Por Pedro Karczmarczyk*
(para La Tecl@ Eñe)
No es este el lugar para explicar cómo la gestión de la desposesión capitalista concebida como ala izquierda (opuesta a la promoción de esta desposesión, que sería su ala derecha) ha chocado con límites que provienen de la fragmentación de las relaciones laborales, de un discurso y una práctica política que, sustentada en una serie de éxitos momentáneos que creía que podían durar para siempre, no quiso pensar las condiciones sociales de los derechos. Ya Wittgenstein señalaba, con lucidez, que es un error grave creer que lo que ocurre una vez puede, sólo en virtud de su acaecer, ocurrir siempre. Y ya sabemos que, así como para un individuo existir es subsistir, durar, reproducirse, vincularse con sus condiciones de existencia, para formas sociales complejas, y los derechos lo son, su existencia, su vigencia, también se remonta a sus condiciones de existencia, que en lo fundamental no tienen que ver con las instancias jurídicas (pensemos por ejemplo en el derecho a la educación, a la salud, a la alimentación, a participar en las ganancias de las empresas).
Me gustaría por ello remontarme un poco en el tiempo para examinar si los problemas de la política de izquierda son hoy, en un sentido, tan distintos de lo que lo fueron en otros momentos históricos, o para decir desde ya una obviedad, en qué sentido lo son y en qué sentido no son tan distintos.
Comencemos por la ausencia de la revolución en la gramática política. ¿Qué significa esto? Lo que queremos decir es que, o bien “revolución” no se conjuga con ninguna acción política alineada en un horizonte discernible, o bien que su sentido se banaliza. Lo primero pasa, por ejemplo, cuando “revolución” se transforma en un adjetivo que califica una actitud subjetiva, la militancia “revolucionaria”, que viene a designar una actitud de compromiso inclaudicable. La dificultad con esta transformación radica en que el horizonte de la “revolución” sólo puede verse desde el interior de esa actitud. La promesa o el horizonte no puede discernirse sino desde la creencia de que ya se sabe el final de la novela. Se puede argumentar que, en los 1840s, cuando apareció el Manifiesto de Marx y Engels, el sentido de los acontecimientos era tan confuso como hoy, tal vez así sea, o argumentar que toda serie de significantes ofrece un sentido frágil, vulnerable a la aparición del siguiente significante. Sea como sea, la gramática de la revolución estaba instalada ya desde 1789 y el significante que podría hoy venir a trastornar el sentido de la serie, para llevar de la revolución en sentido subjetivo a la revolución en sentido objetivo, dotado de una gramática política, está tan lejos de nuestras esperanzas como un ladrón en la noche, muy lejos del voluntarismo con el que la revolución se aloja en el reducto de la ética “revolucionaria”. La banalización, por su parte, ocurre cuando se atribuye carácter “revolucionario” a acontecimientos políticos importantes, como lo fueron la nacionalización de las AFJP, de YPF o la asignación universal por hijo, en los últimos años en nuestro país, cuando lo cierto es que su importancia, incuestionable, no implica transformaciones estructurales y ni siquiera abre un horizonte de cuestionamiento de la desposesión capitalista. En el medio de su banalización, la revolución no logra delinear un horizonte discernible porque lo que se nos dice, poco más o poco menos, es que estos estertores son todo lo que podemos esperar.
La idea de una “transformación estructural radical de la sociedad” piensa a veces adecuadamente su contenido, lo hace, creemos, cuando alude a la reversión de la desposesión generalizada, que no es otra cosa que la reversión de la división de la sociedad en clases, pero su gramática no es política, sino teórica, es decir posee un horizonte, se conjuga con otros problemas, conceptos, operaciones, mediciones, etc. No se entienda por esto una actitud derogativa, que no la hay, la teoría tiene su valor singular, pensar adecuadamente lo que hay que pensar es una tarea compleja, es una práctica, tanto como lo es su articulación con otras dimensiones de la práctica social, entre ellas la política.
Remontémonos un poco en la historia política latinoamericana, en particular al rol que tuvo Cuba para la “nueva izquierda”, aquella que se caracterizó como tal, como “nueva”, justamente porque dotó, durante un tiempo, a “revolución” de una gramática política en el sentido al que aludimos. Aprovechemos para ello la provocación que lanzó, como un brulote, Mario Vargas Llosa en su excelente novela Tiempos recios. La novela trata de la caída de Jacobo Árbens en Guatemala, donde Vargas Llosa devela cuidadosamente la trama subterránea que llevó a la misma: la acción de guerra ideológica desatada por la United Fruit, los servicios prestados por el sobrino de Freud, Edward Bernays, la intervención de la CIA y del gobierno de los Estados Unidos. El viejo Vargas Llosa parece por momentos estar atravesando un atracón de nostalgia de su juventud novoizquierdista, pero no hay tal cosa. Se trata de un ejercicio de denuncia ideológica de otra índole, con un sentido y un propósito precisos y ajenos al horizonte de la nueva izquierda. Vargas Llosa apunta en realidad a la línea de flotación de la nueva izquierda, ya que le achaca a Estados Unidos y a la United Fruit el “error cognitivo” de haber visto, en las mínimas reformas de Árbenz, el fantasma del comunismo, desplegando una acción proporcional a su creencia, pero desproporcionada respecto a los hechos históricos. En consecuencia, Vargas concluye que de no haber sido por tal “error cognitivo”, o “ideológico”, no habría habido revolución cubana, y en consecuencia tampoco «nueva izquierda». La fábula nos toca de cerca, ideológicamente, si consideramos que Carlos Nino, el jurista alfonsinista, había planteado que la creencia en la inminencia de la revolución convirtió a Argentina en una sociedad anómica, a unos los impulsaba a hacer la revolución a expensas de las normas, a otros los impulsaba a detenerla, también a expensas de las normas.
Hay ahí, evidentemente, una ilusión acerca del funcionamiento del capitalismo, de la lógica del capital, que puede explotar la tierra fértil hasta su agotamiento, o incluso llevar a la clase trabajadora hasta su extenuación, si no a su extinción. El capital librado a su lógica no ve más que beneficios. Es cierto que la lógica del capital siempre se realiza en entramados estructurales donde la lógica puramente económica no reina sola, y así encontramos en muchos casos cruciales de la historia la acción coordinada de la clase capitalista jerarquizando sus intereses y sus tareas. Pero, evidentemente, el cortoplacismo es una de las dificultades del funcionamiento del capitalismo, y exagerar los riesgos para obtener ganancias mínimas, presentar una batalla cualquiera como la batalla final, está en la lógica del capital. Recordemos a aquel bufonesco propagandista inglés, Senior, que en las horas críticas de las luchas por la reducción de la jornada de trabajo en Inglaterra argumentaba que cualquier reducción de la jornada laboral ponía fin a la ganancia del capitalista, puesto que ésta se obtenía sólo ¡en “la última hora” del día de trabajo! Si los capitalistas ingleses hubieran decidido encarar una campaña de exterminio contra la clase trabajadora en pie de lucha, post festum tendríamos a un Vargas Llosa que nos explique el error fatal de Senior, que el último obrero no produce la totalidad del valor del producto, que hay que distinguir entre el capital variable, el valor que se añade en el proceso de trabajo, y el capital constante, el valor ya producido antes del proceso de trabajo (medios de trabajo, herramientas y materia prima) que se incorpora en cierta proporción, de acuerdo a su desgaste o consumo en el proceso laboral, a los productos que salen al mercado luego del proceso de trabajo. Ahora bien, en la noche del desconocimiento de la lógica del capital, todas estas cuestiones pueden muy bien aparecer, post festum, y así lo hacen habitualmente, como “errores cognitivos”. La posibilidad de esta jugada ideológica, que transmuta una lógica objetiva en una decisión subjetiva, tiene su asiento en la naturaleza de las cosas. El capitalismo sobrevivió muy bien, pace Senior, al establecimiento de un límite a la jornada de trabajo, y el capitalismo seguramente no se habría visto desestabilizado si se hubiera dejado a Árbenz llevar adelante sus reformas. La equivocación consiste en creer que tal error cognitivo es una mera ilusión y no un fenómeno material, es decir, prácticas sociales. En el primer caso bastaría un argumento claro para exponer su carácter ilusorio, en el segundo caso, donde el error es un fenómeno material, corregirlo implica oponerle una fuerza material de carácter inverso. En este sentido, Vargas Llosa tiene razón al creer que sin Árbenz no habría tal vez habido Fidel. Pero Fidel, o Cuba, no serían el nombre de un error cognitivo, en el sentido de que Estados Unidos sí habría permitido en Cuba en 1958 las reformas que no permitieron en Guatemala unos años antes.
En resumidas cuentas, Vargas Llosa construye su tesis, que versa sobre la ilusión de alguien más, sobre un hecho: Árbenz proponía unas reformas mínimas y no tenía inclinaciones marxistas. Para el escritor peruano la intervención norteamericana desató un fantasma que no tenía un fundamento en la naturaleza de las cosas. Ya hemos indicado cómo el señalamiento de una ilusión o “error cognitivo” por Vargas Llosa supone una ilusión, suya esta vez, sobre la manera en la que las ilusiones ejercen su poder en la realidad social. No son como fantasías o ensoñaciones que se disipan cuando en su lugar colocamos la verdad, sino que poseen una lógica propia, son un fenómeno material, prácticas sociales articuladas, como hemos dicho. Es importante comprender que esta ilusión de segundo grado, que es tal porque se hace ilusiones sobre la naturaleza de la ilusión, nos escamotea la comprensión de la realidad social, para dejarnos con un entendimiento meramente superficial, juridicista, de la misma. Este es el suelo ideológico de lo que viene después de la nueva izquierda. Este tuvo como su condición de emergencia que la lógica del funcionamiento del capital desparezca de la escena política. Los cuarenta años de democracia en nuestro país, por ejemplo, estuvieron signados por la creencia, confesada o no a viva voz, de que la democracia nacía de la derrota del brazo ejecutor militar, sin pensar que ésta es una con la victoria del “proceso de reorganización nacional”.
Frente a Vargas Llosa uno puede concluir que Cuba sacó las conclusiones correctas de Guatemala, pero aprovechar su argumento para preguntarse si la nueva izquierda argentina, colombiana, chilena, uruguaya, etc., sacaron las conclusiones correctas de Cuba. Para abonar la lectura de que sí sacaron las consecuencias correctas están las experiencias de Gaitán en Colombia en 1948, donde un proceso de reformas se ve frustrado en el momento mismo de su emergencia electoral, o el derrocamiento de Perón en Argentina en 1955, o el de Allende en 1973. La categoría de la «pedagogía del millón de muertos”, acuñada por Santiago Alba Rico, destaca con cuánta frecuencia los ensayos de reformas a favor de los sectores populares por parte de gobiernos constitucionales en Latinoamérica desembocaron en masacres sangrientas. O se podría hacer una reseña de las intervenciones norteamericanas en nuestro continente, copiosas ya antes de la caída de Árbenz. Pero quizá sea oportuno tomar nota del golpe recibido e intentar aprovechar la conmoción, no tanto para asegurar viejas certezas, identidades y posiciones, sino para intentar pensar la situación desde su raíz.
La nueva izquierda sufrió una transformación en los años 80s del siglo pasado, aunque acaso sea mejor caracterizarla como una mutación, ya que se convirtió en otra cosa. Tiempos convulsos de las revoluciones en Latinoamérica (Nicaragua 1979, El Salvador 1980), que mostraban que la “guerra fría” estaba todavía lejos de apagarse, tiempos de la conversión de la izquierda del cono sur al discurso de los derechos humanos como efecto de las persecuciones de las salvajes dictaduras que asolaron a la región, tiempos de la adopción de políticas neoliberales por las socialdemocracias europeas, tiempos de una Perestroika de la que no podía vaticinarse el final pero de la que era difícil predecir que desembocaría en una feroz acumulación originaria capitalista (concentración de unos pocos y desposesión de las grandes masas) en los países de lo que pronto iba a ser la ex URSS.
Este contexto tan complejo apuró las tomas de posición e hizo que su sistematización quedara de alguna manera relegada a un momento posterior. Una problemática emerge siempre en estado práctico, es producida en un conjunto de decisiones asociadas a la coyuntura, pero sus contornos no se pueden discernir inmediatamente, es necesario verla funcionar, desarrollar o incluso ganar su coherencia. Ha llegado el momento de comenzar a sacar las cuentas.
Recoger el guante del brulote de Vargas Llosa, preguntarse si la nueva izquierda leyó bien el acontecimiento histórico de Cuba no es tanto una pregunta histórica como una pregunta acerca del presente, preguntar si es posible sacar a la revolución de su encierro en la lámpara en la que duerme como en los genios de las Mil y una noches, en la lámpara de la moral revolucionaria o de su banalización progresista.
Ahora bien, formular la pregunta, dada la incomodidad que genera su mera formulación, parece ya indicar que vamos en la dirección correcta. Desde ya que no vamos a responder más que superficialmente a la pregunta que planteamos, ya que a nadie se le escapa que ello es una tarea colectiva.
Veamos entonces, decimos por un lado que Cuba sacó las conclusiones correctas del episodio de Árbenz, es decir, que hay una lógica del capital, y que los “errores”, que son una fuerza material, no se corrigen con argumentos, sino con otra fuerza material de signo inverso. Por otra parte, decimos, implícitamente, que sacar las consecuencias no es un mero proceso intelectual, sino un fenómeno material, hecho de prácticas sociales articuladas.
Bajo estas dos condiciones, la pregunta introduce una cuña en las posiciones que quedaron luego de los años 80s, en lo que podríamos llamar “post-nueva izquierda” y revela la rigidez de una izquierda que, o bien se hizo “juridicista”, como si la ilusión de doble grado, donde se desconoce primero la lógica de funcionamiento del capital, y se construye luego en su lugar una lógica política autonomizada, una lógica donde sujetos presuntamente ajenos al proceso socioeconómico del capital corrigen los “errores” con “verdades”; o bien se volvió “nostálgica”, la metáfora de los “quebrados” con la que desde la izquierda se referían, primero, a aquellos que habían hablado bajo tortura, y luego, a aquellos que abandonaban el credo revolucionario, es elocuente acerca de lo que esto implica: los “enteros”, a los que se remite por contraste, son toda una figura de la moral militante. La experiencia de los grupos de izquierda, políticos, culturales, intelectuales, etc., en los años 80s. nos ofrece el espectáculo de la transposición de viejas lógicas a un nuevo escenario en el que no logran encajar, dando a veces la idea de un engranaje que gira “loco”, sin relación con el resto del mecanismo. Algunos intelectuales al retornar del exilio nos dejaron pinturas magníficas de los primeros años de democracia donde se percibe la extrañeza de quien no sólo no encuentra los viejos lugares en el mapa, sino que sospecha que no es sólo el propio mapa, sino también el territorio, lo que ha sido transformado.
Esta experiencia nos ha dejado toda una vía de indagaciones, cuyo meollo está en la pregunta por la derrota, ¿cómo ocurrió?, ¿por qué?, ¿cómo comprender la derrota ayuda a entender el presente?, ¿qué tareas surgen de esa comprensión? Esta vía prosigue hasta el presente, transfigurada apenas como la lectura del momento actual en términos de “desarme”, de disgregación de los vectores que ya dejan de componerse en un paralelogramo, pero también del desarme como “deposición de las armas”, de la voluntad de luchar, de resistir, de ofrecer batalla. Riesgosa como estrategia, porque su luz puede enceguecer y porque tal vez su punto ciego sea el de otra idealización ineludible: antes sí que estábamos armados, bien pertrechados…, ¡qué lástima que nos toque batallar ahora! Caricaturizamos un poco esta posición, que realiza un trabajo de clarificación necesario, con el propósito de destacar que el desarme es siempre la construcción de nuevas relaciones. Si focalizar en el desarme tiene la virtud de destacar cómo las viejas concepciones, como el instinto ante un estímulo falso, se desarrollan incluso en ausencia del objeto que las convoca, dando el triste espectáculo de un ritual vacío, no habría que olvidar que desarmar algo es, necesariamente, armar otra cosa.
El recientemente fallecido Oscar del Barco planteó a su manera una pregunta que nos parece adecuada a nuestra coyuntura con su «no matar», pregunta que resulta adecuada sobre todo en una lectura diagonal, que la convierte en una pregunta justa a pesar de su autor, a pesar de sus intenciones, en la que domina, a nuestro entender, una moralización estéril de la lectura de la historia y de la política. El no matar de del Barco puede, el tiempo transcurrido lo permite, leerse como un «no matarnos”. Leído de esa manera nos parece traer un soplo de aire fresco. Si esto, la muerte, es lo real de la política, lo que no puede ser de otra manera, lo ineludible, es urgente pensar si lo podemos taponar con una salida imaginaria, del tipo «la muerte individual no existe, sólo hay la vida del pueblo”.
Silvia Schwarzböck, en su proteico ensayo Los espantos, encontró una cifra en esta expresión, que había sido recogida por León Rozitchner de un amigo suyo que la profirió al salir de la cárcel de Devoto vitoreado por una masa popular que fue al encuentro de los presos políticos en 1973. Schwarzböck encontró en la frase la cifra de una época. La frase es cifra, según la autora, porque la misma surge de un juicio estético, donde el individuo que sale de la cárcel vitoreado por las masas queda conmocionado, estéticamente, por el pueblo irrepresentable, por aquello sin medida ni término que, sin ser representado, era siempre ya oscuramente presentido, sublime, sugiriendo la pequeñez de toda representación, experiencia y empeño, configurando así aquello ante lo cual el individuo se subsume: una vida de izquierda. Schwarzböck precisa, una vida de izquierda es la disposición a morir por un pueblo que no reclama ese arrojo. Ahora bien, sustraídas las condiciones de dicho juicio estético en la dialéctica de la postdictadura, en los reclamos de una “aparición con vida” que reponía desde la izquierda a la vida en su dimensión individual originaria, la “vida de izquierda” se hace imposible y sólo queda la “vida de derecha” que es la vida restringida a la supervivencia porque está asolada por la fantasía de un terror inconmensurable tan pronto como se aventura más allá de esta condición mínima.
La presentación de Schwarzböck tiene una incuestionable fuerza retórica, y aunque es una buena aproximación fenomenológica a la ética de la nueva izquierda, que sobrevive hasta nuestros días en la forma del engranaje suelto de la “ética militante” que hemos descripto, nos parece que padece de un historicismo desembozado, ya que no habría nada que haya sido pensado por las subjetividades de izquierda, es decir pensamientos, ideas. Estas subjetividades, con todo su arrojo, no serían sino meras “vidas de izquierda” frente a las que no podríamos sino, del otro lado del mojón histórico que ellas presuntamente marcan, limitarnos a comprender por qué ya nos resultan inaccesibles, qué condiciones históricas se han esfumado, sin poder esbozar siquiera un ejercicio de reflexión o pensamiento crítico respecto de las mismas, serían figuras de un pasado sepultado.
Nos permitimos dudar de que haya un tiempo de la historia tan abusivo, hecho de cortes tan tajantes y de experiencias esenciales coextendidas a esos cortes. Alain Badiou no estaría de acuerdo seguramente con nosotros, ya que hacia los años 1999-2000 se propuso pensar el siglo que estaba concluyendo, o que quizá había concluido algunos años antes, el siglo XX. Sin embargo, si bien Badiou se propone pensar una época histórica como algo concluido, su manera de abordarlo lo pone relativamente a resguardo de la clausura historicista. En efecto, Badiou quiere capturar la singularidad del siglo XX recuperando aquello que este siglo pudo pensar más allá de la mera rumiación de un pensamiento transmitido, ya pensado. Badiou quiere capturar la invención específica del siglo y más particularmente comprender cómo este pensamiento singular pensó su relación singular con la historia. Estos pensamientos, refiere Badiou, son los que testimonian que el siglo XX ha sucedido, que no es lo inenarrable, sino algo dotado de contornos definidos. Dicho de otra manera, sólo si los identificamos como pensamientos y como políticas podemos sacarlos de la existencia pétrea o del limbo espectral a los que los condena la consideración de que son impensables o inabordables porque son como pensamientos tan terribles como el siglo en el que ocurrieron. No podemos detenernos ahora en detalle en este libro extraño y magnífico, por lo cual nos limitaremos a extraer algunas ideas que nos sirven para avanzar en el hilo de nuestra reflexión. Badiou emplazó las coordenadas para pensar no sólo la subjetividad militante como un asunto de la izquierda, sino también como un asunto caro a la derecha. La vida de derecha, incluso la del nazi, es también una vida de ideas y de pensamientos. Ante la evidencia que expone estas ideas como tales (y Badiou recurre a una serie profusa de documentos y testimonios) queda claro que la única acción posible es en el nivel propio de los pensamientos, ya que de otro modo las ideas impensadas continuarán su vida de ideas, imperturbables, indestructibles, prestas a retornar cuando las circunstancias les sean propicias.
¿Qué es lo que el siglo XX trajo de novedoso? ¿Qué es lo que en el siglo XX se pensó que no se había pensado antes? ¿Cuál es la relación singular con la historia de esta singularidad pensante? Si el siglo XIX consistía, en términos hegelianos, en dejar que la historia haga de las suyas para llegar a buen puerto, en “entregarse a la vida del objeto”, en el siglo XX, luego de la primera guerra y de la revolución rusa, sorpresiva como una tormenta en la noche, ya nadie podía confiar en la historia. El siglo XX va a tener que enfrentarse con la historia, va a intentar dominarla, es decir, pasamos de la “dialéctica de la naturaleza”, de la idea de progreso, a la “dialéctica de la historia”, que le reserva un lugar destacadísimo, clave, al heroísmo. Silvio Rodríguez captó muy bien esta singularidad cuando cantaba, en una canción tremenda, bella y lacerante, que apresa precisamente el sentido de la urgencia histórica: “La era está pariendo un corazón / No puede más, se muere de dolor / Y hay que acudir corriendo pues se cae, el porvenir / En cualquier selva del mundo / En cualquier calle / Debo dejar la casa y el sillón / La madre vive hasta que muere el sol / Y hay que quemar el cielo / Si es preciso, por vivir”.
El siglo XX estuvo dominado por ese gesto de recoger el porvenir antes de que se cayera, sabiéndolo frágil, por el intento de dominar la historia, por las ideas de hombre nuevo, de una sociedad nueva, en resumidas cuentas, estuvo atravesado por un impulso prometido, por la idea de la historia como un proyecto que llega a ser anatema hacia fines del siglo, en un estado que se continúa con toda probabilidad hasta el día de hoy.
Badiou consigue plantear un dilema a propósito de la historia que nos gustaría recoger a nuestro modo. La “crisis de la historia como proyecto” es tanto más aguda cuánto más factible o comprensible resulta una transformación genuinamente radical de la sociedad. En su factibilidad, esta transformación resulta hoy como nunca comprensible, al menos en la medida en que el incremento de la productividad del trabajo permite pensar una liberación creciente del yugo de las labores tediosas, rutinarias y embrutecedoras. Por otra parte, justamente debido al tipo de problemas sociales que suscita el incremento exponencial de la productividad del trabajo (desempleo, bajas generalizadas de salarios, etc.) nos vemos en la posición de pensar la necesidad de dicha transformación, como la manera de mostrar que aquello mismo que es un problema (el incremento de la productividad del trabajo) puede ser visto también como la solución al problema cuando cambiamos el ángulo desde el cual lo miramos. Tenemos por otra parte, las cuestiones cada vez más agudas que plantea la agenda ecológica. Pero sin embargo parece tratarse de una necesidad extraña, de una interpelación que resbala, tal vez porque resulta claro que las premisas de su realización conciernen al capitalismo como un todo, es decir, aluden a un acontecimiento que debe tener lugar a nivel global o internacional. Es decir, esta condición lo sitúa en un futuro incierto, y entre este futuro incierto y nosotros se interpone toda una serie de mediaciones que pasan por el ámbito de lo local o nacional. Dicho en otros términos, estas coordenadas que sitúan la necesidad de una transformación radical de la sociedad, de una “revolución” en las condiciones sociales de vida, no definen, paradójicamente, el espacio inmediato en el que debe moverse la política de lo que ampliamente podemos definir como izquierda.
No se trata de un problema nuevo. A comienzos del siglo XX, Sorel pensaba que la “huelga general” era un mito, un mito indispensable porque sin él la clase trabajadora quedaría dispersa, fragmentada en los intereses individuales inmediatos de sus integrantes, con la huelga general como horizonte, en cambio, se abre una perspectiva de acción mancomunada. En el otro extremo, Althusser (insertándose en una línea inaugurada por Kautsky) llamaba a la ciencia a cumplir la misma función, superar los intereses inmediatos y articular el horizonte de una política de transformación radical. Evidentemente, cumplir la misma función no implica cumplirla de la misma manera. La diferencia entre un tacticismo que lo devora todo y la posibilidad de un horizonte estratégico es una de las maneras en las que hoy en día se juega la vieja antinomia entre el mito y la razón.
En este sentido es que, creemos, cabe insistir en que una política de izquierda no puede renunciar al proyecto, y para ello debe reconstruir una agenda racionalista. Comprendemos perfectamente los temores al dogmatismo que esta palabra, también devenida anatema puede suscitar. Para precisar la cuestión en el plano filosófico, ya que por algún lugar hay que comenzar, es preciso reconocer que el cuestionamiento del sujeto como una instancia fundante ha dejado de ser hace tiempo, desde la segunda posguerra, con la excepción tal vez de algunos momentos de la confrontación entre fenomenología y estructuralismo, una línea de clivaje segura para organizar la disputa en el terreno filosófico. El cuestionamiento del sujeto como una instancia fundante es un filamento compartido por posiciones tan distintas como las de Althusser, Foucault o Levinas y Marion. El punto de clivaje se ha corrido, a nuestro entender, a la cuestión de si, y hasta qué punto, las fuerzas a las que se subordina el sujeto son accesibles a una elucidación racional. La respuesta afirmativa a esta cuestión es a lo que llamamos agenda racionalista.
Desde el siglo XX al siglo XXI pasamos del orden del proyecto al orden de los automatismos de la ganancia. Está claro que la diferencia entre un orden y otro no se verifica en términos de las muertes que producen, el orden del automatismo no es, lamentablemente, menos sangriento de lo que ha sido el orden del proyecto, lo que no es decir poca cosa. La muerte, que antes designamos como lo real de la política, lo ineludible en ella, no ha disminuido porque el orden del automatismo del lucro reine indiscutido, que es lo que presuponía Vargas Llosa, sino que el único confort que alcanzamos es, quizá, que no quepa discernir un responsable. En una muestra extraordinaria de síntesis conceptual, los teólogos de la liberación forjaron la expresión “violencia estructural” para pensar precisamente este punto.
Son, evidentemente, enormes las dificultades que quedan abiertas. Me gustaría concluir, sin embargo, con una simple reflexión, probablemente vaga e ingenua, recordando algunas ideas de Georges Canguilhem a propósito de las normas sociales. El filósofo francés nos recordaba, en efecto, la situación muy diferente en la que se encuentran los problemas y los trastornos cuando se refieren a un organismo o cuando se refieren a una sociedad. En efecto, en el caso de un organismo enfermo la cura no se presta a confusión, el ideal de un organismo enfermo es un organismo sano de la misma especie. Es decir que, aunque puede haber incertidumbre acerca de cuál es el trastorno orgánico, y en consecuencia acerca de la naturaleza del tratamiento y de los remedios que es necesario aplicar, el efecto que se espera de los mismos no está sometido a discusión. En el caso de las sociedades nos encontramos con una relación muy diferente entre los males y las reformas, porque aquí lo que está en cuestión, siempre, es el estado ideal. La finalidad de la sociedad es uno de los problemas cruciales de la existencia humana y en consecuencia de la existencia de la propia sociedad, e incluso, como lo indica Canguilhem, “uno de los problemas fundamentales que se plantea la razón”. De ello se sigue una situación inversa a la de los trastornos orgánicos: los seres humanos se ponen de acuerdo con más facilidad sobre la caracterización de los males sociales que sobre los remedios que se deben aplicar a los mismos. Incluso coincidiendo acerca de cuáles son los males que aquejan a una sociedad dada, lo que a algunos les parece un remedio a otros les parece un estado peor que el mal. El hecho de que la locura sea en, el orden social, más sencilla de discernir que la razón, no nos dispensa de la tarea de encontrar a esta última, al contrario, debería convocar lo mejor de nuestros esfuerzos.
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*Docente UNLP. Investigador en CONICET.