Cruzar el Rubicón

Las últimas dos décadas han estado marcadas por una ola global de levantamientos, disturbios y ocupaciones de plazas y zócalos que ya no buscan tomar el control de los aparatos estatales, como en el viejo paradigma revolucionario, sino que se concentran en la insurrección como un arte en sí. Entre cacerolazos y piquetes, barricadas y movimientos de plazas, si no empezando ya mucho antes, con el levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, el 1 de enero de 1994 en Chiapas, hemos sido testigos de una tendencia mundial que definitivamente se aleja del paradigma revolucionario para concentrarse en diversas formas insurreccionales de hacer política en contra o a distancia del Estado.

Bruno Bosteels

Insurrección es una palabra muy grandiosa. El llamamiento a una insurrección es un llamamiento sumamente grave. Cuanto más compleja es la estructura social, cuanto más perfecta la organización del poder estatal, cuanto más alta la técnica militar, tanto más imperdonable es el planteamiento a la ligera de semejante consigna.

V. I. Lenin en Proletari, 17 (4) de octubre de 1905, citado en Roque Dalton, Un libro rojo para Lenin.

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Hoy, a cien años de la muerte de Lenin, es tentador afirmar que vivimos otra vez o nuevamente en tiempos leninistas. Como siempre pasa en círculos de afinidades marxistas, sobran las citas, tanto canónicas como marginales, que podrían aducirse para confirmar esta impresión de época—ninguna tan llamativa, sin embargo, como aquella conclusión con la que Lenin invita a los bolcheviques, en una carta de finales de septiembre de 1917 al Comité Central del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, a considerar la insurrección como un arte. El contexto sigue siendo el mismo que el que, de 1905 en adelante, había obligado ya múltiples veces a Lenin a refutar las acusaciones y tergiversaciones del marxismo como si fuera un tipo de blanquismo:

¿Cabe falseamiento más patente de la verdad, cuando ningún marxista niega que fue el propio Marx quien se pronunció del modo más concreto, más claro y más irrefutable acerca de este problema, diciendo precisamente que la insurrección es un arte, que es preciso considerarla como tal, que es necesario conquistar un primer triunfo y seguir luego avanzando de uno en otro, sin interrumpir la ofensiva contra el enemigo, aprovechando su confusión, etcétera? Para poder triunfar, la insurrección debe apoyarse no en un complot, no en un partido, sino en la clase más avanzada. Esto en primer lugar. En segundo lugar, debe apoyarse en el ascenso revolucionario del pueblo. Y en tercer lugar, la insurrección debe apoyarse en aquel momento de viraje en la historia de la revolución ascendente en que la actividad de la vanguardia del pueblo sea mayor, en que mayores sean las vacilaciones en las filas de los enemigos y en las filas de los amigos de la revolución, débiles, moderados o indecisos. Estas tres condiciones son las que en el planteamiento del problema de la insurrección diferencian el marxismo del blanquismo. Pero si estas condiciones están dadas, negarse a considerar la insurrección como un arte equivale a traicionar el marxismo y a traicionar la revolución…[1]

Se trata de una fórmula archiconocida pero no por ello, me parece, suficientemente comprendida. La cita aparece todavía en el que es sin duda uno de los últimos grandes tratamientos del leninismo comprometido en América Latina, Un libro rojo para Lenin, del poeta salvadoreño Roque Dalton, concluido en forma manuscrita en 1973 en Cuba, pero publicado por primera vez tan sólo en 1986 en la Nicaragua sandinista.

Lo que ni Lenin ni Dalton podrían haber anticipado, sin embargo, es la futura atracción de esta idea que asocia el marxismo y, por extensión, el leninismo con el arte de la insurrección. Hoy día, es altamente tentador afirmar que tal idea nunca ha sido tan válida como en los tiempos que corren. La nuestra en efecto es una época que filósofos como Alain Badiou o poetas como Joshua Clover—ambos en nombre del marxismo e incluso del comunismo—describen como una era de revueltas, disturbios, motines, levantamientos e insurrecciones de todo tipo.

Mucho antes del asalto al Capitolio por parte de los seguidores de Donald J. Trump en Washington el 6 de enero de 2021, por no decir nada de su réplica un año después en Brasilia por parte de los seguidores de Jair Bolsonaro, la izquierda internacional también había comenzado a identificar su impulso principal con varios movimientos insurreccionales y levantamientos populares. En Europa, esta tendencia había ido creciendo al menos desde los acontecimientos de mayo del ’68, mientras que en América Latina las derrotas electorales de los gobiernos de la Marea Rosada en la última década han contribuido a un agotamiento similar de la política orientada hacia el Estado y una reorientación exclusiva a favor del arte de la insurrección.

Siguiendo esta reorientación, las últimas dos décadas han estado marcadas por una ola global de levantamientos, disturbios y ocupaciones de plazas y zócalos que ya no buscan tomar el control de los aparatos estatales, como en el viejo paradigma revolucionario, sino que se concentran en la insurrección como un arte en sí. Entre los cacerolazos y los piquetes en Argentina del 19 y 20 de diciembre de 2001, las barricadas de Oaxaca de 2006 en México o los movimientos de las plazas de 2011 en España, Egipto o Turquía, si no empezando ya mucho antes, con el levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, el 1 de enero de 1994 en Chiapas, hemos sido testigos de una tendencia mundial que definitivamente se aleja del paradigma revolucionario para concentrarse en diversas formas insurreccionales de hacer política en contra o a distancia del Estado.

El famoso libro de Lenin, El Estado y la revolución, escrito en los meses previos a la Revolución de Octubre mientras su autor se escondía del Gobierno Provisional, tendría que ser reformulado hoy. Lo que está en juego ya no encaja con el título general de Lenin, sino que cae bajo la rúbrica de El Estado y la insurrección.[2] Esto se debe a que las últimas décadas han estado marcadas no sólo por una serie de disturbios e insurrecciones sino también por el surgimiento y luego el agotamiento de varios gobiernos izquierdistas, centristas o populistas que utilizaron con éxito los medios electorales para llegar al poder del Estado, sobre todo en América Latina. El resultado del agotamiento de la hegemonía o la derrota electoral de estos gobiernos ha sido una desconexión cada vez mayor—confirmada en un caso tras otro—entre la expectativa de que un cambio radical podría surgir dentro del sistema parlamentario-estatal existente y la repentina comprensión, que puede ser tan aleccionadora como deprimente, de que el momento político propiamente dicho se limita hoy día al breve tiempo insurreccional de las protestas y los estallidos en la calle.

Que se tome a la Revolución Cubana, la Revolución Cultural China o la Revolución Sandinista como marcador histórico de la «última revolución» clásica, no sólo se ha agotado el impulso revolucionario orientado a la toma del Estado, sino que en su lugar aparece una brecha cada vez mayor entre la maquinaria estatal y la pura explosividad del momento insurreccional.

Si bien puede resultar tentador, entonces, añadir la pátina del reconocimiento marxista-leninista a la comprensión de nuestra época mediante una cita canónica del viejo bolchevique, también es altamente engañoso, porque los mismos términos en la llamada que hace Lenin al Comité Central han cambiado por completo de significado. Por un lado, debemos recordar que la palabra «insurrección» (восстание o vosstánie en ruso) muchas veces sirve como cuasi-sinónimo de «revolución» (революция o revoliutsia). En su Historia de la Revolución Rusa, por ejemplo, Trotsky trata de la revolución de octubre en el capítulo 46 titulado «La insurrección de octubre»[3]. Por otro lado, en los diferentes textos donde Lenin habla de la insurrección como un arte—textos que Trotsky también cita y comenta en dos capítulos previos de su Historia, se trata de entender el momento de la insurrección armada como una etapa o una fase dentro de un proceso más amplio que posteriormente podemos calificar de revolucionario. Y, como tal, la fase insurreccional se tiene que considerar en su articulación con otros términos u otras fases, como la conspiración, el complot o la toma del poder.

Conviene distinguir, pues, lo que podríamos llamar la insurrección en su sentido general, como cuasi-sinónimo de revolución, de la insurrección en su sentido restringido, limitado a un momento o una etapa del proceso revolucionario más amplio. Que vengan directamente de Lenin o del comentario de Trotsky, todas las citas al respecto aparecen también en el libro de Roque Dalton. Y no es una coincidencia: la coordinación de los dos sentidos de la insurrección constituye precisamente el meollo de aquel «arte» del paradigma revolucionario clásico que en Un libro rojo para Lenin encuentra todavía una de sus últimas expresiones sistemáticas.

En su texto sobre «Ejército revolucionario y gobierno revolucionario», del 10 de julio (27 de junio) de 1905, por ejemplo, Lenin apunta:

No hace todavía tanto tiempo que la única manifestación de la lucha del pueblo contra la autocracia eran las revueltas, es decir, los levantamientos inconscientes, no organizados, espontáneos y a veces sin freno. Pero el movimiento obrero, como el movimiento de la clase más avanzada, el proletariado, ha ido sobreponiéndose rápidamente a esta fase inicial. La propaganda y la agitación de la socialdemocracia, conscientes de su meta, han contribuido a ello. Las simples revueltas han dejado paso a la lucha huelguística organizada y a las manifestaciones políticas en contra de la autocracia.[4]

Y más adelante, refiriéndose al motín del acorazado Potemkin, Lenin añade:

Se ha dado el primer paso. Se ha cruzado el Rubicón… Revueltas, manifestaciones, combates de calle, destacamentos de un Ejército revolucionario: tales son las etapas del desarrollo de la insurrección popular.[5]

El principal enemigo para Lenin, cuando llama a la insurrección armada, es la actitud reformista de la espera, la pasividad y la postergación hasta que las famosas «condiciones objetivas» para la revolución estén maduras. Bajo el título «Tareas de los destacamentos del Ejército revolucionario», Dalton cita las siguientes afirmaciones de Lenin, a finales de 1905:

Los destacamentos pueden y deben aprovechar toda oportunidad para un trabajo activo y de ninguna manera postergar las tareas hasta la insurrección general, puesto que, sin una previa prueba de fuego[,] no es posible adquirir aptitud para la insurrección.

[…] Cada destacamento debe recordar que al dejar pasar hoy una ocasión favorable que se le presente para operaciones de este tipo, será culpable de inactividad imperdonable, de pasividad; y una culpabilidad tal constituye el más grande delito que puede cometer un revolucionario en época de insurrección, la mayor vergüenza para todo el que brega no de palabra, sino de hecho, por la libertad… Los retrasos, las discusiones, las postergaciones, la indecisión, son la ruina de la causa de la insurrección.[6]

Luego, citando el librito Lenin: Un estudio sobre la unidad de su pensamiento de Georg Lukács, Dalton añade que la sola huelga, por ejemplo, tampoco es ya suficiente como táctica política dentro del proceso de la insurrección generalizada:

Fue Lenin el primero en reconocer, muy pronto, ya en 1905, que la huelga general no era suficiente como arma en la lucha definitiva […] Incluso el arma de la huelga general le fracasa, si frente a la toma de las armas de la burguesía [el proletariado] no acude él mismo a las armas.[7]

Sobre todo, Dalton recurre a la Historia de la Revolución Rusa para explicar en qué consiste «El arte de la insurrección»—como reza el título del capítulo 43 del libro de Trotsky, del que el poeta salvadoreño cita tres extensas secciones dispersas a lo largo de Un libro rojo para Lenin. En estos fragmentos, precisamente, de lo que se trata es de articular el elemento de la conspiración o el complot con la fase de la insurrección, así como de distinguir en qué se acercan y dónde se distancian el marxismo y el blanquismo.

Comenta el jefe del Ejército Rojo:

Es indispensable comprender exactamente la relación entre insurrección y conspiración, lo que las opone y lo que las complementa, tanto más cuanto que el término “conspiración” tiene un sentido contradictorio en la literatura marxista, ya sea que designe la empresa independiente de una minoría que asume la iniciativa o la preparación por la minoría de un levantamiento mayoritario. La historia prueba, es verdad, que en determinadas condiciones una insurrección popular puede vencer aun sin necesidad de complot. Al manifestarse con ímpetu “elemental” a través de una revuelta generalizada, en múltiples protestas, manifestaciones, huelgas, choques callejeros, la insurrección puede arrastrar a un sector del Ejército, paralizar las fuerzas del enemigo y derribar el antiguo poder.[8]

Y más adelante:

En la combinación de la insurrección de masas con la conspiración, en la subordinación del complot a la insurrección, en la organización de la insurrección a través de la conspiración, consiste aquel capítulo complejo y lleno de responsabilidades de la política revolucionaria que Marx y Engels denominaban «el arte de la insurrección». Ello supone una correcta dirección general de las masas, una orientación flexible ante las circunstancias cambiables, un plan meditado de ofensiva, prudencia en los preparativos técnicos y audacia en dar el golpe.[9]

En otro fragmento que Dalton cita bajo el título «El arte de la insurrección (II)», Trotsky explica por qué las lecciones de Marx o Lenin no necesariamente tienen que tacharse de «blanquistas» en un sentido peyorativo:

De sus observaciones y reflexiones sobre numerosos levantamientos en los que participó o de los cuales fue testigo, Augusto Blanqui dedujo cierto número de leyes tácticas, sin las cuales la victoria de la insurrección es extremadamente difícil, si no imposible. Blanqui encarecía la organización anticipada, con suficiente tiempo, de destacamentos revolucionarios regulares, su dirección centralizada, un adecuado suministro de municiones, un reparto bien calculado de las barricadas, cuya construcción estaría prevista y había que defender sistemáticamente, no en forma episódica. Como es lógico, todas estas reglas  concernientes a los problemas militares de la insurrección se modifican junto con las condiciones sociales y la técnica militar; pero  de ningún modo hay que considerarlas «blanquismo», en el sentido que los alemanes dan al «putchismo» o al «aventurerismo» revolucionario.[10] La insurrección es un arte y, como cualquier arte, ella tiene sus leyes. Las reglas de Blanqui respondían a una visión realista de la guerra revolucionaria. El error de Blanqui no residía en el teorema directo sino en su recíproca. Del hecho de que laincapacidad táctica conducía a la revolución al descalabro, Blanqui deducía que la observancia de las reglas referentes a la táctica insurreccional era capaz, por sí misma, de proporcionar la victoria. Solo desde estepunto de vista es legítimo contraponer el blanquismo al marxismo. La conspiración no reemplaza a la insurrección. Por mejor organizada que se encuentre, la minoría activa del proletariado no puede adueñarse del poder independientemente de la situación general del país. En esto el blanquismo está condenado por la historia. Pero solo en eso. El teorema directo conserva toda su fuerza. Para conquistar el poder no basta al proletariado un alzamiento de fuerzas elementales. Necesita la organización correspondiente, el plan, la conspiración. Así es como Lenin plantea la cuestión.[11]

El arte de la insurrección, entonces, consiste en organizar las conexiones y los relevos entre las distintas fases del proceso revolucionario general como son el levantamiento espontáneo, también llamado «elemental», la huelga, el complot, la organización y la conspiración. Por eso el énfasis cae tanto en la organización de los destacamentos o las unidades de un ejército revolucionario («La consigna del momento es la organización», dice Lenin citado por Dalton). Pero, además, hay que reconocer en el soviet de diputados y obreros el aparato para un gobierno revolucionario, capaz de construir un Estado de nuevo tipo. De ahí que Dalton pueda citar a Lenin en la primera de «Dos cartas al Comité Central» del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, cuando el líder de los bolcheviques en septiembre de 1917 afirma:

Habiendo obtenido los bolcheviques la mayoría en los soviets de diputados obreros y soldados de ambas capitales, pueden y deben tomar el poder estatal en sus manos […]

Se trata de que la tarea sea clara para el Partido: poner en la orden del día la insurrección armada en Petrogrado y Moscú (con sus provincias), la conquista del poder, el derrocamiento del Gobierno. Hay que hallar el modo de hacer propaganda a favor de esto, sin expresarlo abiertamente en la prensa. Recordar, meditar acerca de las palabras de Marx sobre la insurrección: la insurrección es un arte, etcétera… ¿Acaso no disponemos de un aparato? El aparato existe: los soviets y las organizaciones democráticas.[12]

Por último, en «Consejos de un ausente», unas líneas escritas por el propio Lenin el 8 (21) de octubre de 1917, podemos encontrar un grandioso resumen del arte de la insurrección:

Escribo estas líneas el 8 de octubre con poca esperanza de que lleguen a manos de los camaradas de Petrogrado para el 9. Posiblemente lleguen tarde, pues el Congreso de los soviets de la región del norte ha sido convocado para el 10 de octubre. Intentaré, sin embargo, acudir a mis “Consejos de un ausente” para el caso de que la probable insurrección de obreros y soldados de Petrogrado y de todos sus “alrededores” se realice pronto, pero aún no se haya realizado. Que todo el poder debe pasar a los soviets es evidente.

[…] No hay por qué detenerse en estas verdades conocidas por todo el mundo y probadas ya hace tiempo. Sí hay que detenerse, en cambio, en algo que seguramente no está del todo claro para todos los camaradas, a saber: que el paso del poder a los soviets significa hoy, en la práctica, la insurrección armada. Podría creerse que esto es algo evidente y, sin embargo, no todos han reflexionado ni reflexionan sobre esto. Renunciar hoy a la insurrección armada equivaldría a renunciar a la consigna más importante del bolchevismo (todo el poder a los soviets) y a todo el internacionalismo revolucionario-proletario en general. Pero la insurrección armada es un aspecto particular de la lucha política, sometida a leyes particulares, que deben ser profundamente analizadas. Carlos Marx expresó esta verdad de modo muy tangible al escribir que la insurrección armada es, como la guerra, un arte.

Y, para dar culminación a sus «Consejos de un ausente», el 8 (21) de octubre de 1917, Lenin procede a enumerar las reglas del arte de la insurrección según Marx:

Marx destaca entre las reglas más importantes de este arte, las siguientes: 1) No jugar nunca a la insurrección, y una vez empezada, estar firmemente dispuesto a llevarla a término. 2) Concentrar en el lugar y el momento decisivos fuerzas muy superiores a las del enemigo; de lo contrario, este, mejor preparado y organizado, aniquilará a los insurrectos. 3) Una vez empezada la insurrección, proceder con la mayor decisión y pasar forzosa e infaliblemente a la ofensiva. “La defensiva es la muerte de la insurrección armada”. 4) Esforzarse en tomar desprevenido al enemigo y aprovechar el momento en que sus tropas se hallen dispersas. 5) Esforzarse en obtener éxitos diarios, aunque sean pequeños (inclusive podría decirse que a cada hora, si se trata de una sola ciudad), manteniendo a toda costa la superioridad moral. Marx resume todas las enseñanzas de todas las revoluciones, en lo que a la insurrección armada se refiere, citando las palabras de Danton, el más grande maestro de táctica revolucionaria que conoce la historia: “audacia, audacia y siempre audacia.”[13]

En última instancia, como confirma Dalton con otros fragmentos de la Historia de Trotsky citados bajo el título «El arte de la insurrección (III)», de lo que se trata es de articular la dialéctica entre espontaneidad y organización consciente, o entre las condiciones subjetivas y objetivas del proceso revolucionario, con lo cual queda refutado el supuesto blanquismo de los bolcheviques:

Pero al rechazar todas las variantes del blanquismo y del anarquismo, Lenin ni por un minuto se inclinaba ante la “sagrada” fuerza elemental de las masas. Antes y con mayor profundidad que nadie había meditado sobre la relación entre los factores objetivos y subjetivos de la revolución, entre el movimiento de las fuerzas elementales y la política del Partido, entre las masas populares y la clase avanzada, entre el proletariado y su vanguardia, entre los soviets y el Partido, entre la insurrección y la conspiración. El hecho mismo de que no es posible provocar cuando se quiera un levantamiento y de que la victoria requiere organizar oportunamente la insurrección, enfrenta a la jefatura revolucionaria con el problema de formular un diagnóstico exacto de los acontecimientos: es preciso advertir a tiempo la insurrección que asciende, para poder completarla con una conspiración. Aunque mucho se haya abusado de la imagen, la intervención obstétrica en un parto sigue ilustrando de la manera más vívida esta intromisión consciente dentro de un proceso elemental.[14]

Ahora bien, contrariamente a las apariencias, siempre tan atractivas para quien quiera envolverse en la fraseología leninista, todo este marco para interpretar el arte de la insurrección ya no corresponde en absoluto a nuestra realidad actual. Mejor dicho, quisiera proponer que asistimos hoy a una autonomización de la insurrección en su sentido restringido—en contra de su integración como una etapa entre muchas en un proceso revolucionario más amplio que en el modelo clásico desemboca en la toma del poder para la construcción de un Estado de nuevo tipo.

Roque Dalton durante su exilio en La Habana (1967). Cortesía de desInformémonos

Como ilustración del modelo clásico de la revolución, podemos pensar en el caso de la Revolución mexicana—en realidad, la primera revolución exitosa del siglo veinte, varios años antes de la Revolución de octubre en Rusia. Es al trotskista argentino-mexicano Adolfo Gilly, en su libro La revolución interrumpida, a quien le debemos la tentativa ortodoxa de buscarle un potencial socialista al conflicto mexicano con base en un esquema explicativo que, por más detallado y específico que sea, no deja de dar la impresión de venir preparado e impuesto desde fuera. Este marco obliga a Gilly a enfocarse en la presencia o ausencia de alianzas entre el campesinado, movilizado en torno a la reforma agraria de los zapatistas, y la clase obrera, atada a los centros industriales cada vez más proletarizados. De acuerdo con una interpretación que va de Marx hasta Lenin y Trotsky, sólo la clase trabajadora de las fábricas podría haber dado a la insurrección un carácter político a nivel nacional. Sin su liderazgo y su dirección, en cambio, la revolución quedó como «fallida» o «interrumpida» (para usar una expresión que parece tener su origen en Antonio Gramsci: rivoluzione fallita rivoluzione mancata, es decir, según la explicación de José M. Aricó, «revolución interrumpida por la incapacidad de ampliación del proceso nacional en revolución democrática movilizadora de las masas campesinas contra los residuos feudales»[15]), incapaz de transformarse en una revolución democrático-social «plena» a través de la incorporación del campesinado en una orientación estadista a escala nacional.

En otras palabras, el presupuesto estratégico detrás de esta interpretación afirma que, sin liderazgo del proletariado, o cuando menos una alianza hegemónica con las clases trabajadoras en las fábricas y los ingenios azucareros, el campesinado en su gran mayoría tendió a limitar sus objetivos a la cuestión de la propiedad de la tierra, que por definición es local, sin que importe demasiado desde este punto de vista si el énfasis luego cae en la propiedad comunal o en la pequeña propiedad privada. Desde este punto de vista, hasta la radicalización de la reforma agraria habría sido insuficiente como propuesta revolucionaria.

Sobre el famoso Plan de Ayala, comenta Gilly lo siguiente en la primera edición de La revolución interrumpida:

El plan no resolvía el problema decisivo del poder del Estado, al cual darían respuesta pocos años después los obreros y campesinos rusos organizando el poder soviético bajo la dirección de Lenin y el partido bolchevique. Al no resolverlo, le daba una solución burguesa. Entonces, encerraba en su articulado la misma contradicción que existe entre la ideología pequeñoburguesa campesina y la acción objetivamente revolucionaria del campesinado en armas. Los métodos eran revolucionarios, la iniciativa era revolucionaria y ponía en cuestión el poder capitalista; pero la perspectiva campesina era incapaz de ir más allá, de generalizar al nivel nacional y social y dar una salida revolucionaria a la nación insurrecta. Porque una perspectiva revolucionaria nacional contrapuesta a la perspectiva de la burguesía sólo podía venir de la otra clase fundamental de la sociedad: el proletariado. Y éste carecía de dirección, de partido y de organismos de clase independientes.[16]

La falta de un programa estatal, simbolizada en la negativa de Zapata y Villa de quedarse por más de unos cuantos días en la Ciudad de México, donde el 6 de diciembre de 1914 llegaron a ocupar el Palacio Nacional, marcaría así la fuerza y la debilidad a la vez del ala más radical de la Revolución.

Lo máximo a lo que se llega en esta interpretación del proceso revolucionario es al establecimiento de un poder dual o una doble soberanía (dvoevlastie en ruso), para usar otro concepto caro a Lenin y ampliado también por Trotsky en su Historia de la Revolución Rusa. Así, sobre el mismo Plan de Ayala, redactado en el otoño de 1911 por Zapata y el maestro rural Otilio E. Montaño, concluye Gilly:

Establecía de hecho la dualidad de poder, como la establecieron los campesinos en armas durante toda la revolución. Pero no oponía la perspectiva de otro poder estatal. La dualidad establecida durante la revolución desembocaba nuevamente en el restablecimiento del poder estatal burgués, aun con la garantía democrática revolucionaria del mantenimiento de las armas en manos de los campesinos.[17]

Excepto a través de sus objetivos a largo plazo con la reforma agraria que dos décadas más tarde retomaría el presidente Lázaro Cárdenas, según esa lectura los revolucionarios al final produjeron poco más que brotes esporádicos de violencia anárquica, emblemáticamente encapsulada en la serie de ataques de guerrilla contra los constitucionalistas, tanto en el estado de Morelos como en Chihuahua. «Entonces, ausente una de las premisas de la alianza obrera y campesina, la solución final a la dualidad planteada por los campesinos zapatistas quedaba en manos de la burguesía, porque la solución es estatal y nacional, no local o particular. Lo que decidía y decidió en definitiva no era la toma revolucionaria de las tierras, sino quién disponía  del poder centralizado del Estado», concluye Gilly. El control central del poder del Estado, sin embargo, no estaba realmente en el punto de mira de los líderes campesinos de la revolución: «Ejercer el poder exige un programa. Aplicar un programa demanda una política. Llevar una política requiere un partido. Ninguna de esas cosas tenían los campesinos, ni podían tenerla.»[18]

Nos encontramos una vez más en un callejón sin salida: el Estado y la insurrección como extremos actuales y reales, que no tienen nada en común entre sí, en la medida en que uno no lleva en su seno el anhelo, la necesidad o la anticipación dialéctica del otro.

Ahora bien, mientras en La revolución interrumpida Gilly todavía plantea la búsqueda de formas posibles para completar el proceso revolucionario con la «estatalización» de la reforma agraria bajo el cardenismo, al que también se podría considerar una «comunalización» del Estado, para pensadores más recientes es todo ese modelo clásico de la revolución, en el que la fase inicial de la insurrección armada debe llevar necesariamente a la toma del poder estatal, el que queda completamente abandonado. La autonomización del arte de la insurrección, en otras palabras, corresponde a una revolución permanentemente interrumpida, ya que no puede ser cuestión de completarla siguiendo para ello el esquema clásico heredado de Marx, Lenin o Trotsky.

No sólo se habría agotado por completo el impulso revolucionario orientado hacia la toma del Estado, independientemente de si tomamos la Revolución Cubana de 1959, la Revolución Cultural China de 1966 o la de los sandinistas en Nicaragua de 1979 como el marcador histórico de la «última revolución» en la época clásica. Pero, además, lo que aparece en su lugar es una brecha cada vez mayor entre los aparatos de la maquinaria estatal y la pura explosividad del momento insurreccional en sí.

De hecho, si hay una problemática global que ha surgido de las últimas décadas, desde América Latina hasta el Mediterráneo, es sin duda el resurgimiento de la cuestión sobre el papel del Estado y su confrontación con diversas formas no estatales o directamente antiestatales de la política, tanto violenta como pacífica —desde los nuevos movimientos sociales hasta las organizaciones no gubernamentales, y desde los grupos paramilitares hasta los colectivos anarcocomunistas autogestionarios. Esta problemática excede por mucho los términos de la oposición clásica entre Estado y sociedad civil o, más bien, civil-burguesa, es decir, lo que en la tradición alemana se conocía como bürgerliche Gesellschaft —ya sea en su formulación hegeliana o tras su inversión en el primer Marx.

Podríamos hablar a este respecto del Estado y su otro —llámese este último sociedad civil-burguesa, según la tradición política post-hegeliana, o más bien el común, la comuna o la comunidad— como «opuestos reales» o «extremos verdaderamente reales» (wahre wirkliche Extreme), incapaces de mediación dialéctica en una unidad superior. Como escribió el joven Marx en su crítica de 1843 a la filosofía del derecho de Hegel: «Los extremos reales, precisamente por reales, no pueden ser mediados entre sí. Pero tampoco requieren una mediación, ya que se oponen entre sí. No tienen nada en común ni se requieren mutuamente ni se complementan mutuamente. Ninguno de ellos encierra el anhelo, la necesidad, el presentimiento del otro.»[19]. Este, a mi modo de ver, es el callejón sin salida en el que nos encontramos una vez más: el Estado y la insurrección como extremos actuales y reales, los cuales no tienen nada en común entre sí, en la medida en que uno no lleva en su seno el anhelo, la necesidad o la anticipación dialéctica del otro.

Como en el caso de la Revolución mexicana, el predominio del modelo insurreccional contiene también un diagnóstico implícito sobre el legado del viejo paradigma de inspiración marxista en el que se suponía que existía una línea de continuidad entre el levantamiento revolucionario (o la insurrección en sentido restringido) y la toma del poder estatal (como culminación de la insurrección en su sentido lato como cuasi-sinónimo del proceso revolucionario en su conjunto). Es precisamente este supuesto de continuidad el que según autores como John Holloway constituye el principal error estratégico de toda la teoría revolucionaria hasta nuestros días. Según el autor de Cambiar el mundo sin tomar el poder: el significado de la revolución hoy, este paradigma está completamente agotado: «Si el paradigma estatal fue el vehículo de esperanza durante gran parte del siglo, se convirtió cada vez más en el verdugo de la esperanza a medida que el siglo avanzaba. La aparente imposibilidad de la revolución a comienzos del siglo veintiuno refleja, en realidad, el fracaso histórico de un concepto particular de revolución: el que la identifica con el control del Estado.»[20]

Cuando se contempla desde la perspectiva de la crisis de la política de inspiración marxista centrada en el Estado, la principal problemática que se vislumbra hoy puede describirse en términos de la tensión no resuelta entre la presunta continuidad electoral y la discontinuidad política real de las movilizaciones de masas y las insurrecciones populares, por un lado, y la centralización del poder en los aparatos estatales y las agencias gubernamentales, por el otro. En los últimos años, esta brecha entre la acción insurreccional y el poder estatal, en lugar de cerrarse no ha hecho sino ensancharse hasta dar paso a un verdadero abismo, con consecuencias nefastas para los procesos de cambio actualmente en curso, como estamos viendo en Europa y Estados Unidos no menos que en América Latina. Así, consistente con la propuesta de Holloway de Cambiar el mundo sin tomar el poder, los límites internos, los errores y el inevitable fracaso de los gobiernos progresistas de la Marea Rosada en América Latina han sido diagnosticados en libros con títulos como Cambiar el mundo desde arriba o Tomar el poder sin cambiar el mundo[21].

Legitimado por referencias teóricas y políticas que van desde el anarquismo al feminismo, pasando por el autonomismo y las críticas subalternas, poscoloniales o decoloniales de la hegemonía, este legado de la lectura antiestatal es el que aún hoy estamos enfrentando. Se trata nada menos que del impasse entre la insurrección y el Estado que también podemos traducir con otros nombres: por ejemplo, en términos de los conflictos trágicamente irresueltos entre autonomía y hegemonía, entre movimientos sociales y vanguardias partidarias, entre acción directa y política representativa, o entre el poder destituyente y la larga marcha a través de las instituciones.

En América Latina, hay pocas expresiones más sintomáticas de este impasse, a la vez personal y estructural, que la ruptura de la pareja entre Álvaro García Linera y Raquel Gutiérrez Aguilar. Así, mientras que en mi libro La actualidad del comunismo destaqué sobre todo la trayectoria de García Linera desde una posición guerrillera hasta su defensa bastante tradicional, hegeliana o weberiana, del Estado e incluso, en un uso creativo de la noción de Gramsci, una vindicación del Estado integral, en el caso de Raquel Gutiérrez podemos seguir una trayectoria de radicalización en la que la crítica del centralismo democrático, combinada con una defensa feminista de la (re)producción de lo común, lleva a un rechazo completo de cualquier política orientada al Estado[22]. Entre estas dos orientaciones, ampliamente representadas en las posturas políticas de nuestros días a lo largo y ancho del continente latinoamericano, ya no parece haber debate posible, porque constituyen los extremos reales y actuales de una contradicción sin solución dialéctica posible.

Este desenlace del arte de la insurrección también puede describirse en términos del cambio de significado en el uso del concepto leninista de poder dual. Así, como explica el sociólogo boliviano René Zavaleta Mercado en su libro El poder dual: Problemas de la teoría del Estado en América Latina, cuya primera edición es de 1974, con un prólogo firmado con fecha de diciembre de 1972 desde Santiago de Chile, y la segunda edición en 1977 desde el exilio en México, la expresión de «poder dual» o «dualidad de poderes» en el análisis original de Lenin sólo se aplica a una situación anómala, transitoria e imprevisible, a la que el líder de los bolcheviques considera una «particularidad notable» de la revolución en Rusia. Hoy día, por el contrario, lejos de proponer la estatización de la colectividad como el fin último de la política para así superar el impasse transitorio del poder dual, es la autonomía del momento puramente insurreccional la que se afirma en contra del Estado. Frente al Estado administrativo, como lo llama Steve Bannon, el ideólogo de Trump, tomando perversamente prestado un término de la Escuela de Frankfurt, se reafirma el ideal zapatista de la autonomía política. En vez de las etapas consecutivas de la revolución, se enaltece el aquí y el ahora de la rebelión, la revuelta o el estallido en la calle. Y, en vez de la centralización de los deseos en torno a un partido revolucionario con un programa nacional, se propone como meta y ya no como etapa provisoria la dualidad de poderes que se vive en los rituales de la vida cotidiana.

Así, finalmente, el poder dual ya no es sólo el nombre para el diagnóstico de cierto impasse en la política contemporánea, sino que por falta de una alternativa más allá del dilema entre el Estado y la insurrección el concepto leninista empieza a funcionar nada menos que como una consigna. Según Zavaleta, eso no debería ocurrir y cuando ocurre, es siempre la señal de los límites del poder revolucionario: «En algunos casos, sin embargo, se ha hablado de poder dual como consigna. Éste es el único sentido en que puede tener validez el enunciado de la figura hecho por el MLN (tupamaros) del Uruguay, por ejemplo. Obviamente, la acepción tiene en el caso un contenido diferente. Es una convocatoria.»[23] Hoy, nos encontramos otra vez ante una convocatoria similar. Por falta de una salida hacia el Estado, ocupado y en vías de ser destruido o deconstruido por las élites dominantes de la derecha en varios países del mundo entero, la lucha nuevamente se vuelve una insurrección cuya consigna parece ser la creación de una dualidad de poderes entre el Estado y su otro como dos extremos reales y actuales.

Notas

[1] V. I. Lenin, escrito del 26-27 (13-14) de septiembre de 1917. Citado en Roque Dalton, Un libro rojo para Lenin (Nueva York: Ocean Sur, 2010), pp. 158-159.

[2] Véase Bruno Bosteels, «El Estado y la insurrección», Memoria: Revista de crítica militante 287 (2023), pp. 69-74.

[3] León Trotsky, Historia de la Revolución Rusa, trad. Andreu Nin Pérez (Santiago: LOM, 2017), vol. II, pp. 387-410.

[4] Lenin, «Ejército revolucionario y gobierno revolucionario», texto del 10 de julio (27 de junio) de 1905; citado en Dalton, Un libro rojo para Lenin, p. 28.

[5] Ibid., p. 29.

[6] Lenin, «Tareas de los destacamentos del Ejército revolucionario», citado en Dalton, Un libro rojo para Lenin, pp. 57-58.

[7] Georg Lukács, Lenin: Un estudio sobre la unidad de su pensamiento (1924), citado en Dalton, Un libro rojo para Lenin, pp. 69-70.

[8] Ibid., p. 74.

[9] León Trotsky, Historia de la Revolución Rusa, tomo II, citado en Dalton, Un libro rojo para Lenin, p. 75.

[10] Ibid., p. 87.

[11] Ibid.

[12] Lenin, citado en Dalton, Un libro rojo para Lenin, p. 157.

[13] Lenin, «Consejos de un ausente», citado en Dalton, Un libro rojo para Lenin, p. 167. Las reglas atribuidas a Marx en realidad provienen de un texto escrito por Federico Engels, Revolución y contrarrevolución en Alemania, publicado por entregas con la firma de Marx en el New York Daily Tribune entre 1851 y 1852. El hecho de que había sido escrito por Engels, con base en la investigación de Marx, sólo se supo más tarde. Véase el capítulo XVII, «Insurrección», fechado el 18 de septiembre de 1852, en Federico Engels, Revolución y contrarrevolución en Alemania, texto disponible en https://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/rca/index.htm.

[14] Trotsky, citado en Dalton, Un libro rojo para Lenin, pp. 197-198.

[15] Véase el comentario en José M. Aricó, La cola del diablo: Itinerario de Gramsci en América Latina (Caracas: Nueva Sociedad, 1988), pp. 33-38; y para la cita, p. 139, n. 15.

[16] Gilly, La revolución interrumpida: México, 1910-1920: una guerra campesina por la tierra y el poder, 1a edición (México, D.F.: El Caballito, 1971), pp. 65-6. En la segunda edición ampliada y corregida, así como en la traducción inglesa de su libro, Gilly progresivamente borra muchas de las referencias marxistas-leninistas-trotskistas, pero no cambia fundamentalmente el presupuesto básico detrás de su lectura del carácter «interrumpido» de la revolución.

[17] Gilly, La revolución interrumpidaop. cit., p. 101. Salvando la distancia entre campesinos y obreros, se puede comparar con la situación del MNR en 1952 en Bolivia: «En Bolivia, la clase obrera conquistó el poder, cuya administración quedó a lo último (tras las alternativas iniciales del poder dual y el cogobierno) en manos de la pequeña burguesía, que sirvió a los fines históricos de la burguesía; burguesía que, por otra parte, tampoco apoyó al régimen sino en la fase de su decadencia», en René Zavaleta Mercado, El poder dualProblemas de la teoría del Estado en América Latina, 2ª edición (México, D.F.: Siglo Veintiuno, 1977), p. 82.

[18] Gilly, La revolución interrumpida, pp. 73 y 135. En ediciones posteriores se omiten también muchas referencias como estas al poder dual o la dualidad de poderes.

[19] Karl Marx, Crítica de la Filosofía del Estado de Hegel (Madrid: Biblioteca Nueva, 2010), p. 169. Para más comentarios sobre la actualidad de este texto, véanse los ensayos en el volumen colectivo Marx démocrate: Le Manuscrit de 1843, edición de Étienne Balibar y Gérard Raulet (París: Marx Actuel/PUF, 2001).

[20] John Holloway, Cambiar el mundo sin tomar el poder: el significado de la revolución hoy (Buenos Aires: Revista Herramienta, 2002)p. 16.

[21] Rául Zibechi y Decio Machado, Cambiar el mundo desde arriba: Los límites del progresismo (Vicente López: Mariano Ariel Pennisi, 2017) y Pierre Gaussens, Tomar el poder sin cambiar el mundo: El fracaso de la izquierda latinoamericana, con prefacio de Raquel Gutiérrez Aguilar (México: Yecolti, 2017).

[22] Véase por ejemplo Contra el reformismo: Crítica al “estatismo” y al “populismo” pequeño burgués, con una presentación de Qhananchiri (García Linera) y el texto «El programa nacional popular de la izquierda unida» por Qhantat-Wara Wara (Gutiérrez Aguilar) (La Paz: Ofensiva Roja, 1989); Qhantat-Wara Wara, ¿A dónde va el capitalismo mundial? Apuntes sobre la Crisis (Económica en Occidente y en la URSS) (La Paz: Ofensiva Roja, 1990), pasando por la crítica al centralismo democrático en Raquel Gutiérrez Aguilar, ¡A desordenar! Por una historia abierta de la lucha social (La Paz: Textos Rebeldes, 1996; Buenos Aires: Tinta Limón, 2006; México: Pez en el árbol, 2014); la crítica a la dominación masculina en Desandar el laberinto (La Paz: La Comuna, 1999; México: Pez en el árbol, 2014); el análisis de las dos fases, comunitaria y estatal, de las rebeliones de principios de siglo en Bolivia, en Los ritmos del Pachakuti: Movilización y levantamiento indígena-popular en Bolivia (2000-2005) (La Paz: Textos Rebeldes/Ediciones Yachaywasi, 2008); hasta la perspectiva comunalista sobre la política «en femenino» a distancia del Estado, en Raquel Gutiérrez Aguilar, Horizonte comunitario-popular: Antagonismo y producción de lo común en América Latina (Puebla: Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades «Alonso Vélez Pliego» de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2015).

[23] Zavaleta, El poder dual, p. 23, n. 9. Para entender la atracción de la idea del poder dual como consigna, véase el texto del recién fallecido Fredric Jameson y las respuestas de pensadores como Jodi Dean o Alberto Toscano en el volumen An American Utopia:Dual Power and the Universal Army (Londres: Verso, 2016).

Featured imageThe Insurrection (L’Emeute), Honoré Daumier, c.1852 – c.1858. Philips Collection, Washington, D.C., U.S. Public Domain.

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