«Soy el rey y os destruiré: todas las castas alimentan mi apetito», gritó Javier Milei en su mitin de victoria tras las elecciones legislativas argentinas del 26 de octubre de 2025.1 La victoria de su partido no era algo seguro. Tras casi dos años en el cargo, el autoproclamado anarcocapitalista de extrema derecha había logrado controlar la altísima inflación. Pero a medida que el dólar se fortalecía a partir de julio de 2025, lo que trajo más dificultades económicas para los argentinos, su popularidad comenzó a caer. Sus allegados —su hermana Karina, candidata principal de su partido en las elecciones legislativas— se vieron envueltos en acusaciones de corrupción.
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Llevaron un enano disfrazado de Milei con sus camperas y una careta para que bailara mientras tocaban "Panic Show" en el recital del 15/11 en Luján. pic.twitter.com/CABsEoiGsT
— Revolución Popular (@RPN_Oficial) November 16, 2025
En septiembre, sus antiguos aliados en el Congreso le dieron la espalda para aprobar gastos en sanidad, universidades y prestaciones por discapacidad, anulando el veto del presidente. Fuerza Patria, el bloque peronista, triunfó en las elecciones provinciales de Buenos Aires el 7 de septiembre, derrotando a la alianza La Libertad Avanza de Milei por 47 a 34 %. Los mercados de divisas respondieron con una caída del peso, lo que provocó un nuevo aumento de la inflación y elevó los ya elevados costos del servicio de la deuda de Argentina. Las encuestas para las elecciones de mitad de mandato mostraban a los peronistas ligeramente por delante.
Con gran fanfarria, la Administración Trump acudió en ayuda de Milei, organizando una visita a la Casa Blanca, un intercambio de divisas por valor de 20 000 millones de dólares —a un tipo de cambio fijo, no al precio de mercado— y hablando de otros 20 000 millones de dólares en préstamos privados y de fondos soberanos. Pero Trump era consciente del riesgo de asociarse con un perdedor y al mandato presidencial de Milei aún le quedaban dos años. «Si gana, le ayudaremos mucho», declaró Trump a la prensa, con Milei sudando a su lado. «Y si no gana, no vamos a perder el tiempo».2 Los medios de comunicación liberal-conservadores de Argentina se habían mostrado ambivalentes con respecto a Trump, sin aceptar de buen grado su amenaza de imponer al país un acuerdo sobre tierras raras a cambio de su ayuda. Pero en ese momento, se le consideraba el único salvador del país. Las elecciones de mitad de mandato de 2025 se convirtieron en una prueba de nervios y en un referéndum nacional sobre el rescate de Trump.
Cabe destacar que la participación del 26 de octubre, del 68 %, fue la más baja de la historia, ya que los votantes de la oposición se quedaron en casa. La LLA de Milei obtuvo el 41 % de los votos populares frente al 34 % del bloque peronista, aumentando su grupo parlamentario en la Cámara de Diputados de 37 a 111 escaños, acaparando el voto centrista, mientras que los peronistas terminaron con 99 escaños (de 257). El resultado político fue negar a la oposición la mayoría de dos tercios necesaria para anular los vetos presidenciales, lo que liberó a Milei para seguir adelante con su agenda de recortar el otrora orgulloso estado del bienestar argentino, reducir los derechos de los trabajadores y demoler las redes de políticos peronistas, sindicalistas, líderes sociales y grupos vecinales a los que él llama la casta.

¿Cómo explicar la irrupción de esta figura en una escena política hasta entonces dominada por profesionales elegantemente vestidos? En un contexto socioeconómico más estable, Milei, con su pelo mal teñido, su chaqueta de cuero y sus diatribas mesiánicas ultraliberales, podría haber seguido siendo una celebridad excéntrica sin futuro político. En una Argentina azotada por la tensión de una inflación elevada —dos décadas de tasas de dos dígitos tras la crisis de 2001, seguidas de dos años de tasas de tres dígitos en 2023-24— y en medio del agotamiento mutuo de los bloques políticos existentes, se convirtió en un candidato presidencial plausible. Incluso su estilo agresivo ha generado un sorprendente grado de empatía, ya que se entiende como una respuesta a la violencia y el acoso que sufrió a manos de su padre, un empresario. Una parte significativa de la población lo percibe como una víctima enfadada, en sintonía con una sociedad que se siente victimizada y enfadada con la política, y ve en él a un outsider, subestimado y discriminado, igual que ellos. En otras palabras, el fenómeno Milei debe entenderse como la expresión de una crisis más profunda de la sociedad argentina.
Provisionalmente, podría resumirse así. La «normalización» neoliberal del país en la década de 1990 terminó en una catástrofe en 2001, que generó una nueva ola de militancia de la clase trabajadora. Bajo el liderazgo peronista de izquierda de Néstor Kirchner, este sector estableció un nuevo pacto social que demostró ser capaz de bloquear todos los intentos de la burguesía argentina de revertirlo, incluso cuando la economía entró en una crisis de caída de la rentabilidad e inflación crónica. En una situación de prolongado estancamiento político, Milei podría proyectarse como el único líder capaz de un cambio decisivo. Por lo tanto, es necesario situarlo en el contexto de este ciclo de resistencia, que a su vez debe enmarcarse en la larga historia del peronismo.
Tres generaciones peronistas
El peronismo suele desconcertar a los observadores externos, en particular a aquellos con una formación en las categorías políticas del mundo europeo. El movimiento nació a principios de la década de 1940, en un momento de gran militancia obrera en un país en proceso de industrialización y urbanización, a partir de la fusión de organizaciones obreras dispares bajo el liderazgo del carismático Juan Domingo Perón, una figura menor del gobierno militar de la época. Perón, un joven coronel, encontró en la Secretaría de Trabajo y Previsión Social —entonces una institución menor en la jerarquía estatal— una base desde la que llevar a cabo un novedoso proyecto de integración social, uniendo una alianza multiclase bajo la dirección del Estado, garante y árbitro de la unidad nacional. Con este fin, dictó órdenes para la ampliación de los derechos laborales, la negociación colectiva, las prestaciones por jubilación, el salario mínimo, las vacaciones pagadas, la asistencia médica, etc., con el fin de atraer a los sindicatos al nuevo orden corporativista, junto con otros sectores sociales y fracciones del capital.3
Sin embargo, la burguesía argentina reaccionó con alarma y descontento. La presión de sus compañeros oficiales, recelosos de su popularidad, provocó la destitución de Perón en octubre de 1945. La histórica movilización del 17 de octubre, inmortalizada en el musical que lleva el nombre de su luchadora y joven esposa, Evita, interrumpió el proceso de neutralización. Las clases trabajadoras salieron a las calles para exigir la liberación de su líder en tal número que Perón fue liberado al día siguiente. Un año más tarde, fue elegido presidente al frente de una coalición notablemente heterogénea, que abarcaba desde sectores de la izquierda hasta nacionalistas de extrema derecha. La alianza que se le oponía no era menos diversa: conservadores, radicales, socialistas y comunistas, que interpretaban el peronismo como una amenaza fascista, lo que justificaba una alianza con las élites tradicionales. Desde entonces, la vida política argentina se ha organizado en torno a la división entre peronistas y antiperonistas, una línea divisoria que atraviesa la propia izquierda.
Así se formó una relación sin precedentes: un político militar nacionalista, que había tratado de contener el movimiento obrero para evitar su radicalización, se vio interpelado por una clase trabajadora dinámica que se convirtió en el pilar de su liderazgo. Este sustento fue la base de la continuidad del peronismo como fuerza política, diferenciándolo de otros fenómenos nacionalistas de la década de 1940, como el varguismo en Brasil. A partir de entonces, la relación entre Perón y los trabajadores adquirió una forma única y ambivalente: aunque integrados bajo una lógica de subordinación al Estado, los sindicatos conservaron una capacidad de presión e influencia que, a su vez, condicionaba el liderazgo de Perón. La persistente desconfianza de la gran burguesía —que Perón intentó incorporar sin éxito— junto con una autonomía sindical mayor de lo esperado definieron la relación contradictoria entre el peronismo y la clase obrera: entre integración y resistencia.4
Derrocado por un golpe civil-militar en 1955 —con el apoyo liberal y antiperonista de las fuerzas armadas—, el primer experimento peronista fue clausurado. Pero durante los diecisiete años de proscripción que siguieron, el peronismo consolidó su estatus como fuerza popular, sostenido por el anhelo de una época perdida. La caída de Perón no condujo a la pasividad, sino a una intensificación de las luchas obreras conocida como la resistencia peronista. A pesar de la severa represión, los sindicatos organizaron huelgas y acciones clandestinas que mantuvieron vivo el vínculo entre el peronismo y la clase obrera. A partir de la década de 1960, esto se entrelazó con una nueva ola de radicalización influenciada por la Revolución Cubana y los movimientos de liberación nacional en el Tercer Mundo. La nueva militancia del movimiento obrero y el fortalecimiento de la izquierda radical alcanzaron su punto álgido con el levantamiento del Cordobazo de 1969. Por primera vez, una rebelión masiva de trabajadores y estudiantes desbordó al propio peronismo, lo que provocó una crisis de hegemonía que socavó la dictadura de Onganía y aceleró la descomposición del régimen. Esta escalada condujo al regreso de Perón del exilio en 1973. Sin embargo, su tercer gobierno no catalizó la movilización popular, sino que se propuso contenerla; para ello, Perón promovió el ala derecha de su movimiento contra la izquierda. Tras su muerte en 1974, esta deriva reaccionaria quedó al descubierto: la derecha peronista pasó a la ofensiva, liderada por su tercera esposa, desmantelando las organizaciones revolucionarias y desatando una violencia represiva abierta, allanando el camino para la dictadura militar de 1976-1983, sostenida por el terror estatal más sistemático de la historia argentina.
Sin embargo, aunque la represión remodeló profundamente las estructuras sociales y políticas del país, no logró eliminar los sindicatos ni erosionar la influencia del peronismo entre las clases populares. Incluso en la clandestinidad, el movimiento sindical conservó sus estructuras fundamentales y resurgió con una fuerza asombrosa en la huelga general de 1982, un momento clave en el declive de la dictadura. Sin embargo, la muerte de Perón había dejado al movimiento sin su figura unificadora, y la derrota electoral de 1983 —la primera en condiciones plenamente democráticas— marcó el inicio de una crisis de orientación. Al mismo tiempo, el agotamiento del modelo de sustitución de importaciones y el inicio de la ofensiva neoliberal comenzaron a erosionar la base material del proyecto social peronista. Bajo la presión de la crisis de la deuda de los años ochenta, el FMI y el Banco Mundial presionaron sin cesar para que se reestructurara el capital y el Estado en Argentina mediante la internacionalización subordinada de la economía.5 En medio del aumento del desempleo, la hiperinflación y el colapso institucional, la composición de la clase trabajadora se vio alterada por estos procesos, fragmentándose en capas formales e informales.
Cuando el partido peronista volvió al poder con Carlos Menem en 1989, no tardó en adaptarse a esta nueva situación, al igual que la socialdemocracia europea en el mismo período. Con el apoyo de los líderes sindicales, Menem impulsó el conjunto de medidas prescritas por el FMI: liberalización financiera y comercial, desregulación del mercado, privatización de empresas estatales estratégicas y aplicación de un régimen monetario que vinculaba el peso al dólar, imponiendo una disciplina monetaria drástica a medida que el dólar se fortalecía después de 1995. Los peronistas fueron expulsados en las elecciones de 1999, cuando este modelo entró en crisis. Su colapso se produjo durante la breve administración de Fernando de la Rúa (1999-2001), líder de la Unión Cívica Radical (UCR), liberal-conservadora, cuya alianza con sectores del centroizquierda salvó al peronismo de asumir la responsabilidad del fracaso del modelo de convertibilidad.
Bloqueo popular
El punto de inflexión se produjo con la explosión de diciembre de 2001, en pleno verano argentino: un levantamiento popular masivo que obligó a De la Rúa a dimitir, el colapso de la convertibilidad y un impago récord de la deuda del país, que ascendía a 130 000 millones de dólares. El PIB de Argentina se contrajo más de un 16 % y la economía se sumió en una recesión. Alrededor del 52 % de la población cayó por debajo del umbral de la pobreza; muchos tenían dificultades para comprar alimentos. El tipo de cambio fijo, que inicialmente había ayudado a contener la hiperinflación, acabó devastando el orden socioeconómico. Los servicios públicos colapsaron, los salarios y las pensiones dejaron de pagarse. Las movilizaciones espontáneas de diciembre de 2001 cristalizaron en redes populares de autoayuda para organizar cooperativas de alimentos o distribuir los cupones de emergencia del nuevo Gobierno. El papel protagonista no recayó en los sindicatos —aunque estos recuperarían gradualmente su capacidad de acción—, sino en los movimientos de trabajadores desempleados, los llamados piqueteros, que salieron muy fortalecidos de la crisis. Junto con la radicalización de las clases medias y la reactivación de los sindicatos, este bloque puso fin al ciclo de hegemonía neoliberal y allanó el camino para una nueva situación política.
Paradójicamente, fue el mismo partido peronista que había administrado el ajuste neoliberal el que ahora canalizó la resistencia al mismo, bajo el liderazgo de una pareja anteriormente menemista: Néstor Kirchner, presidente entre 2003 y 2007, y Cristina Fernández de Kirchner, entre 2007 y 2015. Al igual que el PRI en México, el APRA en Perú o el MNR en Bolivia, el peronismo había pasado del desarrollismo al neoliberalismo en la década de 1980. Pero, a diferencia de ellos, logró reinventarse como el canal privilegiado del progresismo argentino en el siglo XXI, formando parte del cambio regional que un reportero del New York Times denominaría la «marea rosa». 6 Esta nueva marca de peronismo de izquierda —el kirchnerismo, como se le llegó a llamar— surgió como un intento de reconstrucción populista del orden político mediante la canalización parcial de las demandas sociales, sin deshacer las transformaciones estructurales de la década de 1990; por lo tanto, tenía un carácter conservador en el sentido gramsciano de trasformismo. Revivió la lógica del peronismo clásico, respondiendo a la nueva militancia mediante la integración de los sectores movilizados, reconociendo su capacidad de presión, pero canalizando el conflicto dentro del aparato estatal como instrumento de regulación.
Impulsado por la creciente demanda china de materias primas, el gobierno de Kirchner estableció un nuevo modelo de redistribución, más modesto que el del peronismo clásico, pero ajustado a las condiciones contemporáneas. Atrajo a los movimientos de resistencia popular como relés locales para los programas de bienestar social y volvió a empoderar a los sindicatos a través de un marco de negociación colectiva. Bajo el kirchnerismo, el Estado retomó un papel activo mediante renacionalizaciones estratégicas —especialmente de los fondos de pensiones y la empresa petrolera YPF— y subsidios para mantener las tasas de utilización en sectores clave de la producción industrial. Se amplió la red de bienestar social redistributiva mediante la expansión de un subsidio universal por hijo, la ampliación de la cobertura de las pensiones y el aumento del salario mínimo. El equipo de Kirchner rechazó las exigencias punitivas del FMI y las reclamaciones de diversos fondos de cobertura de que los argentinos se empobrecieran aún más para saldar las malas apuestas de los inversores ricos. En esto contaron con el respaldo de la fuerza organizada de los piqueteros y otros grupos de la clase trabajadora, que constituyeron lo que Adrián Piva ha denominado un «bloqueo popular» contra el ajuste estructural al estilo del FMI.7
Inicialmente, el programa de recuperación redistributiva del kirchnerismo generó un período de relativa estabilidad e incluso contó con el respaldo de sectores de la clase capitalista. Sin embargo, a medida que el largo ciclo mundial de las materias primas llegaba a su fin y las movilizaciones sociales perdían impulso, la estrategia comenzó a tensar las relaciones con algunas facciones del mundo empresarial.8 En 2008, el intento de Fernández de Kirchner de aumentar los impuestos progresivos sobre las exportaciones agrícolas desencadenó un enfrentamiento frontal con la agroindustria argentina, que rápidamente se convirtió en una batalla política en la que se involucraron primero las clases medias agrarias, luego la mayor parte de las grandes empresas y la pequeña burguesía urbana, que redescubrió su tradicional antperonismo. Aunque políticamente costosa, la confrontación proporcionó al equipo de Fernández de Kirchner una narrativa épica de la que hasta entonces carecía, enfrentándolo a un enemigo arquetípico, la «oligarquía rural», históricamente asociada al elitismo y la hostilidad hacia las clases populares. Pero el éxito del kirchnerismo dependía casi por completo del contexto externo favorable: los términos de intercambio permitían la redistribución sin afectar gravemente a la acumulación. Con la desaceleración china después de 2012, ese margen comenzó a reducirse. Se inició un largo ciclo de estancamiento, que persiste hasta hoy. Debilitado por la muerte de Néstor Kirchner en 2010, el proyecto peronista de izquierda mostraba signos crecientes de agotamiento: crecimiento lento, inflación y desequilibrio macroeconómico.
En 2015, el candidato presidencial peronista fue derrotado por un estrecho margen por el conservador Mauricio Macri, hijo de un magnate de la construcción, y su partido Propuesta Republicana (PRO). Macri actuó con cautela al principio con su agenda favorable a las empresas, temeroso de provocar la resistencia de la clase trabajadora. Envalentonado por el éxito en las elecciones legislativas de 2017, incluida la estratégica provincia de Buenos Aires, su Gobierno presentó ante el Congreso un proyecto de ley de reforma de la seguridad social, todavía moderado en su alcance, pero simbólicamente significativo. La reacción social no se hizo esperar. La violenta represión policial de las protestas masivas de diciembre de 2017 no supuso más que una victoria pírrica para el bloque conservador. Aunque debilitado, el «bloqueo popular» conservaba su veto social. A partir de entonces, el gobierno de Macri se vio en una posición defensiva, castigado por los mercados financieros mundiales por el estancamiento de las reformas estructurales y su caída en las encuestas.
Pero cuando los peronistas volvieron al poder en 2019, quedó claro que no tenían ninguna solución. En un intento por conciliar con los mercados, Kirchner desplazó al partido hacia la derecha, impulsando a Alberto Fernández, un tecnócrata mediocre, como presidente, con ella misma como vicepresidenta. El resultado fue una administración débil y contradictoria, que gestionó la crisis con una combinación disonante de discurso estatista y subordinación al FMI, una racionalización de la regresión en nombre del «mal menor». A medida que los salarios reales caían y la pobreza aumentaba, el discurso oficial sobre los derechos y la justicia social perdió toda correlación material. Esto era peor que hipocresía; la narrativa autocomplaciente de un «gobierno progresista, estatista y redistributivo» contrastaba cada vez más con la experiencia cotidiana de millones de argentinos que se enfrentaban a una estanflación persistente, al deterioro de los servicios públicos, a la disminución de los ingresos y al empeoramiento de las condiciones laborales. La mala gestión de la pandemia por parte del Gobierno de Fernández, caracterizada por confinamientos prolongados, una alta tasa de mortalidad y una fuerte contracción económica, convirtió el descontento en ira.
Romper el estancamiento
El fracaso sucesivo de las dos principales coaliciones políticas, la peronista y la conservadora, alimentó una crisis de representación. La situación sugiere una variante de la noción de Gramsci de un estancamiento catastrófico: un equilibrio de fuerzas en el que ninguna de las partes, ni A ni B, es capaz de imponer su proyecto de manera efectiva, aunque cada una conserva la capacidad de vetar el de la otra. En la descripción que hace Gramsci del cesarismo, esto abre la vía a una irrupción inesperada: un liderazgo alternativo, C, que se impone como salida al atolladero, desplazando a los contendientes tradicionales.9 Sin embargo, como subrayaba Gramsci, el estancamiento no era una cuestión de parálisis estática, sino de degradación mutua de ambos bandos, provocada por el desgaste estructural de una lucha prolongada. En el caso de Argentina, sin embargo, el prolongado estancamiento social ha tenido efectos asimétricos. El bloque popular contra la austeridad ha sufrido una derrota larga, silenciosa y lenta, resultado de una década de estancamiento económico y proliferación del empleo informal, con sus efectos debilitadores sobre la acción colectiva; una inflación alta y persistente que ha agotado a la población; y la profunda sensación de frustración y desorientación generada por el fracaso del gobierno de Fernández.10
Al mismo tiempo, el estancamiento provocó una radicalización de las clases medias y pequeñas empresariales que permitió el ascenso meteórico de una nueva extrema derecha. Privada de contenido redistributivo, la intervención estatal se convirtió en objeto del desprecio popular. El rechazo a la casta o al «Estado parásito» no fue solo el resultado de una ofensiva cultural reaccionaria, sino una expresión del desencanto popular con una forma de gobierno que, aunque se proclamaba Estado social —el Estado presente, en términos kirchneristas—, administraba el empobrecimiento. Las diatribas libertarias de Javier Milei, con sus extravagantes florituras anarcocapitalistas, aparecieron como el polo opuesto a veinte años de estatismo agotado. En la derecha política, mientras tanto, el naufragio del experimento Macri consolidó la idea de que Argentina sería ingobernable si no se rompía el poder de veto del peronismo. La protesta social, más autónoma de lo que se suponía, se identificaba con el peronismo —más colaboracionista de lo que admitía el estereotipo— y el piquete (piquete) se interpretaba como un símbolo de coacción callejera, con los sindicatos y los movimientos sociales como el brazo fuerte de un establishment informal. Se asumió que Macri había fracasado por un gradualismo excesivo. Lógicamente, la nueva estrategia requería una «terapia de choque» neoliberal, respaldada, cuando fuera necesario, por el uso de la fuerza. La expectativa era que Macri —o un futuro candidato suyo— lo pusiera en práctica. Pero la aparición de Milei, sin vínculos orgánicos con los partidos tradicionales, ofrecería una encarnación más pura y agresiva de ese mandato.
Nacido en 1970, Milei es hijo de un empresario que se hizo a sí mismo y que, durante los años de Menem, amplió su flota de autobuses de Buenos Aires hasta convertirla en una empresa de inversión y de coches usados apalancada con deuda, con diversos intereses inmobiliarios, mientras maltrataba y golpeaba a su hijo, cuya hermana pequeña, Karina, se convirtió en su única protectora y amiga. Tras obtener títulos en economía matemática en varias instituciones periféricas, Milei encontró trabajo como asistente del magnate de las líneas aéreas Eduardo Eurnekian, un hombre hecho a sí mismo con más éxito. El encuentro con el ensayo «Monopoly and Competition» de Murray Rothbard lo convirtió al ultraliberalismo. A mediados de la década de 2010, alcanzó notoriedad como ruidoso panelista de televisión, proponiendo el dogma del libre mercado en su forma más extrema. Su estilo beligerante y sus insultos desenfrenados, arremetiendo contra la clase política, lo convirtieron en una celebridad mediática fácilmente identificable, al tiempo que proyectaba la imagen de un outsider radical. Al igual que con la nueva derecha en otros lugares, el escándalo se convirtió en un signo de sinceridad, una prueba de que no era un político convencional que mide cada palabra según la «tiranía de lo políticamente correcto». Incendiario y provocador, Milei se convirtió así en el catalizador del descontento acumulado, que se tradujo en el entusiasmo popular por un proyecto que prometía la demolición del Estado y la venganza contra los privilegios de la casta.
Aprovechando su imagen de personaje de la televisión basura, Milei entró en la política nacional como diputado por la ciudad de Buenos Aires en las elecciones legislativas de 2021; su recién formada LLA obtuvo un 14 % de los votos. A medida que la crisis se agravaba en lo más profundo de la pandemia, causó sensación al sortear cada mes su sueldo parlamentario. Mientras tanto, con una inflación superior al 100 % y el 40 % de la población viviendo por debajo del umbral de la pobreza, la camarilla peronista en el poder confirmó su desconexión de la realidad al elegir al ministro de Economía, Sergio Massa, como candidato presidencial para 2023. La decisión de Milei de presentarse a la presidencia fue tratada como una broma por los medios de comunicación, pero llevó a cabo una campaña eficaz, respaldada por la experiencia político-tecnológica de la extrema derecha estadounidense y los bolsonaristas brasileños. Más potente que los tropos prestados sobre el sufrimiento masculino bajo la «conciencia social» fue la articulación de Milei del cansancio de los argentinos con la inflación y la crisis económica como un discurso específicamente antiestatal —y, por tanto, antiperonista—. En noviembre de 2023 ganó la segunda vuelta por una mayoría aplastante, con un 56 % frente a un 44 %.
Emergencia económica
Una vez instalado en la Casa Rosada, Milei declaró el estado de emergencia económica como motivo para derogar los poderes ejecutivos extraordinarios. Ordenó una devaluación del 100 % del peso y emitió una avalancha de decretos y proyectos de ley para recortar el gasto público, desregular el trabajo, abolir los controles de alquileres y reducir los impuestos a los inversores extranjeros en los nuevos yacimientos de petróleo y gas de la Patagonia. Gran parte del aparato estatal fue desmantelado cuando la administración Milei recortó ministerios, despidió a decenas de miles de trabajadores del sector público, cerró agencias y convirtió las empresas estatales en corporaciones, antes de su privatización. Dos importantes instrumentos jurídicos estructuraron esta ofensiva: el decreto ejecutivo dnu 70, un paquete de decretos neoliberales impuestos sin respaldo legislativo, y la Ley de Bases, un proyecto de ley ómnibus presentado ante el Parlamento. Los decretos incluían una ofensiva autoritaria contra los manifestantes, calificados de «terroristas» por Milei. Se aplicó un «protocolo antipiquetero» que restringía severamente las manifestaciones legales, con un nuevo nivel de violencia policial, utilizando cañones de agua, cargas con porras, gases lacrimógenos y spray pimienta. Se negó el derecho de huelga a una amplia categoría de trabajadores «esenciales». Por primera vez desde la dictadura, estas medidas provocaron un miedo real y las protestas contra el Gobierno se redujeron a unos pocos incondicionales.
En sus primeros meses en el cargo, Milei parecía a menudo desorientado; con solo unas pocas docenas de diputados en la Asamblea Nacional, carecía del poder necesario para que muchos de sus decretos se convirtieran en ley. En el verano de 2024 se había asegurado el apoyo de las fuerzas más tradicionales. Los partidarios de Macri, que representaban a la derecha «seria», ayudaron a impulsar la Ley de Bases en el Congreso y le dieron la capacidad de gobernar. A medida que su administración se estabilizaba, la base electoral de la derecha tradicional migró a la LLA, lo que le permitió absorber a esos partidos en una alianza más amplia. También obtuvo el apoyo parlamentario de muchos diputados radicales e incluso de algunos peronistas vinculados a gobernadores provinciales, que dependían de los fondos del centro. Este pragmatismo representó un respaldo tácito a las duras reformas favorables a las empresas para relanzar el proceso de acumulación. Aunque la burguesía argentina consideró inicialmente a Milei una apuesta arriesgada, pronto se unió a él como la mejor oportunidad para impulsar su programa de reformas, largamente pospuesto, sin que se viera frustrado por las protestas sociales. En abril de 2025, el FMI aprobó un nuevo préstamo de 20 000 millones de dólares para amortiguar la relajación de los controles de capital y la flotación controlada del peso por parte de Milei.
El apoyo a Milei se mantuvo sorprendentemente fuerte durante los primeros dieciocho meses, a pesar de las dificultades que causó su terapia de choque, «el ajuste fiscal más drástico jamás visto en una economía en tiempos de paz», según un funcionario del FMI.11 La inflación comenzó a descender a partir del verano de 2024, cayendo por debajo del 40 % la primavera siguiente. El Gobierno restó importancia al escándalo de la criptomoneda libra, que Milei había respaldado pero que resultó ser una operación Ponzi de «rug pull». Sin embargo, en el verano de 2025, el cansancio social por los altos costes de la política deflacionista sobre los ingresos y la actividad económica comenzó a hacerse notar. Las encuestas mostraban una disminución gradual de la confianza en el Gobierno y el malestar social iba en aumento, no a gran escala, pero cada vez más persistente.12 A finales de agosto de 2025, la filtración de unas grabaciones de audio que detallaban la comisión del 3 % que Karina Milei se quedaba de los pagos públicos por medicamentos para discapacitados amenazaba con causar un daño aún más grave.
En Argentina, como en otros lugares, las actitudes hacia la corrupción pueden ser ambivalentes; puede tolerarse si la economía es relativamente boyante, pero cuando los tiempos son difíciles se percibe como una doble afrenta. El sacrificio que los argentinos habían aceptado para superar la inflación y el estancamiento parecía ahora menospreciado por aquellos que se embolsaban dinero público mientras exigían un mayor ajuste. El impacto fue inmediato: el revés de LLA en las elecciones provinciales de Buenos Aires del 7 de septiembre reveló la fragilidad de la situación económica. El plan de Milei, sostenido hasta entonces por el apoyo empresarial y la pasividad social, comenzó a desmoronarse. El Banco Central agotó las reservas de divisas de Argentina para frenar la fuga de capitales y evitar una devaluación inflacionaria en vísperas de las elecciones de mitad de mandato. Junto con el rechazo del peronismo por parte de una parte sustancial del electorado, el rescate muy público de Trump y Bessent, apenas doce días antes de las elecciones, le dio al anarcocapitalista otros dos años más.
Precedentes
Milei puede ahora avanzar con medidas más duras, empezando por la legislación laboral, las pensiones y los impuestos. Su discurso de victoria indicó una apertura a trabajar con otros partidos, evocando la imagen de una nación unida contra el odiado «populismo» peronista.13 Con el apoyo de sus aliados parlamentarios liberal-conservadores, la LLA podrá convertir en ley una nueva dispensación político-económica. El objetivo de Milei, una vez que se haya frenado la inflación, es fortalecer el peso y generar un «efecto riqueza» mediante la entrada de dólares, atraídos por la desregulación, la privatización y otras ofertas para los inversores extranjeros, imponiendo una dura disciplina a los sectores industriales no competitivos y al trabajo. El programa es, por supuesto, el del «Consenso de Washington» del FMI, y no el anarcocapitalismo ultraliberal, sea lo que sea eso. La concepción de Gramsci sobre el estancamiento debe modificarse en el caso argentino: aquí, la tercera fuerza cesarista, C, resulta ser en realidad una máscara de B, o la forma más eficaz de aplicar el programa de B. 14 Aunque mantiene la retórica de «outsider» y amenaza con devorar a las élites, su agenda es estrictamente la de un insider, alabada por ese portavoz de la «élite global» que es The Economist, que se muestra frío con Trump pero se emociona con «el poder de los mensajes económicos duros pero coherentes que proclama con claridad y convicción» el presidente argentino. Del mismo modo, el FMI, sede mundial de la casta, se ha apresurado a elogiar la «sólida trayectoria» de Milei.15
Pero el programa ya se ha probado muchas veces en Argentina. En el pasado, ha terminado en devaluación, recesión aguda y aumento del malestar social. Cuando se intentó por primera vez bajo la dictadura a finales de la década de 1970, orquestada por el ministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz, duró apenas tres años antes de terminar en un colapso monetario y protestas laborales. Por el contrario, Menem mantuvo una estrategia similar durante una década, reformulando de manera decisiva el pacto social a favor del capital antes de la catastrófica crisis de 2001 y el auge del «bloqueo popular». El Gobierno de Macri también intentó un breve periodo de apreciación de la moneda, que terminó en una retirada masiva de depósitos bancarios y una fuerte devaluación.
Que Milei resulte ser un Martínez de Hoz, un Macri o un Menem depende en gran medida de si los dólares siguen fluyendo y de si Washington sigue desempeñando el papel de financiador de última instancia. El Gobierno espera que la subasta de los yacimientos de esquisto de Vaca Muerta, en el noreste de la Patagonia, en desarrollo desde 2010, genere una inyección suficiente de inversión extranjera para mantener la reestructuración en marcha. El tiempo es un factor clave. La apuesta es que un contexto relativamente favorable —efecto riqueza, disciplina monetaria, estabilización macroeconómica— proporcione una ventana de oportunidad para remodelar de forma duradera el equilibrio social y político de fuerzas antes del próximo colapso. Incluso una leve recuperación económica podría ayudar a consolidar elementos de la heterogénea coalición de Milei como un nuevo bloque popular, bajo la hegemonía de la derecha.
En la actualidad, sus seguidores más comprometidos representan alrededor del 30 % del electorado. Entre ellos se encuentran componentes de la clase empresarial pequeña y mediana, tradicionalmente antperonista, que antes votaba a Pro o a la UCR, pero que se radicalizó debido al estancamiento; jóvenes precarios, sin recuerdo del crecimiento bajo el primer gobierno de Kirchner, para quienes el iconoclasmo de Milei ofrece una expresión de sus propias frustraciones por los horizontes bloqueados del país; y sectores de la clase media baja y la clase trabajadora informal, muy afectados por la inflación y la pérdida de estatus, que ya no ven al Estado como garante de los derechos, sino como fuente de corrupción e ineficiencia. Por último, Milei contó con el respaldo de un voto de protesta transversal a las clases, que expresaba el desencanto popular con todo el sistema político. La suerte económica de estas capas será un factor clave en la configuración del próximo ciclo político, pero ya se puede decir que los efectos corrosivos del estancamiento peronista y la alta inflación han dado lugar a una sedimentación social en la derecha que será difícil de disipar en un futuro próximo, incluso si el proyecto de Milei termina en crisis y desgracia.
¿Seguirán fluyendo los dólares? El Gobierno apostará por que la enorme cantidad de liquidez inyectada por los principales bancos centrales con cada nueva crisis tiene que ir a parar a algún sitio. Pero Argentina no tiene mucho margen de maniobra. Reparar su solvencia crediticia significa pagar para refinanciar las enormes deudas que vencen el año que viene. En unas condiciones en las que los puntos conflictivos geopolíticos coinciden con los cuellos de botella geoeconómicos, y la creciente ira popular está adoptando formas políticas impredecibles, cualquier crisis local podría provocar otro repunte de la inflación, una subida de los tipos de interés, el colapso de las empresas endeudadas o de los prestamistas apalancados, o la destrucción de los fondos gestionados si estalla la burbuja de la inteligencia artificial. Con el levantamiento de los controles cambiarios y el peso vinculado al dólar, por muy elástico que sea, Argentina no estará mejor protegida de las turbulencias económicas mundiales que en 1999.
Además, Washington tendrá asuntos más importantes que atender. El rescate de octubre de 2025 ya fue desproporcionado, una medida de la irracionalidad generada por los compromisos políticos de la administración Trump. Con 20 000 millones de dólares, el canje de divisas y las compras de bonos que lo acompañan representan uno de los mayores paquetes de ayuda directa jamás concedidos por Estados Unidos a América Latina. Habría que remontarse a la crisis del tequila de México en 1995 para encontrar un rescate de tamaño comparable. Pero esa operación involucró al principal socio comercial de Estados Unidos, la tercera pata del recién creado TLCAN, y respondió a una sacudida financiera mundial que amenazaba con desestabilizar toda la región. Del mismo modo, la descarada intervención de Trump en las elecciones intermedias de Argentina podría compararse con el apoyo algo más discreto de Clinton a la segunda candidatura presidencial de Yeltsin en 1996, cuando Washington hizo la vista gorda mientras se desviaban grandes cantidades de un préstamo del FMI de 10 000 millones de dólares para asegurar su reelección. Pero, de nuevo, Rusia era un socio estratégico clave al que había que mantener contento mientras se llevaba a cabo la expansión de la OTAN.
La situación con Argentina es muy diferente. Económica y geopolíticamente, el país ocupa un lugar menos importante en la mente de Washington. La propia economía estadounidense se encuentra hoy en día bajo una mayor presión, y la radicalización del «America First» (Estados Unidos primero) se impone a la generosidad imperial. Quizás para calmar la presión de las redes sociales de MAGA, Bessent dejó caer una amplia insinuación, después de que la posición de Milei se estabilizara con los resultados de las elecciones intermedias argentinas, de que el apoyo estadounidense sería a partir de entonces más limitado.16 Argentina es ya, con diferencia, el mayor prestatario del FMI, con una deuda de casi 42 000 millones de dólares del fondo de 120 000 millones, frente a los 11 000 millones de Egipto y los 9000 millones de Ucrania, ambos mucho más importantes desde el punto de vista geopolítico. Además, las condiciones locales son menos propicias ahora que en la época de Menem y Martínez de Hoz. A finales de los años setenta y principios de los noventa, los salarios medios en Argentina se situaban en un nivel relativamente alto para los estándares latinoamericanos, lo que amortiguó en parte el impacto de la crisis deflacionaria, mientras que el peso era relativamente débil. El programa inicial de Milei ha distorsionado estas relaciones: los salarios reales se han mantenido bajos, mientras que el peso se ha mantenido insosteniblemente fuerte para combatir la inflación, beneficiándose durante un tiempo del ancla de un dólar inusualmente débil. En este contexto, una devaluación forzada ya no se vería suavizada por el colchón de ingresos de ciclos anteriores y podría desencadenar una grave crisis social, sin margen para la tolerancia. Las repercusiones políticas podrían entonces utilizarse para justificar soluciones más abiertamente autoritarias, ya presagiadas en la represión de Milei contra los piqueteros, aunque esto en sí mismo no podría proporcionar un alivio económico.
Completar la tarea
Una comparación con la extrema derecha de Jair Bolsonaro en Brasil puede ayudar a definir la especificidad del fenómeno Milei. En cuanto al estilo, son polos opuestos. El pelo largo y las patillas al estilo heavy metal de Milei se corresponden con la excentricidad bohemia de su vida personal, sus intensas relaciones con su hermana y éminence grise, la primera dama de facto de Argentina, y su perro, Conan, del que Milei afirmaba que en realidad era su hijo. Bolsonaro promovió una imagen de ganadero patriarcal de aspecto pulcro y se rodeó de pastores evangélicos y figuras militares. Pero ambos surgieron como una respuesta radicalizada al fracaso de la derecha tradicional, Macri en Argentina y Temer en Brasil, para mantener el apoyo electoral mientras revertían la legislación social del kirchnerismo y el lulismo-dilmismo.
Retóricamente, la gran fortaleza de Milei como político ha sido transmitir su estrategia real en términos vívidos que pueden repetirse una y otra vez. El mensaje, que consta de dos partes, es muy simple: impulsar una revolución neoliberal antiestatista y convertir la derrota del veto social y los piqueteros en una aniquilación definitiva. Eso no significa necesariamente la destrucción del proteico movimiento peronista; el busto de Menem ocupa un lugar de honor en la Casa Rosada de Milei. Pero sí implica la eliminación y el descrédito del kirchnerismo y su incorporación al aparato público-administrativo de los organismos autoorganizados de la clase trabajadora. Bolsonaro, menos inteligente, se concentró en diatribas anticomunistas y «antiwoke», mientras que su ministro de Finanzas, una figura de la élite, mucho más suave que el presidente pero no menos impulsado por el odio hacia la izquierda electoralmente exitosa, se dedicó a aplicar una agenda procapitalista más o menos en silencio.
Bolsonaro se enfrentó a una oposición más débil cuando asumió el cargo en 2019, pero su catastrófica gestión de la pandemia provocó enormes protestas y, como prácticamente todos los mandatarios de América Latina, fue castigado en las urnas por las altas tasas de mortalidad y el sufrimiento económico. Inhabilitado para ejercer cargos políticos hasta 2030 por su torpe intento de revertir el resultado de las elecciones, sigue liderando un fuerte movimiento de extrema derecha con base en las iglesias y los aparatos de seguridad, que ha absorbido a las fuerzas conservadoras tradicionales. Es muy capaz de volver al poder, ya sea con su hijo Eduardo, su esposa Michelle, el gobernador de São Paulo o cualquier otro candidato. La base de Milei es más bien una «masa flotante» y su legado aún está por construir.
Los intentos de conceptualizar los exitosos experimentos de la derecha que han proliferado en los últimos años —Brasil, Argentina, India, Turquía, Hungría, Polonia, Rusia y, por supuesto, Estados Unidos— no pueden limitarse a la contraposición entre el fascismo clásico y la democracia liberal, cuyo resultado es una polarización estéril del debate entre quienes gritan «¡Fascismo! ante cualquier avance de la derecha y los que minimizan la novedad y la agresividad de las nuevas derechas con el argumento de que las instituciones representativas permanecen intactas. Este fue un error que los teóricos clásicos del fascismo no cometieron. Los escritos extraordinariamente proféticos de Trotsky sobre el auge del nazismo se enmarcaban sobre todo como análisis coyunturales.17 Sobre esa base, advirtió de la amenaza física e institucional de la extrema derecha para las organizaciones del movimiento obrero y de la necesidad de una política unitaria para defenderlas, pero no subordinada a la burguesía liberal, que había contribuido a crear la crisis de la que se alimentaba la extrema derecha. Trotsky, por supuesto, escribiendo desde Prinkipo, veía el fascismo como una manifestación de la crisis terminal del capitalismo; al igual que Lenin durante la Primera Guerra Mundial, pidió que la lucha contra el síntoma se convirtiera en una lucha contra su causa. Otto Bauer, escribiendo desde la Austria de entreguerras, consideraba que la revolución socialista ya había sido derrotada; el objetivo del fascismo era eliminar el socialismo reformista. Angelo Tasca, escribiendo desde la Francia ocupada por los nazis, llevó la idea un paso más allá y la definió como una «contrarrevolución póstuma y preventiva», que se proponía completar la obra una vez que la resistencia obrera se hubiera debilitado de forma decisiva. 18 En otras palabras, la derecha agresiva se convierte en una fuerza funcional tanto cuando la clase dominante es relativamente débil y recurre a medidas extremas para derrotar una amenaza revolucionaria —la situación descrita por Trotsky— como cuando la clase dominante es fuerte y decide terminar el trabajo.
En América Latina, las fuerzas populares de numerosos países lucharon de diferentes maneras, a menudo confusas, para encontrar salidas de izquierda a las crisis neoliberales en las que se vieron sumidas en los años ochenta y noventa. En el proceso, redujeron en uno o dos puntos el índice de desigualdad de Gini del continente, ampliaron la alfabetización y crearon programas básicos de lucha contra la pobreza, sin romper —excepto en el honorable caso de Cuba— con las relaciones de propiedad capitalistas. El auge de China ofreció cierto margen para iniciativas alternativas: proyectos de infraestructura asequibles, destinos de exportación, productos baratos. Al igual que en Argentina, muchos de esos esfuerzos llegaron a un punto muerto o se erosionaron desde dentro. Sin embargo, desde el presupuesto público de Porto Alegre hasta las misiones de Caracas, el constitucionalismo indígena de Bolivia, la música de Cuba y la teoría crítica de Brasil, los países latinoamericanos ofrecieron una especie de faro al mundo durante una década más o menos en los años 2000, cuando Estados Unidos bombardeaba Afganistán, Irak, Libia y Siria, haciendo estallar burbujas especulativas y ampliando la vigilancia.
Si observamos la estrategia de la Administración Trump para América Latina —la flota de la Marina estadounidense enviada al Caribe, con el objetivo de acabar con los desaliñados restos de la revolución bolivariana, con Cuba como premio final; 20 000 millones de dólares y contando para que Milei se ocupe de esa «cultura radical de izquierda enferma»; aranceles del 50 % al Brasil de Lula, aparentemente a instancias de Eduardo Bolsonaro— la intención parece clara: terminar el trabajo. Eso no significa que Trump —o Milei— vayan a tener éxito. En Argentina, el veto social resurgió tras el terror de la dictadura de 1976-1983, y de nuevo tras la ingeniería social más generalizada de los años de Menem. En América Latina en su conjunto, las dificultades experimentadas por el capitalismo periférico en un continente con fuertes tradiciones de resistencia popular y formas relativamente débiles de absorción hegemónica han catalizado generación tras generación de revueltas. No obstante, esto da una idea de a qué se enfrenta ahora la izquierda.
Notas
1 «Soy el rey y te destrozaré / Todas las castas son de mi apetito». La canción «Panic Show», de la banda de rock argentina La Renga, se ha convertido en una especie de himno personal para Milei, un hombre desafinado y vestido de cuero, cuya letra ha sido modificada para referirse a sus adversarios retóricos, las «castas» políticas peronistas; la original se refiere a los cómplices, en lugar de a las castas.
2 Trump aclaró su razonamiento a los periodistas: «Todo el mundo sabe que está haciendo lo correcto. Pero hay una cultura radical de izquierda enferma que es un grupo de personas muy peligroso, y están tratando de hacerle quedar mal»: Allison Griner, «“No vamos a perder el tiempo”: Trump condiciona nuestra ayuda a Argentina a las elecciones», Al-Jazeera, 14 de octubre de 2025.
3 Véase la obra de Juan Carlos Torre, en particular: La formación del sindicalismo peronista, Buenos Aires, 1987; El gigante invertebrado: Los sindicatos en el gobierno 1973-1976, Buenos Aires, 1995; Clase obrera y peronismo, Buenos Aires, 2005.
4 Véase el análisis clásico de Daniel James, Resistance and Integration: Peronism and the Argentine Working Class, 1946–1976, Cambridge 1988.
5 Adrián Piva, Acumulación y hegemonía en la Argentina menemista, Buenos Aires 2012.
6 Larry Rohter, «With New Chief, Uruguay Veers Left, in a Latin Pattern», nyt, 1 de marzo de 2005.
7 Véase Piva, Economía y política en la Argentina kirchnerista, Buenos Aires 2015.
8 Los primeros indicios de conflicto surgieron ya en 2005, cuando el desacuerdo sobre la política salarial provocó la salida del ministro de Economía, Roberto Lavagna, partidario de la moderación salarial frente a la determinación de los Kirchner de apostar por el crecimiento.
9 «Cuando una fuerza progresista A lucha contra una fuerza reaccionaria B, no solo puede ocurrir que A derrote a B o que B derrote a A, sino que puede suceder que ni A ni B derroten a la otra, que se debiliten mutuamente y que entonces intervenga una tercera fuerza C desde fuera, sometiendo lo que queda de A y B»: Antonio Gramsci, Selections from the Prison Notebooks, ed. y trad. Quintin Hoare y Geoffrey Nowell Smith, Londres, 1971, p. 219.
10 Este es el argumento esgrimido por Adrián Piva, «Milei, desmovilización popular y avance autoritario», Jacobin América Latina, 10 de diciembre de 2024.
11 Citado en Michael Stott y Ciara Nugent, «¿Cómo le está yendo a Javier Milei tras casi 11 meses en el cargo?», ft, 23 de octubre de 2024.
12 «Milei, lejos de captar a la oposición», D’Alessio/irol, 7 de agosto de 2025.
13 «El discurso completo de Javier Milei tras la victoria en las elecciones legislativas nacionales», Clarín, 27 de octubre de 2025.
14 Gramsci, por supuesto, pretendía que la categoría fuera heurística, señalando que puede haber muchas formas diferentes de cesarismo, progresistas y reaccionarias: «el significado exacto de cada forma solo puede reconstruirse, en última instancia, a través de la historia concreta, y no mediante ninguna regla sociológica empírica»: Selections from the Prison Notebooks, p. 219
15 Leader, «Choosing the chainsaw», Economist, 1 de noviembre de 2025; «El Directorio Ejecutivo del FMI aprueba un acuerdo ampliado de 20 000 millones de dólares por ocho meses para Argentina», comunicado de prensa del Fondo Monetario Internacional, n.º 25/101, 11 de abril de 2025.
16 «Javier’s chance», Economist, 1 de noviembre de 2025.
17 León Trotsky, La lucha contra el fascismo en Alemania, Nueva York, 1971.
18 Otto Bauer, «Fascism» [1936], en Tom Bottomore y Patrick Goode, eds., Austro-Marxism, Oxford, 1978; Angelo Tasca, La Naissance du fascisme: l’Italie de 1918 à 1922, París, 1938; edición inglesa, The Rise of Italian Fascism, 1918–1922, Londres, 2010.
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