Escriben: Pablo Pineau, Carlos Umaña González y Tomás Schuliaquer
El texto, efímero como la gran mayoría de lo que se publica en internet -y más aún, ¡en un blog!- estaba destinado al olvido. Pero casi dos décadas más tarde, en 2024, fue encontrado -no sabemos bien cómo-, por Carlos Umaña González, un cartógrafo de tumbas, asiduo visitante de los muertos. Él escribió su testimonio sobre esa experiencia y lo publicó en un suplemento de opinión de su país, Costa Rica, llamado Página Abierta. Le mandó el link a Pineau, a quien no conocía.
Por Pablo Pineau
25 de abril de 2007
La cita estaba acordada hacía poco más de un año. Esa vez, como la charla con quien sería mi guía había derivado a su formación en L’École normale supérieure , le pregunté por Althusser. Comenzó con un: ”Fue un gran maestro de mi generación, pero ya nadie lo recuerda”. Hasta ahí, todo era esperable; pero su remate con un “como yo soy campesina y me gusta visitar a mis muertos, cada tanto le llevo flores”, nos ubicó en otro registro. Me habló entonces de un cementerio de suburbio y de una lápida casi sin datos. Le propuse acompañarla, y aceptó generosa y gentilmente. Quedamos en ir juntos la próxima vez que yo volviera por allí, lo que sucedió este febrero.
Camino al encuentro, traté de acordarme cuándo había tenido referencias de Althusser por primera vez. El ejercicio me llevó a un hospital en Bolivia, en un viaje iniciático de mis dieciocho años, durante la primavera alfonsinista. Poco más de una semana antes, en una especie de ceremonia personal de búsqueda de orígenes, había tomado agua directamente del lago Titicaca. Y ese día, en un hotel de mala muerte de Tarija, estaba sintiendo sus efectos. Fui a la guardia médica, donde me dijeron que volviera a internarme para que me hidrataran por suero. Entre retorcijones, pasé a buscar un libro para aguantar las largas horas del goteo. El elegido fue “Conceptos elementales del materialismo histórico”, escrito por Martha Harnecker y editado por Siglo XXI, que había comprado pocos días atrás en unos carritos presuntuosamente llamados “feria del libro” de Cochabamba, por recomendación de mis compañeros de viaje que tenían más militancia y formación política que yo.
Toda generación establece vínculos difíciles con la que le precede, pero la mía, la de los 80, tiene como plus que la anterior se haya inmolado por la revolución o por la patria, en horrendos campos de concentración o en dos islas desoladas. La rebelión nos fue aún un poco más difícil, ya que de alguna manera teníamos que terminar su obra y hacer la nuestra en oposición. Por eso, mientras que por un lado recreábamos glorias perdidas con morrales de cuero, barbas guevaristas y unicornios azules, por el otro nos aventurábamos en el under, en los raros peinados nuevos y en la ginebra de Sumo. En ese entonces, parecía imposible algo que hoy nadie niega: pensar a Cerati como un hijo dilecto de Spinetta.
Ese verano de 1985, vestido con un pijama de película de la Segunda Guerra Mundial, en un pabellón de cincuenta camas de metal, abrí el manual con la mano que me dejaba libre la aguja. Y allí encontré el nombre de Althusser, en el prólogo de una de las obras que, junto a “Cómo leer el Pato Donald”, “Las venas abiertas de América Latina”, y “Pedagogía del Oprimido”, mi generación leyó rápidamente para saldar la brecha con el pasado, y así poder lanzarse sin culpa a “Vigilar y Castigar”, “El sistema de los objetos” y “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, también publicados por la misma editorial que parecía saber vibrar al ritmo de los tiempos. Me terminé escapando de ese hospital unas horas más tarde, con el libro mal leído y el suero ya corriendo por mi sangre, pero esa es otra historia.
Luego vinieron las lecturas en la Universidad con sus aparatos ideológicos del Estado, los análisis de coyuntura, las críticas al mecanicismo, los cruces con el psicoanálisis, las nociones de sobredeterminación y de interpelación -sin duda sus aportes teóricos más potentes-, su autocrítica, y el rescate de su obra por los analistas de discurso. Finalmente, llegaron las noticias del asesinato de su mujer, del encierro en el psiquiátrico y de la muerte en el anonimato, que me hicieron devorar su autobiografía, “El porvenir es largo” a comienzos de los 90. Creo que entre todos estos recuerdos, era esa última obra, terrible y maravillosa, la que me llevaba a querer conocer su tumba.
Con mi sibila habíamos acordado encontrarnos en una estación del RER, desde donde iríamos en su auto hasta el cementerio. Como suele suceder cuando dos llegan temprano a la cita, tardamos en encontrarnos. Y aunque parezca un mal recurso literario, debe decir que esa tarde de sábado estaba nublada y un tanto fría. Si bien esto no es extraño para esa época del año, le daba un cierto toque de misterio que le ponía más sabor a la aventura y ayudaba a correr mi miedo de que la propuesta resultara una tontería.
El cementerio es un típico camposanto del suburbio parisino. Está en la ladera de una colina muy suave, rodeado por un bosquecito ya civilizado donde no quedan lobos ni jabalíes. Ocupa aproximadamente dos hectáreas, y su único atractivo es un pequeño monumento en honor a los caídos en la Gran Guerra allí enterrados. Como hacía poco que habían cambiado el lugar del peristilo de entrada, mi guía se desorientó y vagamos un poco entre los nichos hasta encontrar la tumba que buscábamos. Pero allí estaba: austera, sin nada que la distinguiera de las demás salvo por su inclinación a contrapelo de la pendiente. A los pies de la lápida se encontraba una maceta con crisantemos secos, que mi acompañante cambió por la nueva que había traído, mientras cortaba la maleza que había crecido desde la última visita.
La losa que la cubre está presidida por las dos obsesiones de las que el maestro nunca pudo librarse: la cruz católica, y la frase “A la memoria de Louis Althusser (Verdún 1916)”. Me acordé de la horrible historia familiar: ese Louis era su tío caído en la Primera Guerra. Tras su muerte temprana, su hermano Charles le propuso casamiento a su prometida. Ella aceptó, y como homenaje decidieron honrarlo poniéndole su nombre al primogénito. El filósofo nunca logró escapar del fantasma de su tío muerto, el verdadero amor de su madre sustituido por su padre a causa de una tragedia que intentó ser reparada endogámicamente. Ahí comprendí que -como sucede con otros pensadores y sus grandes aportes- haber concebido una hipótesis referida a la constitución de los sujetos como nominación externa era más producto de su biografía que de su genio. Y como, por herencia paterna, mi segundo nombre es Luis, la historia me resonó personalmente.
La lista sigue con otros fantasmas que le fueron más corpóreos, ya que comparte la tumba con su padre y su madre. Por supuesto, no hay ninguna referencia de su amada Helene. Pensé que otra buena aventura podría ser averiguar dónde fue enterrada para llevarle también un ramo de flores por su condición de mártir. La búsqueda debería empezar por el cementerio israelita de Paris.
La enumeración se cierra con su nombre completo, Louis Pierre Althusser, y los años de su nacimiento y muerte: 1918 y 1980. Sólo se añade que fue agregé de filosofía, esto es, que aprobó el examen para ser profesor de esa asignatura en el nivel medio. Si bien este dato lo emparenta con Sartre –quien tampoco escaló mayores posiciones en la Academia francesa-, hace olvidar las barricadas, las luchas y los ideales.
Pero había algo más: como la terrorífica mano de Carrie que sale de la tumba para atrapar a su visitante, un cartel enganchado donde se colocan las flores avisaba que, por falta de pago del mantenimiento, ese sepulcro estaba disponible para quien lo deseara; para solicitarlo, sólo se precisaba llamar a un número de teléfono del gobierno municipal que allí se agregaba. Los huesos de Althusser y de los suyos estaban en riesgo de ser colocados en una fosa común sin ninguna identificación, para tal vez terminar en el escritorio de un estudiante de medicina que no sabría que compartía su habitación con uno de los intelectuales más lúcidos de la segunda mitad del siglo XX; que -también tal vez- habría lanzado a sus padres a las calles a luchar por una sociedad más justa.
Nos quedamos pensando en el posible destino de uno de los filósofos de la revolución. El mundo del siglo XXI, infinitamente más cruel del que él y sus alumnos habían soñado, parece querer borrar toda huella del pasado que lo ponga en duda. Mi compañera tomó los datos para hacer algo que evitara su olvido en una tumba colectiva, y nos fuimos del cementerio sin haber hallado al guardián para pedirle más información. Como estábamos cerca, dimos unas vueltas por los jardines de Versailles, donde hicimos unas comparaciones un tanto obvias con su homónimo Louis, último habitante del palacio, que en pocos años también había pasado de la gloria al decapitamiento.
Como había prometido, mi amiga se ocupó del tema en la semana siguiente y logró que la Asociación de Egresados de L’École normale supérieure se comprometiera a hacerse cargo de los gastos de mantenimiento por los próximos treinta años. Espero que así sea, pero en estas épocas impías yo no termino de fiarme. Por eso pido que alguien se acerque a comprobarlo, y que de paso le lleve unas flores a quien nos enseñó a leer El Capital con otra mirada. El cementerio queda en Viroflay, al sudoeste de Paris, y la tumba es la cuarta de la hilera séptima; si acaso ya ha sido adquirida por otros, el osario colectivo en el que dejarle la ofrenda no debe estar muy lejos.
Por Carlos Umaña González
7 de febrero de 2024
Althusser llegó a mí con lo que inevitablemente se ha convertido en la escena común en torno a su figura. Es decir, con las imágenes de aquel fatídico 16 de noviembre de 1980 que trazaría una marca indeleble en su nombre. Parecía el punto final de una genealogía, la suya, confusa, repleta de vericuetos, atravesada por guerras y que ha sido comidilla de psicoanalistas silvestres, entretenidos con la ausencia y presencia del nombre del padre en su historia. La historia de para algunos y algunas el filósofo marxista más importante del siglo XX.
Años después me encontré con otro Althusser. Con su dialéctica aleatoria como salida al túnel obturado de cierta mecánica hegeliana, con su innovación de consecuencias actuales sobre la lectura de la ideología, con su aproximación a Lacan a quien recibió en L’École normale supérieure y de alguna u otra forma heredó sus estudiantes, mismos que aún hoy muestran su magnitud en la escena intelectual francesa. Es decir, un Louis Althusser cuya incompatibilidad con la realidad la resolvía produciéndola, reinventándola, en defensa de una verdad que habilitaría la revolución. Invención que estuvo mediada por sus múltiples internamientos psiquiátricos, su psicoanálisis con René Diatkine, y su declive final. Así inició y continúo para mí una relación profundamente amorosa con esa filosofía, la althusseriana.
Althusser, argelino de nacimiento, murió en París el 22 de octubre de 1990.
Más allá de la magnificencia de su pasado aristócrata traducido hoy día en el mayor de los lujos occidentales (en franco declive, por cierto), París ha sido para mí el contacto con aquello que queda de su amanecer ilustrado (de cierta ilustración). O lo que podría decirse distinto, París ha albergado en diversos momentos de su historia días en que la modernidad (cierta modernidad) se ha encarnado. 1789 y 1968 para mencionar apuradamente dos episodios. Y ambos claro está, sostenidos por intelectuales y trabajadores/as que me despiertan respeto por su tan humana epopeya.
La palabra respeto proviene del latín respectus y esta a su vez se puede descomponer en dos partes: re y spectrum, lo que daría como resultado que la práctica del respeto en sus orígenes tenía relación con una re-aparición, un volver a ver o más precisamente un volver a ver de cierta manera. Es así como me gusta pensar el respeto, como un retorno no nostálgico, como una forma de ver distinta, una distinción vital. El respeto es una práctica histórica si se quiere.
Costarricense como me adjudicaron al nacer, aprendí que rendir respeto tenía entonces que ver con visitar a los muertos. Inscribirlos en la vida. Hacerlos aparecer. Y así me convertí de adulto en un turista bastante extraño, uno que visita tumbas. Son viajes de alta carga afectiva. La llegada, las cartografías del cementerio, el ambiente inigualable de ese silencio glaciar, harpocrático, y las flores, claro, las flores.
Varias cosas me han ocurrido en estas aventuras. En Roma, durante una visita al Cimitero Acattolico conocí el respeto que los sepultureros tenían por Gramsci. “Señor Gramsci” lo llaman, como si caminara entre ellos. En Londres, en el Cemetery de Highgate pude ver la mayor cantidad de cartas en distintos idiomas dedicadas a alguien. Una orquesta poliglota de respeto. Y tal vez sea así porque todas las lenguas conectan con el espectro que ahí se visita, Karl Marx, quien nos dio una lengua común para pensar el presente del capital y el porvenir del mañana. Podría continuar con estos apuntes, pero me extendería más de lo que ya lo he hecho, así que volvamos a la capital francesa y su filósofo que es lo que nos ocupa.
No es difícil de adivinar lo que sigue ahora. De entre algunas tumbas me faltaba visitar la de Althusser, así que viajé a París con ese pendiente en el itinerario.
La cartografía de llegada a la tumba me fue de difícil, dificilísima localización. Busqué en francés y español la ubicación y no alcanzaba el hallazgo. En Google Maps no había registro, en Google una indicación errónea. Pregunté en L’École normale supérieure (donde fue profesor Althusser) y me miraron con extrañeza; ¿Cómo vamos a saber eso? me respondieron. Entonces, al borde la desilusión, encontré, como botella con mensaje en medio del océano cyber, una pequeña entrada de blog del año 2007. La nota titulada: Ya nadie visita la tumba de Louis Althusser, denunciaba con tristeza la inexistente atención a esta tumba y el riesgo inminente de que el espacio que ocupa fuera relevado pronto, pues al filósofo se le había abandonado. Y por increíble que parezca, Pablo Pineau, su autor, cerraba el breve escrito indicando el mapa para el encuentro: “El cementerio queda en Viroflay, al sudoeste de Paris, y la tumba es la cuarta de la hilera séptima”. Días y días buscando la indicación y apareció de golpe, como si de un designio se tratara.
Así, con la advertencia de la nota de fondo emprendí el viaje a Viroflay. Era ahora un viaje con misión incluida. Desde el 19ème arrondissement tenía que llegar a la estación de Invalides, tomar el RER y arribar en Viroflay-Rive-Gauche. Una minúscula aventura urbana, porque no tenía idea de adónde iba. Al llegar encontré una estación desierta, con los puestos del personal de asistencia vacíos, un frío helado y la amplitud de las afueras de París que solo se dimensiona en comparación con los “centímetros cuadrados” de los abarrotados cafés del centro.
Tras 15 minutos de caminata: un extenso parque, una carretera cualquiera y el cementerio. Si antes había soledad, el cementerio era el paradigma de la desolación. Lo rodea un bosquecillo donde uno que otro animal debe asomar de vez en cuando, uno de esos que han quedado a medio camino entre lo urbano y la vida silvestre. Sin percatarme de un mapa interno que había en el cementerio di vueltas como por unos 40 minutos. Debo haber leído unos 200 nombres de vaya uno a saber quién. Me detenía en la belleza de algunas de las tumbas y uno que otro epitafio notable. Hasta que casi rendido di con el mapa interno. Los dos mapas, el de Pablo y el del Cimetière Militaire Français de Viroflay conformaron la cartografía precisa que me permitió el encuentro.
Continúa ahí la tumba de Althusser. Descuidada, descuidadísima para precisar el adjetivo. Tal vez como síntoma histórico del descuido que hemos hecho de las líneas emancipatorias que nos deparen un futuro. Limpié un poco la superficie de la tumba. Las letras que la distinguen son ahora casi ilegibles. Sentí ganas de llenarlas de tinta, de escribir el nombre como corresponde. Pero no tenía tintero para ese material y menos la experiencia caligráfica para hacerlo. Lo que sí tenía era un ramo de flores rojas.
La tumba de Althusser tuvo desde entonces y por varios días una distinción. Una distinción respetuosa.