La masacre de Río no fue simplemente un fallo de seguridad, sino un cálculo político de la extrema derecha para desestabilizar el orden democrático e interrumpir la proyección global de un Brasil que se estaba reconectando con el mundo bajo la bandera del diálogo y la justicia climática.
La masacre en los complejos Alemão y Penha interrumpió momentáneamente esta trayectoria. Su ejecución fue quirúrgica, casi matemáticamente calculada, y puso de manifiesto la barbarie defendida por la extrema derecha en Brasil (y en el mundo). En nombre de la “seguridad” de este lado de los muros, barrios y fronteras, la masacre de Río reveló una vez más que, desde la perspectiva de los gobernantes de extrema derecha con conexiones transnacionales, sería legítimo eliminar al otro —sea criminal, sospechoso o inocente, poco importa— sin el debido proceso, sin derecho a la defensa y sin un juicio público y transparente. El genocidio de los palestinos en Gaza, la invasión rusa del territorio soberano de Ucrania, los conflictos poco difundidos en Sudán y Myanmar, la masacre contra personas negras y mestizas en Río son algunos de los muchos casos que demuestran cómo se puede ejecutar bárbaramente a «otros seres humanos», todo en nombre de la seguridad y la paz social de algunos que se consideran (auto)considerados más humanos que otros.
El “éxito de la operación”, como afirmó Claudio Castro, no radica en utilizar inteligencia y evidencia empírica para asfixiar económicamente las redes nacionales y transnacionales del Comando Vermelho y otras organizaciones criminales. Tampoco radica en combatir las causas de la inseguridad, ni siquiera en generar mayor seguridad, de manera coordinada entre los ámbitos federal, estatal y municipal, para quienes residen en la favela o fuera de ella. El éxito momentáneo, a costa del estado de derecho y de vidas humanas despreciadas, consistió en generar un nuevo hecho político, interrumpiendo la trayectoria ascendente de un proyecto político que, si bien plagado de contradicciones, se ha guiado más por el diálogo y el reconocimiento de que, en territorios donde se violan los derechos humanos a diario, la justicia no puede ser exclusiva para quienes no residen allí. De acuerdo con los principios de nuestra Constitución de 1988 y el derecho internacional, algunos seres humanos no pueden tener mayor peso que otros a la hora de definir qué es justo.
Otra dimensión internacional fundamental de la masacre que presenciamos en Río fue la reconexión de la extrema derecha brasileña, aún más intensamente en el clima político actual, con sus redes y movimientos en Estados Unidos, Latinoamérica y Oriente Medio. El gobernador de Río de Janeiro, cuna del bolsonarismo en Brasil, exigió el reconocimiento de las organizaciones criminales como narcoterroristas y buscó legitimar una posible intervención de Washington, ampliamente demandada por el bolsonarismo, en nombre de la lucha contra el narcoterrorismo en Brasil. La desesperación de la extrema derecha es tal que ni siquiera disimula cómo sus banderas de defensa nacional son, en realidad, puro desprecio por la soberanía y la defensa de los intereses brasileños en las relaciones internacionales.
Con el inicio de la COP30 en Belém, la extrema derecha —arraigada en el neoliberalismo económico, el negacionismo de todo tipo (contra la ciencia, el clima, las vacunas, etc.) y la obstrucción a cualquier intento del Estado por regular y controlar el capitalismo en sus facetas más salvajes— busca empañar la imagen de un Brasil pluralista, diverso e inclusivo. Intentando amenazar directamente el liderazgo ambiental y climático de Brasil en la diplomacia, la extrema derecha antinacionalista y oscurantista pretende eliminar de la agenda política y mediática la lucha por la justicia climática, la defensa de los derechos de todas las formas de vida, humanas y no humanas, así como la sostenibilidad, fundamental en los nuevos modelos de desarrollo que se construirán, debatirán e implementarán desde Belém. Que el espíritu de Belém prevalezca sobre los intereses electorales y negacionistas del actual gobierno de Río de Janeiro y sus defensores, sean brasileños o no.