Polémica: La sociedad sí giró a la derecha

Frente al abismo que plantea el avance del fascismo con su estructura destructiva, frenética y también dramática (en el más amplio sentido de este término), Claudio Véliz procura bucear en algunas de sus fuerzas motrices; menos para arriesgar algunas recetas para la acción que para plantear un debate urgente sobre la tragedia de este tiempo.

LA POLÍTICA COMO TRAGEDIA/JIRONES DE UNA LENGUA ROTA

Por Claudio Véliz*

(La Tecl@ Eñe)

Lo inesperado como obviedad

En estos días aciagos, hemos leído y escuchado una infinidad de consignas respecto de cuál debería ser nuestra actitud hacia lxs votantes del engendro fascista: entender su bronca, no responsabilizarlxs por el desastre que se avecina, justificar su elección en virtud de la crisis prolongada que seguimos atravesando, etc., etc. Y quizá tengan razón quienes enarbolan gestos comprensivos o absolutorios; después de todo, poco importa “haber tenido razón” cuando nos lanzamos, con desesperación, a vociferar nuestros “argumentos” más sólidos. Sin embargo, si renunciamos a comprender tanto el funcionamiento de los dispositivos neofascistas como los mecanismos psíquicos que regulan esas pulsiones, deseos y reacciones convulsivas que aquellos aparatos de captura procuran propiciar o inflamar, no acertaremos a la hora de ensayar estrategias de reconstrucción del campo popular. Comencemos por advertir que esta vez, ni el entonces candidato anarcocapitalista ni sus aliados macristas se ocuparon de disimular sus intenciones más aviesas: todxs dieron rienda suelta a sus pretensiones más desembozadas, como si se tratara de una competencia en la que triunfa la propuesta más violenta y disparatada. Pero si, además, incorporamos, a este vendaval consignista, a legisladores, simpatizantes, comunicadores pagos y trolls rentados, podríamos contabilizar innumerables expresiones democráticas de tolerancia extrema consistentes en: reivindicar el genocidio, hacer estallar todo, demoler garantías, exterminar a los K, implosionar el ministerio de desarrollo social, meter bala. En síntesis: falcon verde, capuchas, bombas, incendios, motosierras, sacrificios, horcas, guillotinas, armas, balas, bolsas mortuorias, dinamita, homofobia, misoginia… un verdadero arsenal (no solo simbólico) empuñado por la furia derechista vernácula.

Pero además de estas promesas terroristas, el dato “objetivo” (suspendamos, por un momento, las motivaciones afectivas) es que el 55 % del electorado votó por el ajuste fiscal, la dolarización, la quita de subsidios, el achicamiento del gasto público, el desfinanciamiento de Aerolíneas Argentinas, la privatización de YPF, la reducción de impuestos patronales, las reformas laboral y previsional, el fin de las indemnizaciones y de cualquier modalidad de la protesta social, la utilización de las fuerzas armadas para la seguridad interna, la eliminación del Banco Central, la supresión de la mayoría de los ministerios, el remate de la educación, la salud y la obra públicas, el punto final para “la aberración de la justicia social”. Imposible argüir que los votantes fueron engañados ya que el candidato de la motosierra no se privó de desplegar sus cartas sobre la mesa de un modo obsceno, sobreactuado, impune. Solo se puede alegar, con cierta condescendencia por los electores autosacrificiales que, en líneas generales, el peso de las consignas, propuestas y proyectos no resulta tan gravitante a la hora de adoptar decisiones electorales, y que sí, en cambio, es muy significativo el vaivén incesante de las identificaciones, las representaciones, las gestualidades, el culto de la imagen, las estructuras de sentimiento, el odio, el resentimiento, las pasiones tristes, el refugio en un egocentrismo extremo y hostil a cualquier amparo colectivo.

No soslayamos, de ningún modo, que habitamos una sociedad astillada por la crisis y aún castigada por los persistentes efectos de la pandemia; el malestar social es generalizado, los índices de pobreza son muy elevados, se incrementó la precarización laboral y los ingresos no alcanzan para afrontar la carestía de la vida; millones de almas desamparadas por el macrismo no han hallado la reparación esperada. En este marco, algunos presurosos intérpretes de lo obvio, los menos serios y memoriosos, llegaron a comparar el “castigo” sufrido por el peronismo en 2023 con el que afectó al macrismo en 2019 y al kirchnerismo en 2015. Una verdadera apología de la indistinción, del consabido “son-todos-iguales” que ensombrece cualquier análisis crítico y que, por consiguiente, nos aleja de una comprensión cabal de la problemática abordada.

Estamos muy lejos de desestimar los factores socioeconómicos enumerados recientemente, a la hora de ensayar alguna explicación de aquel esperpento electoral, incluso la menos pretenciosa. Es tan absurdo negar que allí donde “crece el desierto” puede adivinarse una tempestad, como aventurar una causalidad mecánica y/o inevitable, entre el uno y la otra, entre la marginalidad y el fascismo, entre la angustia y la furia desatada, entre la precariedad y el resentimiento, entre la vida miserable y el delirio (auto)destructivo. Ciertamente, cada uno de los elementos primeros de tales parejas semánticas contribuye a allanar el terreno para el advenimiento del segundo; sin embargo, la mera existencia de uno no alcanza para explicar la emergencia del otro. Así, por ejemplo, a pesar de que estamos comparando dos momentos históricos diferentes, la crisis de 2001 (muchísimo más profunda, estructural y severa que la actual) no culminó en la conformación de un orden autoritario y hostil a toda estatalidad heredada sino en la instauración de uno fundado en los cuidados, la reparación, la protección de los más vulnerables y la ampliación de derechos. Para decirlo de un modo más expresivo: la condición marginal, la existencia angustiante, la vida precaria y la miseria realmente existente por aquellos años no arrojaron, como corolario, acciones y actitudes fascistas, resentidas, furibundas ni extraviadas. A la inversa, al cabo de más de una década de salarios elevados, semiplena ocupación, amplia cobertura previsional, desendeudamiento y altísima participación de los trabajadores en el ingreso, resultó electo, democráticamente, un gobierno que vino a derribar, una tras otra, las conquistas de “los años felices”. En síntesis: ni el saqueo y la desesperanza (de 2001) nos condenaron al fascismo, ni el bienestar y la prosperidad (de 2015) evitaron el vendaval arrasador que le sucedió.

Dejemos, por el momento, a ese tercio de gorilas enfáticos que siempre ha optado y optará por expresiones antipopulares, y concentrémonos en los inefables electores de Milei. Por una diversidad de razones atendibles, muchxs de nuestrxs compañerxs entienden que no debiéramos advertir, allí, una sensibilidad “de derecha”, algo que nos permitimos (al menos) someter a discusión. Comencemos por afirmar que ninguna decisión es inocente, y, justamente por ello, más que obsesionarnos por disimular su sesgo autoritario, convendría que nos detengamos a explorar los vaivenes complejos de dicha “culpabilidad”. Quizá no resulte decisivo subsumir las preferencias y afecciones en una categoría determinada; de todos modos, al mero efecto de ordenar la discusión, consideramos pertinente el establecimiento de un “acuerdo mínimo”, sin pretensiones academicistas, sobre la inscripción de determinadas prácticas, sensibilidades y discursos en un espacio que, a grandes rasgos, consideramos “de derecha”; con más razón, si tenemos en cuenta que los espíritus más desenfadados han comenzado a aceptar de buen grado y con cierto orgullo dicha pertenencia.

Digamos, en primer lugar, que nuestra derecha conjuga, a la perfección, una pasión (ultraliberal) por el mercado (en desmedro de cualquier intervención estatal), una pulsión (autoritaria) punitivista alentada por disposiciones clasistas y, en menor medida, étnicas (el blanco principal de su resentimiento son los morochos del conurbano), y un conservadurismo moralista tradicional. Exige la más absoluta libertad para los negocios privados pero la más decidida condena para lxs caídxs del sistema; reivindica el derecho de los más ricos a evadir y fugar pero reclama la más estricta austeridad para las cuentas públicas; demanda reducir los impuestos de los patrones pero propugna la flexibilización del trabajo asalariado; reivindica la cultura del rendimiento y la auto-responsabilidad pero le repugna la defensa de los derechos laborales; se identifica con los dueños del mundo pero aborrece la movilización plebeya; cultiva el ensimismamiento más desenfadado pero también el desprecio por los proyectos colectivos; niega o minimiza el genocidio pero reclama mano dura para quienes protestan; prefiere la auto-ayuda a la ayuda mutua, el egocentrismo a la solidaridad, lo individual a lo colectivo, la autosuficiencia a la autonomía, la distinción a la vulgaridad de las multitudes. Esta derecha no es nacionalista sino vendepatria, no ama la liberación sino la dependencia, no la soberanía sino la colonialidad y la genuflexión ante los amos del Norte. Practica la pasión por la ignorancia, sostiene actitudes anticientíficas y hasta terraplanistas, simplifica lo complejo, reduce los asuntos públicos a cuestiones maniqueas, ama el disparate, el absurdo y el frenesí. Lo suyo es el resentimiento, la bestialidad, el linchamiento, la crueldad, la ira, la manipulación política del odio. Y quizá, lo más distintivo de este tiempo sea su disposición a exhibir, actuar, teatralizar, gesticular, gritar a viva voz muchas de estas miserias, muchos de estos horrores.

Aun aceptando que los votantes del candidato ultramenemista reparan menos en el contenido (estadofóbico y mercantilista) de las consignas que en las formas (la imagen transgresora, la gestualidad exacerbada, el histrionismo encendido), ¿podríamos asegurar que la sensibilidad de quienes se entusiasman y movilizan detrás de esa furia colérica, de esa agresividad desatada, de ese delirio destructivo que solo augura demoliciones y lapidaciones, no debe/puede ser catalogada como “autoritaria”? En cualquier caso, no conviene perder de vista que en la performance mileista también hay lugar para cierta “promesa de liberación”, ya que nos promete liberarnos de la casta política y de un Estado que nos confisca para alimentar a los vagos. Pero más allá de esta fascinación “permitida”, no debiéramos escindir los afectos e identificaciones de su pulsión destructiva, de su disposición agresiva. No se trata de condenar a las víctimas sacrificiales del candidato ultraderechista sin sopesar las múltiples razones de su decisión por más desopilantes que nos parezcan; pero tampoco de extender nuestra condescendencia hasta alabar semejante desatino. Después de todo, las consecuencias se traducirán en vidas humanas resistentes.

El hecho de que compartamos la necesidad (e incluso la exigencia) de comprender, tender puentes, escuchar, dejarnos atravesar por el desamparo, los lenguajes y las prácticas de los muchos seducidos por el profeta catastrofista, no nos habilita a situar dichos gestos en un “más allá” de ese espacio que aquí hemos definido como “de derecha”. Y esto no supone, de ningún modo, ni el augurio de un destino inevitable, ni una taxonomía arbitraria ni, mucho menos, una condena dictada desde algún tribunal supremo de la corrección. Sostenemos que, por una diversidad de factores que intentaremos abordar aquí (sin pretender agotarlos), nuestra sociedad giró a la derecha, es decir, comenzó a cifrar expectativas en opciones y expresiones autoritarias, violentas, discriminatorias, incendiarias. Las formas (furiosas, iracundas) no configuran un receptáculo ajeno, distante o incontaminado por los contenidos (ultraliberales) que albergan. Una actitud compasiva para con las víctimas del demonio fascista no autoriza ni a diluir su responsabilidad ni a desembarazarlas de aquella sensibilidad tallada por el desamparo, que efectivamente las impulsó a adoptar esa espantosa decisión.

Festejo de los votantes de Milei. Foto: MARIANA NEDELCU (REUTERS)

Utilidad e identificación

Quien suscribe este texto está muy lejos de desestimar los muchos y determinantes factores sociales que han contribuido a instaurar la desolación y el descontento de quienes terminaron inclinando la balanza a favor de un pretendido outsider de la política, aunque nunca haya disimulado su defensa a ultranza del statu quo y de los enjuagues del capital, ni su postulación de la propiedad privada como único fundamento de la socialidad. Sin embargo, abusaríamos de un sociologismo radical si afirmáramos que bastan y sobran dichas determinaciones para dar cuenta de una novedad que, a pesar de sus singularidades nativas, tiene expresiones muy similares en latitudes diferentes. El filósofo alemán Theodor Adorno supo integrar un grupo de investigación que se propuso examinar la persistencia de la personalidad autoritaria en la sociedad norteamericana de posguerra. Si bien denunció el sesgo psicologista de muchos de sus colegas que intentaban explicar la complejidad de lo social a partir de mecanismos psíquicos pretendidamente autosuficientes, también subrayó que cualquier abordaje integral y riguroso debe fundarse en esa dialéctica argamasa entre condicionamientos sociales y psíquicos. Las fuerzas de la personalidad (pulsiones, deseos, impulsos emocionales, etc.) varían en cada individuo en cualidad, intensidad, modo de gratificación, etc., y lejos de constituir una estructura innata e invariable, se desarrollan bajo el impacto del medio sociocultural del que jamás podrían ser aisladas. Adorno tenía muy claro que el prejuicio no era un fenómeno enteramente psicológico, ya que muchos de los rasgos que exhibían los más prejuiciosos solían ser fomentados por “el espíritu objetivo” de la sociedad (y, en algunos casos, promovidos por el Estado). Esto no quita que los diferentes individuos reaccionen de un modo distinto a dichos estímulos culturales, en virtud de sus particulares constituciones psicológicas. Dice Adorno:

Cada vez resulta más evidente que la gente no se comporta con suma frecuencia del modo que favorece a sus intereses materiales, incluso cuando le resulta claro cuáles son estos intereses. La resistencia de los trabajadores de cuello blanco a la organización no se debe a que crean que la unión no les ayudará económicamente; la tendencia del pequeño hombre de negocios a ponerse del lado del gran negocio en la mayoría de los asuntos económicos y políticos no puede deberse enteramente a la creencia en que ese es el modo de garantizar su independencia económica. En ejemplos como estos el individuo parece no solo [no] considerar sus intereses materiales, sino que incluso va en contra de ellos. Es como si estuviera pensando en términos de una mayor identificación con el grupo, como si su punto de vista estuviera determinado más por su necesidad de apoyo a ese grupo y de eliminación de los contrarios que por una consideración racional de sus propios intereses (2009: 162-63).

Ya hacia mediados del siglo XX, este pensador nos advertía sobre los riesgos de analizar la conflictividad social meramente a partir de los intereses económicos en pugna, sin ponderar los ritmos pulsionales. La fuente de la irracionalidad no solo debe buscarse en la situación objetiva del individuo sino también en las necesidades profundas de la personalidad, allí donde el psicoanálisis había logrado hallar la fuente de las fantasías, los sueños y las interpretaciones ficcionales del mundo. El fascismo necesita penetrar en las masas para alcanzar cierto éxito como movimiento político: requiere tanto de la sumisión aterrorizada como de la cooperación activa. Como no puede (en virtud de sus intereses y alianzas) mejorar la situación de las mayorías, debe apelar a ciertas instancias emocionales: a los deseos y miedos más primitivos e irracionales de las masas, a sus fracasos, aspiraciones, resentimientos y ansiedades. Es en estas insondables profundidades donde subyacen los sentimientos antidemocráticos de no pocos individuos a la espera de ser acicateados, alentados, ensalzados, excitados por la propaganda fascista. Las disposiciones psíquicas no son la causa del fascismo, pero este define un área psicológica que puede ser explotada por las fuerzas que lo promueven. Además, hay gestos, discursos y escenarios teatrales que sirven como vehículo de aquella sugestión antidemocrática. Los espectadores experimentan la ilusión de una participación o de una regresión hacia un estado de éxtasis desublimado aun cuando lo asuman como una actuación, una puesta en escena

Si perdemos de vista algunas de estas cuestiones (y de ningún modo estoy proponiendo que nos convirtamos en expertos analistas/terapeutas), podríamos caer en la trampa de creer que la desesperanza y la ausencia de horizontes explican, por sí mismas, la emergencia de personalidades dispuestas a la crueldad, el sadismo, el negacionismo. Deberíamos ocuparnos de desentrañar qué rasgos de la personalidad resultan, hoy en día, determinantes a la hora de adherir a propuestas autoritarias y de abrazar prejuicios, discriminaciones y estigmatizaciones; y también examinar los modos en que los dispositivos neofascistas alientan, promueven e inflaman dichos rasgos hasta el paroxismo.

Una lengua nueva que nosotros no hablamos

Sin dudas, estamos atravesando una crisis terminal de representación política; se ciñe un abismo inédito entre lxs representantes y lxs ciudadanxs cada vez más ajenos a dicha modalidad. Y si decimos “terminal” es porque solo puede afrontarse mediante una transformación sustancial de las formas, los modos y los contenidos de la práctica y el discurso políticos. Las adhesiones que concitó la comparación de estos últimos con el ejercicio profesional de una “casta” no hacen más que alertarnos sobre la necesidad de un cambio radical. Nos cuesta tomar el pulso de “eso que pasa abajo”, allí donde crece el hartazgo y la zozobra, en los barrios, en lo que suele designarse como “el territorio”; hemos perdido el vínculo filial con las personas más cercanas (vecinas) como consecuencia de la “clausura algorítmica”, pero además, y aunque suene paradójico, tampoco supimos cómo balbucear esa lengua que hablan lxs más jóvenes desde que nacen, hiperconectadxs, mediatizadxs, virtualizadxs, y para quienes la red es su verdadero y único territorio, incluso en el caso de lxs más humildes. Nuevos lenguajes de época, “existencias digitales”, vértigos desinformativos, afecciones fugaces… En tanto, nosotrxs seguimos hablándoles en nuestra lengua o, peor aún, desestimando los modos singulares en que aquellxs construyen su existencia. La comunicación ocurre hoy en esta mediósfera de la conexión total, y aquí, los argumentos no alcanzan, las explicaciones no importan, el dato no “mata” a la ficción mediatizada de tik tok. Aquí yace una frustración y una bronca que quiere que todo se rompa y vuele por los aires. En perfecta sintonía con esta verdadera mutación perceptiva y sensorial, las derechas del siglo XXI emergieron como fenómenos cibernéticos. Y, sin embargo, cabe preguntarnos: ¿acaso Milei no habla la lengua del Martínez de Hoz de los 70, la del Cavallo de los 90, la del macrismo recientemente fracasado? Claro que sí, pero su mensaje afiebrado está formateado/mediatizado por las lógicas de la sociedad-pantalla y el universo conectivo. Tanto él como sus seguidores utilizan un lenguaje simple, encendido, anti-intelectual; un lenguaje que cultiva el inmediatismo y el desborde, y que nos lanza un cross “de derecha” directo a las emociones, logrando inflamar las pulsiones destructivas.

Hemos aquí, nuestra verdadera tragedia: para sintonizar con una buena parte de esxs pibxs tan jóvenes y tan digitalizadxs, necesitamos hablar(les) en una lengua rota (como dice mi amigo Zeta), vaciada de profundidad, de dramatismo, de desgarramientos, de tensiones, de barros y sangres, de retóricas reflexivas. El problema es que esta renuncia lexical consagra el lenguaje de la derrota (de la palabra, de la política y de la palabra política) cuya contracara es la victoria de los monstruos que habitan la nueva lengua como peces en el agua, y se regodean con las consignas enarboladas por sus seguidores: “no hay nada que perder”, “que todo estalle”, “rompan todo”. Claro que necesitamos producir una alternativa popular decididamente transformadora y sustentada en una narración transida de tonos épicos y utópicos, un relato que recoja, una vez más, las muchas exigencias de lxs desamparadxs (y no solo), y que vuelva a enamorar a quienes debieran protagonizar dichos combates. Pero la experiencia de 2015 nos demuestra que con esto tampoco alcanza. Una vez más, política y tragedia como síntomas de un tiempo abismal en el que apenas logramos ensayar sordas bravuconadas como estos párrafos urgentes que aquí les dejo, con este final tan abierto como incierto.

Referencia bibliográfica:

Adorno, Th. W. (2009): “Estudios sobre la personalidad autoritaria”, en: Escritos sociológicos II, Vol. 1, Akal, Madrid.

*Sociólogo, investigador, docente.

claudioveliz65@gmail.com

4 comentarios

  1. Creo que antes que fascismo esto se va a asimilar al sistema que en 1885 el genocida Leopoldo II de Bélgica estableció en África : el Estado Libre del Congo (por supuesto algo un poco más sofisticado). Controló la región bajo un sistema privado de explotación. Extrajo sus riquezas, en gran parte de caucho y marfil, utilizando un brutal sistema de trabajo forzado.
    MATRIZ ULTRAEXTRACTIVISTA.

    • Por supuesto no habrá masas esclavizadas. El megaextractivismo no las necesita. Tampoco masas revolucionarias ni reaccionarias. Todo apunta a la construcción de una red de grupos tecnozombieficados, integrados por individuos en trance de ilusión emprendedora libreterraplanista, desarraigados de toda condición ambiental, territorial, o de Patria.

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