Lula tomó medidas valientes contra el terrorismo de extrema derecha. Pero son insuficientes para detener el peligro real. Es necesario una acción más incisiva contra el fascismo.
Es posible que las valientes medidas tomadas hasta ahora contra el terrorismo de extrema derecha que detonó la sede física de los tres Poderes en Brasilia el domingo pasado sean insuficientes para detener el peligro real. Hay un problema permanente a ser afrontado y las contemporaneización no hace sino aplazar el problema. ¿Ha llegado la hora de una acción más incisiva contra el fascismo? La respuesta no es fácil, ya que él está arraigado en las instituciones del Estado de Brasil.
La amenaza golpista/terrorista fue momentáneamente aislada, desactivada y derrotada. Subrayo «momentáneamente». El encarcelamiento de unos 1 500 terroristas, la mayoría de ellos lúmpenes y «don nadies» (la base social del fascismo, como subrayó Wilhelm Reich hace ocho décadas) es algo relativamente fácil de hacer. Intervenir el Distrito Federal y destituir a sus responsables políticos y de seguridad representa un paso adelante en la audacia del poder central. En breve, financiadores diseminados por todo el país llegarán a los pasillos de los tribunales. Se trata de medidas audaces, pero en absoluto inéditas aquí. Falta algo más.
La crisis se ha desactivado momentáneamente, pero la brasa no está agonizante. El cascabel de la serpiente fascista sigue resonando en la institucionalidad. Y seguirá porque ni siquiera se ha responsabilizado a la cabina de mando de la sedición, aunque todo el mundo sabe de dónde venían las intenciones subversivas.
Las intenciones terroristas provienen del interior del Estado brasileño, más precisamente de donde se originaron todas las rupturas institucionales y los ataques a la democracia en Brasil desde el inicio de la República en 1889. Procede de los sótanos del Ejército brasileño, respaldado por la Fuerza Aérea y la Marina. Más de 70 días de complacencia con los campamentos frente a los cuarteles es la prueba más cabal de lo que todo el mundo sabe. Un atentado coordinado a escala nacional como el del domingo no se produce sin un fuerte apoyo estatal.
Todas las vacilaciones del poder civil a la hora de investigar a los generales y oficiales implicados en la patraña terrorista tienen una razón: el miedo. Es difícil enfrentarse a quien tiene la fuerza de las armas y ninguna contención civilizada a su frente, dada la enrarecida educación cívica promovida por las escuelas militares que ensalzan hasta hoy el golpe de 1964.
Fortalecido en el gobierno de Bolsonaro, este sector de la función pública nunca se ha sometido al poder civil electo. Siempre que comandó el Estado, produjo numerosos atentados contra la vida de los brasileños, encubrió varios crímenes, se regodeó en privilegios, exhibió un patriotismo de pacotilla y nunca permitió que la luz del sol brillara por completo sobre los actos y hechos bajo su vigilancia. En el gobierno de Bolsonaro, se convirtió en cómplice activo de la política genocida perpetrada durante la pandemia que mató a casi 700 mil brasileños. No es de extrañar que la transparencia sea una palabra maldita entre quienes hacen poco por cumplir la función constitucional de defender al país de las amenazas exteriores.
Pero el miedo que impide al poder democrático encuadrar a los militares no es un miedo personal. Es un temor cívico y político, y -en muchos casos- justificable. Nadie se enfrenta a nadie armado hasta los dientes en una situación desfavorable.
¿Qué tenemos en estos primeros días de enero? Tras la espectacular victoria del frente liderado por Lula, comenzaron dos tipos de disputas. La primera, por el rumbo económico del Gobierno. Las amenazas abiertas de las altas finanzas, de las que los medios de comunicación se hacía eco en niveles de amplitud oceánica, hablaban del desastre inminente si la nueva administración decidía invertir una ínfima parte del presupuesto en alimentar a la población. Poco después de la exuberante fiesta de investidura, el chantaje se hizo abierto. El «mercado» testeó diariamente a Lula y a sus ministros con cada declaración realizada, con aumentos artificiales del dólar y caídas forzadas de la bolsa, todo ello respaldado por las sandeces de los editoriales y comentaristas de televisión.
La segunda disputa, materializada en terror militar, afloró -para el gran público- de sorpresa el domingo por la tarde.
Hubo un fallo -ineptitud, connivencia, sabotaje- del aparato de seguridad en la protección del palacio. Al final del día, quedó claro que un sector de los militares había intentado poner un cuchillo en el cuello del gobierno. La brutalidad del estrépito aisló a estos sectores en el mundo político. Un sondeo de Datafolha publicado el miércoles por la noche mostraba que el 93% de la población repudiaba el atentado terrorista.
Lula se movió con extrema habilidad el día de los atentados. Su primera manifestación, en la ciudad de Araraquara, en el interior de São Paulo, fue tensa e incisiva: decretó la intervención en la seguridad del Distrito Federal. Pronto fue secundado por Alexandre Moraes, ministro del Tribunal Supremo, que destituyó al gobernador de su cargo.
Al día siguiente, el presidente intentó ampliar el arco de las fuerzas antiterroristas. Convocó reuniones con los poderes, con el ministro de Defensa y los comandantes de las Fuerzas Armadas y con los gobernadores de los 27 estados. En esta última, ofreció un espectáculo. Conociendo la diversidad entre los jefes de los ejecutivos regionales, asumió riesgos. Hasta media tarde del lunes. Los gobernadores Tarcísio Freitas (São Paulo) y Ratinho Jr. (Paraná) desafiaron su autoridad, amenazando con boicotear la reunión. Algún consejero con sentido común debió de susurrarles al oído que aquello sería una mierda: podrían ser acusados de connivencia con el terrorismo.
La dinámica impuesta por Lula en la reunión fue muy hábil: primero, que hable quien quiera -¡incluso Augusto Aras, el Fiscal General, partidario de Bolsonaro! – y después habló. Con inmensa sensibilidad, percibió el clima y pronunció el discurso más duro desde la toma de posesión. Acusó a la Policía Militar del Distrito Federal, a sectores militares, financieros, etc. y tuvo una idea brillante: «Esta gente no tiene programa, no quieren sueldo, no quieren dinero. El programa es el golpe». E hizo -desde el domingo- lo que nunca había hecho en la historia de este país: reivindicar a la izquierda y acusar duramente a la derecha. Un tremendo avance en relación con sus gobiernos anteriores. A partir de entonces, la marcha hacia el Tribunal Supremo fue un gol tras otro.
Objetivamente, Lula aisló al fascismo. De momento, conviene insistir en ello. Pero es necesario prestar atención al hecho de que nunca ha habido condiciones objetivas tan buenas para efectuar un cambio en el área de Defensa y en la cúpula militar (el Comandante del Ejército, el jefe de seguridad del Palacio y el sector de inteligencia). El Ejército se desmoralizó aún más al mostrar su lasitud cómplice con el desorden destructivo. No se trata de una disputa política abstracta. Concretamente, con esta gente al mando, la seguridad de los poderes es más que vulnerable, lo que incluye la vida del propio presidente. Los terroristas cometieron un inmenso error táctico: en vez de atacar sólo el Planalto, atacaron los tres poderes del Estado, lo que socializa el peligro de la inseguridad entre todos.
La solución a las tensiones sólo llegará con una ofensiva rápida, clara e incisiva del poder ciudadano sobre el poder de las armas. ¿Es el momento ideal? Quizá no exista el momento ideal, pero nunca se han dado unas condiciones tan favorables como las de estos días. ¿Existe peligro de reacciones violentas? Sí, pero también se han producido sin afrenta alguna.
Para empezar a cerrar este texto, una pequeña historia. Justo después del fallido golpe de Estado del 11 al 13 de abril de 2002 en Venezuela, hubo un clamor para que Hugo Chávez cortara las cabezas de los altos mandos de las Fuerzas Armadas, implicados hasta la médula en la aventura. El presidente no actuó inmediatamente. Decidió esperar hasta principios de julio para hacerse una idea de la situación. La fecha coincidía con el calendario de ascensos y despidos (pase a reserva) de oficiales. Allí el excoronel fue implacable.
Es difícil comparar las situaciones, es cierto. Pero entre abril y julio, Chávez armó un escándalo, manteniendo la denuncia del golpe al rojo vivo en la coyuntura. Así pues, los meses transcurridos no diluyeron la conspiración, sino todo lo contrario. Él aumentó su legitimidad, amplió los programas sociales (en particular el de los médicos cubanos) e hizo las destituciones sin gritar. El tiempo cronológico se alargó, pero el político se acortó.
Como se dijo al principio, hay dos disputas y dos intentos de tutela sobre el gobierno de Lula III, la de los militares y la de Faria Lima, la elegante avenida de São Paulo conocida por sus agencias financieras. Son inseparables, aunque tienen embocaduras diferentes. Los frentes políticos para enfrentarse a cada uno de ellos son diferentes: son amplios en la defensa de la democracia y estrechos en la lucha contra el neoliberalismo. Esta es la ecuación que hay que tener en cuenta para poner en fila los problemas y lanzarse a resolverlos.
Lula nunca ha sido tan fuerte políticamente. Los actos populares contra el terror, realizados el lunes en todo el país, fueron muy expresivos, teniendo en cuenta el poco tiempo para su convocatoria. Se está formando un frente antifascista mundial, con los ojos puestos en Brasil. Aquí se libra una disputa global que se expresa en el trumpismo en EEUU, el Frente Nacional en Francia, los Fratelli en Italia y en decenas de países. La situación latinoamericana es tensa, en los enfrentamientos de la democracia con el extremismo de derechas.
Hay dos grandes estrategas en el gobierno, Lula y Geraldo Alckmin, cada uno con su estilo. Aunque procede de la derecha, el vicepresidente ha sido aquí un firme defensor de la democracia. Y está la siempre sorprendente valentía de Gleisi Hoffman. Espero que los tres, entre otros, lleguen a la conclusión de que ha llegado el momento de resolver una llaga histórica de la democracia brasileña. Ignorar el problema no sólo sería inútil, sino que sólo aplazaría un problema que pronto volverá amplificado. Y quizás, más adelante, las condiciones para la confrontación no sean tan buenas como en estos días dramáticos.