los manifestantes que llegaban desde las regiones del sur. Las marchas se dividieron, reduciendo aún más su capacidad de mostrar un número importante de manifestantes. En un país centralista como lo es Perú, la ausencia de grandes movilizaciones en Lima fue leída por la coalición autoritaria como la prueba de que la oposición era minoritaria.
2. Un segundo factor es el de la reducción de la percepción de eficacia de las protestas. Desde la transición a la democracia desde el año 2000, a la salida del régimen fujimorista, las protestas han sido bastante efectivas en Perú. A falta de instituciones que canalicen las demandas, la contestación en las calles fue uno de los principales mecanismos para combatir la corrupción, presionar por cumplimiento de promesas de autoridades y frenar atropellos. En 2019, 72% de la población creía que las marchas tenían impacto y, por ello, ese mismo porcentaje indicaba que participaba o estaba dispuesto a participar en protestas.
Sin embargo, el fracaso del ciclo de movilizaciones que se abrió en diciembre de 2022 y que acabó en febrero de 2023 hizo que la ciudadanía modificara su percepción sobre las protestas. A pesar de su masividad, no se logró que el Ejecutivo retrocediera en la violencia represiva. Al contrario, se nombró como presidente del Consejo de Ministros a Alberto Otárola, responsable político de la denominada «masacre de Ayacucho», y el Congreso avanzó sus contrarreformas. Instituciones en las que antes se podían encontrar aliados fueron capturadas o se debilitaron. De febrero a marzo de 2023 la percepción de que las protestas iban a lograr la renuncia de Boluarte descendió de 51% a 41%. Esto condujo, al mismo tiempo, a que buena parte de la población comenzara a percibir que las ganancias de las protestas eran exiguas en relación a los costos que implicaban.
3. El tercer factor es, precisamente, que los costos de la protesta se incrementan aún más en un régimen en proceso de autocratización. Ya antes del gobierno de Boluarte la democracia peruana era débil, pero tenía mecanismos para limitar el nivel de represión y fiscalizar el poder. Era impensable que se produjera –como se produjo– el asesinato de 50 personas en protestas sociales, y más aún sin ningún costo político. Pero el debilitamiento del balance de poderes ha conseguido que reine un clima de alta impunidad. El gobierno puede masacrar, encarcelar, procesar, asaltar universidades, criminalizar la solidaridad y censurar la crítica sin consecuencias. Ni siquiera las denuncias plasmadas en más de una decena de reportes de organismos internacionales han logrado mejorar la rendición de cuentas. Los potenciales manifestantes leen esto como un costo demasiado alto, que desincentiva no solo la participación en marchas, sino también la emergencia de un liderazgo visible. Esta sensación de miedo caracteriza a los autoritarismos: un tipo de miedo parecido al que se siente en Nicaragua o Venezuela. Este es un claro contraste con Guatemala, donde el «pacto de corruptos» que gobernaba decidió no usar la violencia para reprimir las protestas.
Finalmente, es relevante también la incertidumbre sobre el futuro. A pesar de que, según datos de diciembre de 2023, 8 de cada 10 peruanos todavía prefieren el adelanto de elecciones, existe también la percepción de que unas elecciones anticipadas traigan un presidente «peor que Boluarte». O que el actual rio revuelto traiga ganancia para eventuales caudillos radicales, quizás aún desconocidos, de derecha o izquierda. Es decir, hay pocas expectativas de que las protestas consigan abrir paso hacia un futuro mejor. Y a la incertidumbre política se suma la económica. La recesión ha generado preocupación por los costos de bloqueos o paros que vendrían con una nueva campaña de protestas. Esto también divide a la oposición: un amplio sector no ve esos costos como una inversión confiable.
En suma, estos cuatro factores, en conjunto, ayudan a explicar los problemas de la oposición para poder activar las calles contra el gobierno. Esto no significa que no haya picos de protesta de tanto en tanto. Recientemente hubo protestas importantes en las regiones donde se conmemoró un año de las masacres y asesinatos. Hay también, constantemente, protestas contra representantes del gobierno en regiones del sur del país. Y actualmente los carnavales se están celebrando con canciones y sátiras que critican a las autoridades. Pero ya no se ven movilizaciones masivas que puedan presionar a la coalición autoritaria
Escenarios posibles
Si se producen cambios importantes, es más probable que estos aparezcan por errores en la coalición autoritaria que por la capacidad de la oposición para torcer el rumbo. Esta ha formado varias plataformas de convergencia que, paradójicamente, no convergen. Entre ellas se destacan el Comité Unificado de Lucha del Perú (CONULP), la Convención Plurinacional de Regiones del Perú (CONALREP), el Comando Nacional Unificado de Lucha (CNUL) y la Plataforma por la Democracia. Sin lugar a dudas, se ha hecho un importante esfuerzo para organizar políticamente a sectores de la población no representados, pero los cuatro factores mencionados anteriormente juegan en contra de esa organización. En cambio, mientras más pasa el tiempo, se hacen más visibles las fisuras en la coalición autoritaria. La coalición ya sufrió un golpe inicial con la suspensión de la fiscal de la Nación. Con su autonomía recuperada, el Ministerio Público podría avanzar ahora en investigaciones que exhiban los negociados en el Congreso. En un clima de recesión y descomposición política esto podría generar una oportunidad para retomar el ciclo de protestas. Alternativamente, avances del Congreso en el intento de capturar las últimas instituciones (la Junta Nacional de Justicia y los organismos electorales) podrían movilizar la indignación social contenida. Pero la demanda capaz de convocar a una mayoría lo suficientemente amplia para ejercer presión -que incluya a las elites económicas- sigue siendo la del adelanto de las elecciones. Si los distintos sectores de la oposición empujan esa demanda en un momento de crisis de la coalición, es más probable que tenga efectos concretos.
Un segundo escenario, sin embargo, es el de un tenso equilibrio hasta 2026, en el que la coalición autoritaria no logre capturar más instituciones. En el caso de que la coalición no se quiebre, lo cual sería un inusual logro para políticos amateurs, la continuidad de un gobierno desastroso e ilegítimo dos años y medio más sería una fórmula perfecta para que las elecciones sirvan, no como un mecanismo de distención, sino como un desfogue de radicalismo. El actual régimen de impunidad y el desequilibrio del poder puede promover tanto el voto por populistas radicales que prometen venganza, como la mayor intervención de todo tipo de organizaciones criminales en la política nacional. Este es un escenario posible y sumamente peligroso que las elites económicas parecen estar subestimando.
En un contexto de vaciamiento democrático, con políticos torpes e impopulares y donde el poder se fragmenta y circula, es bastante improbable que se consolide la coalición autoritaria mediante la captura de las instituciones al estilo de Daniel Ortega en Nicaragua o Nayib Bukele en El Salvador. Sin embargo, esto también significa que tanto si la coalición autoritaria cae antes o después de 2026, los problemas que corroen a la democracia peruana van a seguir ahí. El déficit de partidos y de políticos hace inviable un sistema representativo digno de ese nombre. Además, la coalición autoritaria estaría dejando varias instituciones capturadas, incluida una peligrosa politización de la policía. La única salida democrática a ese círculo vicioso es forjar una amplia coalición de partidos reformistas, aliados a organizaciones sociales, que pueda formar una mayoría estable para hacer los cambios necesarios. Esto demanda una gran madurez política de los pequeños liderazgos políticos y sociales. El núcleo del estallido de la protesta en el sur consistió en reclamar la participación y la representación prometida desde el inicio de la República. Igualdad política real para poder defender efectivamente todo tipo de derechos económicos y sociales. Es por ello que una eventual coalición reformista no tendrá éxito si solo promete volver al estado de cosas previo a la presidencia de Boluarte o a la de Castillo, sino que lo logrará si apuesta por un cambio que refleje las demandas de igualdad política. Es necesaria una apuesta por un cambio que refleje las demandas de igualdad política. De lo contrario, se mantendrá el vaciamiento democrático hasta que aparezca algún populista con un poco de talento.