Se cumplieron 50 años del último combate de Miguel Enríquez a manos de la dictadura de Augusto Pinochet. Se inauguró la exposición «Mi felicidad es la lucha. Fragmentos documentales de Miguel Enríquez» y la apertura de su fondo documental en el Archivo Nacional de Chile. A cargo del equipo curatorial de los historiadores Marco Alvarez, Pedro Lovera y Jaime Navarrete.
Carmen Castillo, documentalista y compañera de Miguel, también combatió aquel 5 de octubre de 1974 en el enfrentamiento en la calle Santa Fe donde él perdió la vida. Carmen pronunció las siguientes palabras durante la apertura de esta actividad.
Aquí el enlace de la exposición.
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Este momento descansa en un zócalo de afectos y afinidades electivas profundas. Sentimientos y pensamientos son los andamios de la apertura del Fondo Miguel Enríquez y el MIR en el Archivo Nacional del Estado.
Mi gratitud a Emma de Ramón, sin ella esta historia no estaría escribiéndose.
Mis agradecimientos a los curadores de esta exposición, los historiadores Marco Alvarez, Pedro Lovera y Jaime Navarrete que han estudiado por largos años estos documentos y gatillaron mi deseo de preservarlos.
A la familia de Miguel Enríquez, su hermana Inés, su hija Javiera, su hijo Marco, Ana Pizarro por la confianza depositada en ellos, los jóvenes historiadores.
A Marcela Candia por su excelente trabajo de restauración de los cuadernos
Al equipo de El Archivo Nacional, Marcela Morales, Leonardo Mellado, Roberto Manrique, a toda y todos sus trabajadores por la excelencia de su trabajo.
A 50 años del último combate de Miguel Enríquez hacemos entonces entrega oficial de fragmentos de un archivo personal de Miguel.
La dimensión abismante del tiempo transcurrido ha abierto algunas reflexiones desde el interior de nuestra vereda del mundo.
«La herencia no está presidida por ningún testamento», extraño aforismo, dice Hannah Arendt, el de este verso del poeta René Char, que escribe cuando sus vivencias de combatiente en la Resistencia francesa contra el fascismo se alejan.
Anticipa lo que va a suceder: «Si logro escapar, sé que deberé romper con el aroma de esos años esenciales, rechazar, no reprimir, silenciosamente lejos de mí mi tesoro».
Durante nuestro tiempo, el de nuestra juventud, el trabajo político unía la palabra y el acto. Cada instante era vivido como si fuera el último. No había espacio para «el espesor triste de una vida privada centrada en nada sino en ella misma». La realidad era tangible, instantánea, total, y concernía al ser, junto a los otros, un «nosotros». Esa eternidad se esfuma inexorablemente al alejarse la experiencia vital de ese compromiso político. «Así, perdimos nuestro tesoro».
Es a la ausencia de un nombre para designar el tesoro perdido a lo que el poeta alude cuando escribe que nuestra herencia no está presidida por ningún testamento. Un testamento que le dice al heredero lo que será legítimamente suyo, que le asigna un pasado al futuro. «Y sin tradición que escoge y nombra, que transmite y conserva, que indica dónde se encuentran los tesoros y cuáles son sus valores, pareciera que ninguna continuidad en el tiempo ha sido asignada», nos dice Arendt.
El tesoro se pierde no por las circunstancias históricas ni la mala suerte, sino porque ninguna tradición ha previsto su existencia, porque ningún testamento lo ha legado al futuro.
La historia de este Archivo es la historia de un baúl olvidado, (me refiero a un objeto que se ha convertido en metáfora) un baúl donde quedaron fragmentos de aquel tesoro extraviado. Reencontrarlo, aunque tardiamente, ha permitido revelar, relevar y redimir algunos de esos documentos que Miguel Enríquez decidió guardar, preservar del fuego y la destrucción para salvar el futuro.
Volver la vista atrás pues los ojos sin la memoria no ven nada.
Relatar algunos momentos de la historia de este archivo.
Chile, 11 de septiembre de 1973. Las fuerzas armadas detienen, torturan, matan a todos aquellos que aspiran a y luchan por una sociedad de justicia social y de libertad. Necesitan aplastar, quebrar en mil pedazos ese Nosotros en comunión. Para extirpar el alma que amenazaba, más allá de los cuerpos abatidos, pretendieron arrasar, destruir todo aquello que nutría aquel espíritu revolucionario, aquel anhelo de justicia y de Igualdad. En las esquinas, en las veredas de las ciudades, en los poblados del campo, el fuego consumía libros, revistas, documentos, afiches, discos. Esas fogatas, custodiadas por oficiales y soldados hilarantes, convencidos de que de las cenizas nada podría resurgir, atemorizaron, y era normal, a las personas que se sabían en peligro por poseer las canciones de Víctor Jara, los poemas de Neruda o de Gonzalo Rojas, los himnos de la Unidad Popular. Las ediciones de la editorial Quimantú, cualquier folleto sobre la Revolución cubana. La ignorancia de los represores condujo a excesos insospechados y poco a poco todo libro, todo papel, toda palabra, se convertía en peligrosa… Para preservar la vida teníamos que proceder a destruir nuestras pertenencias, también nosotros, los perseguidos.
«Hay golpes tan fuertes en la vida… yo no sé», escribe César Vallejo.
En los primeros días, luego de levantarse el toque de queda, entre las urgencias de los actos y las decisiones que la clandestinidad exigía, Miguel me designó una tarea. Salvar documentos y libros era para él primordial. Fue así como me pidió encontrarles refugios seguros. Luego de una severa selección de aquellas lecturas indispensables para definir el nuevo período histórico que se abría en Chile, organizó y ordenó en bolsos diversos manuscritos tecleados a máquina en hojas finas, cuadernos, cartas… y repletó maletas con libros de su biblioteca, libros que lo acompañaron a lo largo de su vida. Hice varios traslados, de un punto de contacto a otro, con aquellos preciados bolsos.
Ya no recuerdo con precisión, tierras perdidas de la memoria, los lugares ni las personas esenciales en esta cadena de solidaridades para salvarlos del fuego. De la bruma aparece el estacionamiento de un colegio o el garaje de una casona en el barrio Nuñoa, pero no sé las razones exactas que me condujeron a esos puntos. Hoy sólo veo con nitidez la sonrisa amplia y los gestos firmes de mi madre, Mónica, pequeña silueta fina, abriendo la puerta de su auto y ayudándome a trasladar los pesados bultos.
Mónica, segura de sí misma, sin temor, empujada por la indignación ante la barbarie y su postura de resistencia, desempacó los bolsos en su casa y la leyenda cuenta que los metió en un viejo baúl originario de la hacienda de don Eliodoro Yánez, su abuelo. Escondió el baúl en la estructura de cemento en forma de sofá, situada en la amplia sala de estar de la casa que mi padre acababa de construir en el fondo de la antigua quinta de Los Guindos. Allí permanecieron hasta el mes de septiembre del año 2003, treinta años sumergidos. La historia no se detuvo allí en lo que a mi persona concierne, continué sin prestar atención, sin detenerme a mirar y esa liviandad me interpela.
Habiéndoseme confiado, en el origen de la cadena, cuidar estos documentos, ¿qué muro invisible se levantó entre su existencia y la mía?
Creo que si descuidé el tesoro es porque no supe, y diría no supimos, nombrarlo. Así se rompió el hilo, el delicado tejido que entrelaza el antaño con el ahora, nuestras acciones a ideas revolucionarias que nos habían forjado en la juventud, andamios de nuestra visión política, aquella que Miguel comenzó a pensar y también a anotar desde la adolescencia y durante todos sus años de formación política. Un militante e intelectual revolucionario, que vislumbró temprano, a los 17 años, que por allí iba la cuestión de la libertad en actos, de aquello que denominó en uno de sus cuadernos de juventud, citando a Marx, «Mi felicidad es la lucha». «La felicidad se da cuando la gente puede entregarse por completo al momento que está viviendo, cuando ser y llegar a ser son la misma cosa».
El goce de la lucha colectiva, aquel que vivimos durante la revuelta de octubre 2019.
El olvido, escribe nuestro querido Chris Marker, no es lo contrario de la memoria, es su reverso.
Han pasado 50 años, todo ha cambiado, pero sin esta acción de memoria hoy, en este presente oscuro, no es tal vez posible el advenimiento de otra cosa, distinta de lo que hay, pero también de lo que la memoria resguarda de su pérdida.
Como nos recuerda Diego Tatián, el ángel de la barricada es diferente del ángel de la historia de Walter Benjamin: no tiene su rostro vuelto hacia el pasado, ni las alas desplegadas por la tempestad del progreso, ni la expresión desencajada, el angel de la barricada de nuestro tiempo apocalíptico establece una comunidad ubicua entre los vivos, los muertos y los no nacidos. Un abrazo.
Desde las derrotas surgen derroteros, desde las ruinas de nuestro sueño, levantamos la «esperanza en el pasado» –según una expresión paradójica que puede tal vez significar: no sólo pensar el pasado sino sobre todo dejarnos pensar por él. Y alojar en el trabajo político la potencia imprevisible de su anacronía, pues «los muertos no se quedan nunca donde los enterraron», abiertos a la acción de una memoria involuntaria común que, en «momentos de peligro», desencadena en el «cerebro de los vivos» el cúmulo inmemorial de «las luchas sociales atesoradas por la historia».
El legado de Miguel, recreado desde el presente de nuestras vidas activas no es una carga pesada sobre nuestros frágiles cuerpos, es un mensaje de amor, de amistad, de ternura, de estudio, de búsqueda, de preguntas, de pensamiento y de praxis indispensables para la reinvención de la lucha, de esa constelación múltiple de luchas y resistencias que iluminan de otra manera la palabra necesaria Revolución.
Como ninguna experiencia está nunca terminada, archivada, el devenir de Miguel Enríquez nos impulsa a no rendirnos, a permanecer contra viento y marea junto a los oprimidos.
A pesar de la «desmemoria» y de la demora en desenterrar ese tesoro para ponerlo en circulación a quién desee consultarlo, hoy la emoción nos embarga. Miguel Enríquez protagonista de la historia de Chile. Exhibir fragmentos de su legado personal y político es apenas un primer paso, lo que resta es lograr que desde este lugar que los acoge, puedan emprender el vuelo, libres y mensajeros para convertirse en memoria colectiva: se crea la memoria como se crea la historia.
«La deuda contraída con el pasado abre la promesa de una redención posible», una línea de horizonte.
Miguel resiste a lo irresistible, Miguel combate para vivir. Atravieso el umbral, vuelvo a mirarlo y vislumbro en esta oscuridad esa luz incierta, titilante y a menudo débil que irradian algunas personas en sus vidas y sus obras.
La desesperación siempre contiene una pizca de esperanza. La loca esperanza de un encuentro entre el antaño y el ahora capaz de liberar algún bosquejo para nuestro futuro consciente. El reino del odio a la igualdad no es la última estación de la aventura humana. ¿Una hoguera en el desierto? ¿Por qué no?