Las sociedades que borran su pasado pensando que así eliminan su culpa no hacen más que poner en peligro su futuro. Tal es la convicción de Omer Bartov en su libro Genocide, the Holocaust, and Israel Palestine. First Person History in Times of Crisis [Genocidio, Holocausto e Israel-Palestina: Historia en primera persona en tiempos de crisis] (Bloomsbury Academic, 2023).
Los historiadores de la Shoah (o el Holocausto) han escrito a menudo la historia del genocidio cometido por los nazis contra los judíos de Europa basándose en fuentes oficiales y haciendo hincapié en aquello que, a sus ojos, constituía su singularidad, a saber, el carácter organizado, meticuloso, industrial, frío y, en definitiva, esencialmente «moderno». En sus trabajos, el historiador israelí Omer Bartov propone en cambio escribir una historia del genocidio «en primera persona» basándose en fuentes tan diversas como testimonios, diarios escritos por los perpetradoress, víctimas o habitantes de los lugares donde se produjeron las masacres, fotografías y rastros materiales.
Sin ignorar la posibilidad de recuerdos sesgados, parciales o tendenciosos, para reconstruir ese pasado personal confía tanto en los testimonios tardíos de quienes tardaron mucho tiempo poder hablar, como en los documentos estatales cuyos sesgos no son menos evidentes y que, por definición, silencian un aspecto esencial de este genocidio: la dimensión personal, el enfrentamiento entre verdugos y víctimas. En efecto, Bartov recuerda que una parte importante de los judíos asesinados no murieron en las cámaras de gas de los campos de concentración, sino en los mismos lugares donde vivieron en Europa Oriental, entre sus vecinos y conocidos, particularmente en Galitzia, región disputada entre Polonia y la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial, y que actualmente está integrada a Ucrania.
El mismo Bartov, nacido en Israel en 1954, actualmente docente en Estados Unidos, forma parte de esa historia, ya que su madre era oriunda de Buczacz, una pequeña ciudad situada en la región de Lviv (Leópolis en español) -antes llamada Lemberg o Lwov-; decidió escribir un relato minucioso sobre el exterminio de la importante comunidad judía de esta localidad durante la ocupación alemana de 1941 a 1944. Lo que le interesa a Bartov es comprender, por un lado, cómo hombres jóvenes -los soldados de la Wehrmacht y no solamente las tropas especializadas en el asesinato en masa– pudieron llegar a cometer masacres contra personas a las que miraban a los ojos, con las que a veces convivieron, con las cuales en algunos casos hablaron antes de asesinarlas de un disparo en la cabeza. Pero busca también reconstruir la manera en que la convivencia entre comunidades -judíos, ucranianos, polacos- que desde luego nunca fue armoniosa, pudo transformarse así y dar lugar a pogromos, limpiezas étnicas y finalmente, asesinatos en masa.
En esta historia, dice Bartov, no existen espectadores pasivos y todos son partícipes, ya que el ocupante alemán no habría podido eliminar a la comunidad judía sin la colaboración de las poblaciones locales, tanto polacos como ucranianos, para identificar a los judíos, concentrarlos, conducirlos a la muerte. Algunos denunciaron a los judíos y ocuparon inmediatamente sus casas y se apropiaron de sus bienes; otros ayudaron a sus vecinos judíos y los ocultaron, a veces arriesgando su propia vida, pero a veces también terminaron denunciándolos tras haberlos despojado de sus pertenencias y joyas.
¿Qué es lo que transformó a hombres jóvenes en asesinos? La respuesta, para Omer Bartov, no deja lugar a dudas: les enseñaron a creer que enfrentaban a un peligroso enemigo, un enemigo que en el pasado los había convertido en víctimas y que lo haría nuevamente si se le presentaba la ocasión. Habiendo estudiado la visión del mundo de los soldados del ejército alemán, así como la imagen que tenían de sí mismos, Bartov llegó a la conclusión de que habían interiorizado una concepción de su adversario -los judíos, los bolcheviques- como seres inferiores, animales infrahumanos desprovistos de cualquier derecho. Tal interiorización conduce a quienes comenten atrocidades a eximirse de toda culpa y atribuir la responsabilidad de las masacres a sus enemigos, a quienes hay que eliminar antes de que los maten1.
¿Qué es lo que transformó una convivencia de larga data -que desde luego no carecía de conflictos- en la voluntad de eliminar toda presencia e incluso toda huella del otro? Para muchos, la erupción de violencia de 1941-1944 era inevitable, como si la mezcla de las comunidades y creencias fuese por definición inestable y estuviese amenazada en todo momento por el surgimiento del nacionalismo asesino. Se trata aquí, según Bartov, de una lectura retrospectiva de la historia, ya que, como señala, nadie «habría podido anticipar en 1941 la magnitud y el horror de lo que iba a producirse». No puede pretenderse así que ciertas sociedades sean simplemente proclives a la violencia debido a las tensiones que esconden, y que las naciones «civilizadas» nada puedan hacer al respecto. La verdad es que, si bien el potencial de violencia existía, para que se desatara con esta virulencia fue necesaria la intromisión de un invasor extranjero, surgido precisamente de una supuesta civilización «superior» y con objetivos de exterminio propios, que habían sido determinados independientemente de toda consideración sobre las relaciones de las poblaciones entre sí, y que solo podían alcanzarse mediante una violencia extrema.
La eliminación de la historia
Al escribir una historia personal, Bartov explora los lugares, los sitios, las huellas de las comunidades desaparecidas, pero se topa con una realidad omnipresente: la voluntad de aquellos que permanecieron de borrar hasta la memoria de quienes fueron eliminados o expulsados. Así, en abril de 2015, Ucrania aprobó una ley «sobre el estatuto jurídico y el homenaje a la memoria de los combatientes por la independencia de Ucrania en el siglo XX». Se trata de honrar la memoria de los responsables de la limpieza étnica en perjuicio de los residentes de origen polaco de las regiones de Galitzia y Volhynia en 1943-1944, así como de la complicidad en el genocidio de los judíos de estas regiones.
La ley ucraniana, dice Bartov, «considera legales todas las formas y métodos de lucha por su independencia a lo largo del siglo XX», y declara que procesará a todos aquellos que «manifiesten públicamente una actitud irrespetuosa hacia estos heroicos combatientes de la liberación», incluidos los miembros de la organización fascista Organización de Nacionalistas Ucranianos (OUN, por su sigla en ucraniano) y su brazo armado, el Ejército Insurgente Ucraniano (UPA), así como a todos aquellos que «nieguen públicamente la legitimidad de la lucha por la independencia de Ucrania».
Particularmente, la ley establece que «los nacionales ucranianos, los extranjeros, así como los apátridas que expresen públicamente falta de respeto hacia las personas mencionadas en el artículo 1 de esta ley -es decir, los combatientes por la independencia de Ucrania en el siglo XX- serán procesados de acuerdo con la legislación ucraniana vigente», ya que «la negación pública de la legitimidad de la lucha por la independencia de Ucrania en el siglo XX y el menosprecio de la dignidad del pueblo ucraniano son contrarios a la ley». Los polacos hicieron lo mismo al aprobar una ley que penaliza la negación de la realidad del delito de genocidio cometido por los nacionalistas ucranianos contra los polacos de esas regiones.
Esta represión o reescritura del pasado, dice Bartov, está llena de peligros, ya que «la aspiración a construir un futuro próspero y lleno de esperanza sobre la base de un pasado deformado, de construir nuevos edificios sobre los cuerpos semienterrados de víctimas olvidadas, o de reacondicionar las reliquias de las propiedades requisadas sin siquiera una mención de la identidad y el destino de sus antiguos dueños», es una empresa malsana que alimenta la culpa vergonzosa y las dudas sobre la inocencia de quienes la llevan a cabo, e incluso sobre el derecho de su nación a existir y desarrollarse.
Según Bartov, las sociedades que borran su pasado no ignoran la historia; no logran dejarla atrás. Por el contrario, se obsesionan con ella. Fascinadas por un silencio que en realidad está hecho de conflictos, baños de sangre, sometimiento; una historia en la que ellas son las víctimas -y los héroes- mientras que los demás son los autores y criminales.
Sin embargo, semejante intento de eliminación es un callejón sin salida, ya que «sin incorporar a su propia cultura y su propia identidad la totalidad de su rico pasado, ese pasado lleno de catástrofes y violencia, así como de creatividad y diversidad», esas sociedades solo pueden fracasar al momento de enfrentar el futuro con confianza y solidez, dado que, en esas condiciones, «todo ejercicio de democratización y liberalización corre el riesgo de verse obstaculizado por la xenofobia, el racismo y el autoritarismo».
Represión del pasado y violencia en Israel
Dado que nació en Israel, cursó allí sus estudios y combatió en las fuerzas armadas de ese país, Omer Bartov sabe que esta historia de eliminación sin olvido es también la suya. En efecto, hace un paralelismo entre el destino de la convivencia multiétnica que prevalecía en las ciudades de Europa Oriental, donde vivía una importante comunidad judía, y el destino de la convivencia entre judíos y árabes en Palestina antes de la guerra. En ambos casos, la limpieza étnica sucedió a una forma de convivencia que, aunque conflictiva, era real. Y en ambos casos, la limpieza étnica estuvo acompañada de una voluntad de hacer desaparecer las huellas de comunidades que habían vivido en esos lugares durante generaciones, los judíos en Europa Oriental, los árabes en Palestina, habiéndose convertido estos últimos en una minoría en su propio país.
Actualmente en Israel, el simple hecho de mencionar crímenes de guerra o crímenes contra la humanidad que los israelíes pudieran haber cometido se considera un sacrilegio, una traición al sionismo y una forma de antisemitismo. La ley prohíbe la conmemoración de la nakba (es decir, convertir la fecha de nacimiento del Estado de Israel en un día de duelo) y busca pues borrar la memoria de este acontecimiento; sin embargo, esto no es más que la otra cara de la ley que exige recordar el Holocausto, no olvidar nunca.
Bartov también traza otro paralelismo entre el mensaje que recibían los judíos de Europa Oriental antes de la guerra -que no eran autóctonos, que solo estaban de paso, en tránsito, y que mejor hicieran las valijas si valoraban la vida- y el que los propios judíos, que llegaron a Palestina, dirigieron a los árabes palestinos, a saber, que también ellos solo estaban de paso en una tierra que no era la suya, que constituían un pueblo también en tránsito y destinado a desaparecer. En su condición de pueblo que vivió la mayor parte de su historia en movimiento, dice Bartov, a los judíos no les costaba en absoluto imaginarse a la población árabe también en movimiento, habitando en esa tierra, pero sin pertenecer a ella, aun cuando hubiera vivido allí tanto tiempo. No les resultaba tan difícil pensar que el origen de los árabes estaba en otro lugar, tal como lo había estado el de los judíos cuando vivían en Europa, y que era a ese otro lugar al que pertenecían, que ese otro lugar era su hogar.
Pero en Israel, la eliminación y la apología, así como la reivindicación de la legitimidad y del derecho a esta tierra, están en cierta forma moldeados de manera dolorosa por la realidad que sobrevive.
¿Cómo podrían los judíos sentirse definitivamente en su hogar cuando la población palestina «desplazada» vive entre ellos o en sus fronteras inmediatas, manifestando constantemente su presencia, sin perdonar jamás? Esta incertidumbre, según Bartov, se convierte en «una parte del ser y del espíritu de los israelíes». El desplazamiento que sufrieron se topa constantemente con el que han impuesto, de manera tal que al final «parece que nadie ha regresado a su hogar, que nadie está en su hogar, que cada centímetro de tierra es disputado, conquistado, ocupado, colonizado y recubierto». Y a medida que se construyen muros de separación, cercas, alambrados, checkpoints, a fuerza de encerrar a sus vecinos4 se vuelve para ellos cada más difícil sentirse en casa, «y la incertidumbre, la duda y el miedo están en todas partes». La doble expulsión, el choque de tragedias, los intentos de eliminación que los acompañan se vuelven una obsesión, una herida que no puede cerrarse. «La tierra es paciente», dice Bartov, «ya que ha visto pueblos llegar y partir o ser expulsados», pero agrega, «los pueblos hierven, forzados e incómodos en sus espacios, violentos y atemorizados. No están en su casa».
Desplazar, tratar de borrar las huellas y el recuerdo de aquellos que han sido expulsados no puede pues curar una incertidumbre que termina traduciéndose en violencia, en una fuga hacia adelante que trata ilusoriamente de deshacerse de ella. Los israelíes de hoy viven en su propio mito fundacional, olvidando una realidad diaspórica que es sin embargo el origen de su existencia. Reclaman el derecho a la tierra, derecho que afirman se basa en una fe y una tradición que en gran medida han olvidado. «Lo único que les queda, según Bartov, es su indigenismo, que por definición es más reciente y más frágil que el de aquellos a quienes expulsaron. Por eso, deben recurrir al fuego y a la espada».
Así, la violencia está íntimamente ligada al deseo de eliminación, ya que, tras haber expulsado a los palestinos, los judíos comprendieron que esa tierra nunca sería verdaderamente suya debido a la presencia de este pueblo de desplazados de una tierra que antes había sido suya. Esta situación está llena de peligros, ya que, en Europa Oriental, los que desplazaron a los judíos tienen en cambio la sensación de que la tierra que ocupan es actualmente suya sin ninguna ambigüedad ni cuestionamiento. Pero para ello, no les bastó con expulsar a los judíos a sus fronteras, sino eliminarlos o al menos consentir su eliminación a manos de los alemanes. Lo que equivaldría a decir que los judíos solo se sentirán realmente en casa en Palestina el día que los palestinos hayan sido eliminados, cuando no solo hayan sido expulsados, sino cuando se haya eliminado toda huella de su presencia e incluso de su existencia. Efectivamente, es el intento de eliminación de la memoria lo que conduce a la violencia.
Sin embargo, Bartov va más allá mostrando que su país es presa de una convicción que solo puede conducir a esta violencia. Como nosotros, los judíos -dice-, hemos sufrido el mal, tendríamos derecho a su vez a ejercerlo, de manera que es como si las víctimas de la injusticia absoluta fuesen para siempre inocentes de los crímenes que pudieran a su vez cometer. Del mismo modo, como nosotros, los judíos, hemos sido víctimas de un intento de olvido, porque han intentado borrar nuestros sufrimientos, nuestra buena fe no podría cuestionarse cuando afirmamos que no hacemos sufrir sin una necesidad imperiosa, que no intentamos borrar los sufrimientos que infligimos2.
Nos enseñaron que solo creando un Estado judío poblado exclusivamente por judíos podría evitarse otro holocausto, pero la consecuencia de ello es que cualquier objeción a la manera en que ese Estado fue fundado será rechazada por la memoria omnipresente -no olvidar jamás- del genocidio judío. Cuando se les dice a los jóvenes israelíes que el Holocausto no debe nunca repetirse, se les concede pues licencia para considerar todas las amenazas como existenciales y ver a todos sus opositores como potenciales nazis, «y, desde luego, el único buen nazi es un nazi muerto».
Así, la violencia que sufrieron los judíos se entrelaza con la que ellos mismos siguen perpetrando contra los palestinos, sirviendo la primera, en cierto modo, como justificación de la segunda y haciéndola posible. Sin embargo, Bartov señala que quizá la única manera de poner fin a este desplazamiento continuo «sea dejar de expulsar y, en cambio, comenzar a acoger; dejar de trazar líneas divisorias y, en su lugar, derribar barreras; reconocer que esta tierra solo podrá ser un hogar verdadero cuando se convierta, al fin, en la patria compartida de todos».
En Galitzia, en la actual Ucrania, el pasado multiétnico ha sido borrado y la verdadera historia olvidada. Lo mismo sucede en Israel, donde el pasado árabe-palestino fue objeto de un intento de erradicación total, pero Bartov advierte que no podemos esperar construir una cultura y una sociedad sanas sobre la base de una eliminación disimulada de este modo: «Exactamente como las naciones de Europa del Este deberán reconciliarse con la riqueza de un pasado que ha sido purgado y destruido, Israel jamás se convertirá en una sociedad normal sin reconocer las injusticias que ha cometido con los palestinos».
Nota: la versión original de este artículo, en francés, se publicó en La Vie des idées, el 22/1/2025, y está disponible aquí. Traducción: Gustavo Recalde.