Mira a los ojos de gente presa de un terror sin precedentes siquiera en los momentos más oscuros de este genocidio que ya dura dos años. Observa las hileras de niños y niñas cubiertas de ceniza, tumbadas en el suelo manchado de sangre de lo que una vez fue un centro médico (algunas apenas con vida, otras gimiendo de dolor y miedo), mientras unas manos desesperadas tratan de darles consuelo o tratarlas con alguno de los medicamentos que todavía quedan. Escucha los gritos de familias que huyen sin saber adónde ir. Mira a madres y padres buscando a sus hijos en ese infierno: extremidades que asoman de debajo de los escombros, un paramédico acuna a una niña inmóvil, suplicándole que abra los ojos… en vano.

Lo que está haciendo Israel en la ciudad de Gaza no es un trágico daño colateral causado por los acontecimientos caóticos sobre el terreno, sino un acto de aniquilación perfectamente calculado, ejecutado a sangre fría por el “ejército del pueblo”, o sea, los padres, hijos, hermanos y vecinos de nosotras, las y los israelíes.

¿Cómo es posible que a pesar de los cada vez más numerosos testimonios de los campos de concentración y exterminio de Gaza no haya arraigado ningún movimiento masivo de rechazo en Israel? Que después de dos años de carnicería apenas un puñado de objetores con conciencia estén en la cárcel es realmente inconcebible. Incluso los llamados “objetores grises” (soldados de la reserva que no se oponen a la guerra por motivos ideológicos, sino que simplemente están exhaustos y cuestionan sus objetivos) siguen siendo demasiado pocos para ralentizar la maquinaria asesina, no digamos ya para detenerla.

¿Quiénes son esas almas sumisas que mantienen en pie este sistema? ¿Cómo puede una sociedad profundamente fracturada (entre religiosos y seglares, colonos y liberales, kibutzniks y urbanitas, inmigrantes veteranos y recién llegados) sentirse unida exclusivamente en su voluntad de matar a gente palestina sin dudar ni un momento?

Durante los últimos 23 meses, la sociedad israelí ha tejido una malla infinita de mentiras para justificar y hacer posible la destrucción de Gaza, no solo ante el mundo, sino sobre todo ante sí misma. La más destacada es la afirmación de que las y los rehenes solo podrán liberarse mediante la presión militar. Sin embargo, quienes ejecutan las órdenes del ejército causando una matanza masiva lo hacen a sabiendas de que de paso pueden estar matando a las y los rehenes. El bombardeo indiscriminado de hospitales, escuelas y barrios residenciales, junto con este desprecio por la vida de las personas israelíes cautivas, demuestra el objetivo real de la guerra: la aniquilación generalizada de la población civil gazatí.

Israel ha desencadenado un holocausto en Gaza y esto no se puede achacar únicamente a la voluntad de los actuales líderes fascistas del país. Este horror va más allá de Netanyahu, Ben Gvir y Smotrich. Estamos asistiendo a la etapa final de la nazificación de la sociedad israelí.

Ahora la tarea urgente es poner fin a este holocausto. Pero detenerlo no es más que el primer paso. Si la sociedad israelí ha de volver alguna vez al redil de la humanidad, debe someterse a un profundo proceso de desnazificación.

Una vez se haya depositado el polvo de la muerte deberemos desandar el camino hasta la nakba, las expulsiones masivas, las masacres, las confiscaciones de tierras, las leyes raciales y la ideología de la supremacía inherente que ha normalizado el desprecio por la población nativa de esta tierra y el robo de sus vidas, sus propiedades, su dignidad y los futuros de sus descendientes. Solo si nos enfrentamos a este mecanismo mortífero inherente a nuestra sociedad podremos empezar a arrancarlo de raíz.

Este proceso de desnazificación debe empezar ahora, y comienza con la objeción. La objeción no solo a participar activamente en la destrucción de Gaza, sino directamente a ponerse el uniforme, al margen del rango o la función. La objeción a seguir en la ignorancia. La objeción a continuar en la ceguera. La objeción a guardar silencio. Las y los progenitores tienen el deber de proteger a la próxima generación de convertirse en autores de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad.

La desnazificación debe incluir asimismo el reconocimiento de que lo que fue no puede permanecer. No bastará con sustituir el gobierno actual. Debemos abandonar el mito del carácter “judío y democrático” de Israel, una paradoja cuya mano de hierro ha contribuido a allanar el camino a la catástrofe en que nos hemos metido. Hay que acabar con este engaño reconociendo claramente que solo hay dos caminos: o bien un Estado judío, mesiánico y genocida, o bien un Estado realmente democrático para toda la ciudadanía.

El holocausto de Gaza ha sido posible por la influencia de la lógica etnosupremacista inherente al sionismo. Por tanto, hay que decirlo claramente: el sionismo, en todas sus formas, no podrá librarse del estigma de este crimen. Hay que acabar con él.

La desnazificación será un proceso largo e integral, que afectará a todos los aspectos de nuestra vida colectiva. Es probable que habremos de sacrificar a más generaciones (tanto víctimas como verdugos) hasta que se haya acabado del todo con esta lacra, pero el proceso debe comenzar ya con la negativa a cometer los horrores que se producen todos los días en Gaza y la negativa a dejarlo pasar como algo normal.

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Orly Noy es redactora de Local Call, activista política y traductora de poesía y prosa en lengua farsi.

Jeffrey Sachs (Detroit, Míchigan, 5 de noviembre de 1954) es un economista y profesor estadounidense, destacado por su trabajo en el campo del desarrollo sostenible, la macroeconomía global y la lucha contra la pobreza. Fue director (2002-2016) del Instituto de la Tierra de la Universidad de Columbia y asesor especial de las Naciones Unidas en relación con los Objetivos del Milenio y los Objetivos de Desarrollo Sostenible. En 2015 recibió el Premio Planeta Azul. Dos veces ha sido incluido en la lista de las personas más influyentes del mundo, elaborada por Time Magazine.​

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