«La rabia de los abandonados por la economía, los miedos y preocupaciones de una clase media asediada e insegura, y el aislamiento adormecedor que conlleva la pérdida de comunidad, serían el encendido de un peligroso movimiento de masas», escribí en “American Fascists” en 2007. «Si estos desposeídos no fueran reincorporados a la sociedad mayoritaria, si finalmente perdieran toda esperanza de encontrar trabajos buenos y estables y oportunidades para ellos y sus hijos -en resumen, la promesa de un futuro mejor-, el espectro del fascismo estadounidense acosaría a la nación. Esta desesperación, esta pérdida de esperanza, esta negación de un futuro, llevó a los desesperados a los brazos de quienes prometían milagros y sueños de gloria apocalíptica.»
El presidente electo Donald Trump no anuncia el advenimiento del fascismo. Él anuncia el colapso del barniz que enmascaraba la corrupción dentro de la clase dominante y su pretensión de democracia. Él es el síntoma, no la enfermedad. La pérdida de las normas democráticas básicas comenzó mucho antes de Trump, lo que allanó el camino hacia un totalitarismo estadounidense. La desindustrialización, la desregulación, la austeridad, las corporaciones depredadoras sin control, incluida la industria de la salud, la vigilancia al por mayor de cada estadounidense, la desigualdad social, un sistema electoral plagado de sobornos legalizados, guerras interminables e inútiles, la mayor población carcelaria del mundo, pero sobre todo los sentimientos de traición, estancamiento y desesperación, son un brebaje tóxico que culmina en un odio incipiente hacia la clase dominante y las instituciones que han deformado para servir exclusivamente a los ricos y poderosos. Los demócratas son tan culpables como los republicanos.
«Trump y su camarilla de multimillonarios, generales, mediocres, fascistas cristianos, criminales, racistas y desviados morales desempeñan el papel del clan Snopes en algunas de las novelas de William Faulkner», escribí en «America: The Farewell Tour». «Los Snopes llenaron el vacío de poder del decadente Sur y se hicieron despiadadamente con el control de las degeneradas élites aristocráticas, antiguas poseedoras de esclavos. Flem Snopes y su extensa familia -que incluye a un asesino, un pederasta, un bígamo, un pirómano, un discapacitado mental que copula con una vaca y un pariente que vende entradas para presenciar la bestialidad- son representaciones ficticias de la escoria elevada ahora al más alto nivel del gobierno federal. Encarnan la podredumbre moral desatada por el capitalismo sin trabas».
«La habitual referencia a la ‘amoralidad’, aunque acertada, no es suficientemente distintiva y por sí misma no nos permite situarlos, como debe ser, en un momento histórico», escribió el crítico Irving Howe sobre los Snopes. «Quizá lo más importante que haya que decir es que son lo que viene después: las criaturas que emergen de la devastación, con la baba aún en los labios».
«Que se derrumbe un mundo, en el Sur o en Rusia, y aparecen figuras de tosca ambición abriéndose camino desde debajo del fondo social, hombres para los que las reivindicaciones morales no son tanto absurdas como incomprensibles, hijos de bushwhackers o muzhiks que llegan a la deriva de la nada y se hacen con el poder por la pura indignación de su fuerza monolítica», escribió Howe. «Se convierten en presidentes de bancos locales y presidentes de los comités regionales del partido, y más tarde, un poco maquillados, se abren camino a marchas forzadas hasta el Congreso o el Politburó. Carroñeros sin inhibiciones, no necesitan creer en el desmoronado código oficial de su sociedad; sólo tienen que aprender a imitar sus sonidos».
El filósofo político Sheldon Wolin llamó a nuestro sistema de gobierno «totalitarismo invertido», que conservaba la antigua iconografía, los símbolos y el lenguaje, pero había cedido el poder a las corporaciones y los oligarcas. Ahora pasaremos a la forma más reconocible del totalitarismo, dominada por un demagogo y una ideología basada en la demonización del otro, la hipermasculinidad y el pensamiento mágico.
El fascismo es siempre el hijo bastardo de un liberalismo en quiebra .
«Vivimos en un sistema legal de dos niveles, uno en el que los pobres son acosados, arrestados y encarcelados por infracciones absurdas, como la venta de cigarrillos sueltos -que llevó a Eric Garner a morir asfixiado por la policía de Nueva York en 2014-, mientras que los crímenes de espantosa magnitud de los oligarcas y las corporaciones, desde vertidos de petróleo a fraudes bancarios por valor de cientos de miles de millones de dólares, que acabaron con el 40 por ciento de la riqueza mundial, se abordan mediante tibios controles administrativos, multas simbólicas y una aplicación civil que otorga a estos ricos autores inmunidad frente a la persecución penal», escribí en »America: The Farewell Tour».
La ideología utópica del neoliberalismo y el capitalismo global es una gran estafa. La riqueza mundial, en lugar de repartirse equitativamente, como prometían los defensores del neoliberalismo, se canalizó hacia arriba, hacia las manos de una élite rapaz y oligárquica, alimentando la peor desigualdad económica desde la época de los barones ladrones. Los trabajadores pobres, cuyos sindicatos y derechos les fueron arrebatados y cuyos salarios se han estancado o han disminuido en los últimos 40 años, se han visto abocados a la pobreza crónica y al subempleo. Sus vidas, como relató Barbara Ehrenreich en «Nickel and Dimed», son una larga emergencia cargada de estrés. La clase media se está evaporando. Las ciudades que antaño fabricaban productos y ofrecían puestos de trabajo en las fábricas se están convirtiendo en páramos abandonados. Las cárceles están desbordadas. Las empresas han orquestado la destrucción de las barreras comerciales, lo que les permite acumular 1,42 billones de dólares en beneficios en bancos extranjeros para evitar pagar impuestos.
El neoliberalismo, a pesar de su promesa de construir y extender la democracia, destripó rápidamente las regulaciones y vació los sistemas democráticos para convertirlos en leviatanes corporativos. Las etiquetas «liberal» y «conservador» carecen de sentido en el orden neoliberal, como demuestra un candidato presidencial demócrata que se jactó de contar con el respaldo de Dick Cheney, un criminal de guerra que dejó el cargo con un índice de aprobación del 13%. El atractivo de Trump es que, aunque vil y bufonesco, se burla de la bancarrota de la farsa política.
«La mentira permanente es la apoteosis del totalitarismo», escribí en »America: The Farewell Tour»:
«Ya no importa lo que es verdad. Sólo importa lo que es «correcto». Los tribunales federales se están llenando de jueces imbéciles e incompetentes que sirven a la ideología «correcta» del corporativismo y a las rígidas costumbres sociales de la derecha cristiana. Desprecian la realidad, incluida la ciencia y el Estado de Derecho. Pretenden desterrar a quienes viven en un mundo basado en la realidad y definido por la autonomía intelectual y moral. El gobierno totalitario siempre eleva a los brutales y a los estúpidos. Estos idiotas reinantes no tienen una auténtica filosofía política ni objetivos. Utilizan clichés y eslóganes, la mayoría absurdos y contradictorios, para justificar su codicia y ansia de poder. Esto es tan cierto para la derecha cristiana como para los corporativistas que predican el libre mercado y la globalización. La fusión de los corporativistas con la derecha cristiana es el matrimonio de Godzilla con Frankenstein».
Las ilusiones vendidas en nuestras pantallas -incluido el personaje ficticio creado para Trump en The Apprentice– han sustituido a la realidad. La política es burlesca, como demostró la insípida campaña de Kamala Harris, llena de famosos. Es humo y espejos creados por el ejército de agentes, publicistas, departamentos de marketing, promotores, guionistas, productores de televisión y cine, técnicos de vídeo, fotógrafos, guardaespaldas, asesores de vestuario, preparadores físicos, encuestadores, locutores públicos y personalidades de los informativos de televisión. Somos una cultura inundada de mentiras.
«El culto al yo domina nuestro paisaje cultural», escribí en “Empire of Illusion”:
«Este culto contiene los rasgos clásicos de los psicópatas: encanto superficial, grandiosidad y prepotencia; necesidad de estimulación constante, predilección por la mentira, el engaño y la manipulación, e incapacidad para sentir remordimientos o culpa. Esta es, por supuesto, la ética que promueven las empresas. Es la ética del capitalismo sin restricciones. Es la creencia errónea de que el estilo personal y el progreso personal, confundidos con el individualismo, son lo mismo que la igualdad democrática. De hecho, el estilo personal, definido por las mercancías que compramos o consumimos, se ha convertido en una compensación por nuestra pérdida de igualdad democrática. Tenemos derecho, en el culto al yo, a conseguir lo que deseemos. Podemos hacer cualquier cosa, incluso menospreciar y destruir a quienes nos rodean, incluidos nuestros amigos, para ganar dinero, ser felices y hacernos famosos. Una vez conseguida la fama y la riqueza, se convierten en su propia justificación, su propia moral. Cómo se llega allí es irrelevante. Una vez que se llega, esas preguntas ya no se plantean».
Mi libro «Empire of Illusion» comienza en el Madison Square Garden en una gira de World Wrestling Entertainment. Comprendí que la lucha libre profesional era el modelo de nuestra vida social y política, pero no sabía que produciría un presidente.
«Los combates son rituales estilizados», escribí, en lo que podría haber sido una descripción de un mitin de Trump:
«Son expresiones públicas de dolor y un ferviente anhelo de venganza. Las sagas escabrosas y detalladas que hay detrás de cada combate, más que los combates de lucha en sí, son las que provocan el frenesí de las multitudes. Estos combates ritualizados proporcionan a los espectadores una liberación temporal y embriagadora de la vida mundana. La carga de los problemas reales se transforma en forraje para una pantomima de gran energía».
Esto no va a mejorar. Las herramientas para acallar la disidencia se han consolidado. Nuestra democracia se vino abajo hace años. Estamos en las garras de lo que Søren Kierkegaard llamó «enfermedad mortal», el adormecimiento del alma por la desesperación que conduce a la degradación moral y física. Todo lo que Trump tiene que hacer para establecer un estado policial desnudo es pulsar un interruptor. Y lo hará.
«Cuanto peor se vuelve la realidad, menos quiere oír hablar de ella una población asediada», escribí al concluir “Empire of Illusion”, «y más se distrae con escuálidos pseudoeventos de crisis de famosos, cotilleos y trivialidades. Son los jolgorios libertinos de una civilización moribunda».
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