El «fenómeno Milei» se consolidó en Argentina cuando el político de extrema derecha obtuvo una inesperada victoria en las primarias presidenciales de agosto. Ahora, Javier Milei es el primer anarcocapitalista y libertario autoproclamado que dirige una gran economía nacional.
Economista de formación, Milei se dio a conocer primero como una personalidad incendiaria de la televisión y las redes sociales, propenso a diatribas cargadas de improperios y misoginia. Su entrada oficial en la política argentina se produjo poco después, en 2021, cuando ganó un escaño en el Congreso. Practicante desde hace tiempo del sexo tántrico, devoto de los gurús neoliberales Friedrich von Hayek y Milton Friedman y dueño de varios mastines ingleses clonados a los que llama sus «hijos de cuatro patas», Milei proclamó horas después de derrotar a su oponente peronista que «todo lo que pueda estar en manos del sector privado estará en manos del sector privado».
Milei tiene en mente las 137 empresas públicas de Argentina, como la compañía energética estatal Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), la extensa red de medios de comunicación públicos del país (Radio Nacional, TV Pública y la agencia de noticias Télam), el servicio postal y la aerolínea nacional Aerolíneas Argentinas. También ha insinuado que desmantelará el sistema público de salud del país y privatizará gran parte de sus sistemas de educación primaria y universitaria, incluida su institución de investigación de enseñanza superior financiada con fondos públicos. Milei también ha cortejado al capital estadounidense para llevar a cabo la extracción no regulada de las considerables reservas de litio y gas de esquisto del país. Y, lo que es más descarado, ha prometido acabar con el Banco Central de Argentina, dolarizar la economía (siguiendo los ejemplos de Ecuador, El Salvador y Zimbabue), liberalizar los mercados y eliminar los estrictos controles de cambio del país.
Chocante, sí, pero estas propuestas neoliberales no son nuevas en Argentina. José Martínez de Hoz, ministro de Economía de la sangrienta dictadura militar de Jorge Videla a finales de la década de 1970, y Domingo Cavallo, ministro de Economía de Carlos Menem en la neoliberal década de 1990, desencadenaron políticas económicas igualmente regresivas. De hecho, Roberto Dromi, ministro de Obras Públicas de Menem, proclamó casi textualmente el mismo mensaje hace más de treinta años: «Nada que sea propiedad del Estado quedará en manos del Estado».
El «Plan Motosierra» de Milei (su versión del «drenar el pantano» de Trump) será probablemente cuestionado en las dos cámaras del Congreso, donde su coalición La Libertad Avanza tiene minoría. Sin embargo, las amenazas de implementar medidas de austeridad aparecen firmemente respaldadas por el poder que otorga la posibilidad de emitir decretos presidenciales, y muchas de ellas sin duda se cumplirán. A largo plazo, los resultados serán devastadores para Argentina.
Aunque, una vez más, no carecen de precedentes. En la década de 1990, el gobierno de Menem supervisó la venta masiva de activos públicos, la vinculación del peso al dólar (en la práctica, un plan de dolarización) y la liberalización de los mercados, todo ello bajo el lema del control de la inflación y la austeridad. Estas medidas acabaron provocando un desempleo masivo (oficialmente superior al 20%), tasas récord de precariedad e indigencia (más de la mitad de la población), la deslocalización de gran parte de la capacidad productiva de Argentina y la absorción de la economía nacional por las multinacionales y un descontento social extremo.
La victoria de Milei sugiere que el recuerdo de estos años se ha desvanecido para gran parte del electorado argentino, que se ve abrumado por una tasa de inflación superior al 185% para 2023 y un fuerte aumento de la inseguridad, avivado por las noticias diarias que circulan en los grandes medios de comunicación y las redes sociales.
Los próximos meses mostrarán hasta qué punto el nuevo gobierno de Milei será capaz de hacer avanzar su agenda neoliberal y si su gobierno mantendrá el apoyo a medida que se apliquen las medidas anunciadas. La respuesta de los sectores populares argentinos, históricamente combativos, podría ser decisiva. Lo que es seguro es que, para la oposición política y para la mayoría de los trabajadores, el camino por recorrer será duro.
Tal vez la verdadera novedad del programa ultraneoliberal de Milei sea su franqueza. Los nuevos ministros y portavoces del Gobierno ya han advertido a los argentinos que empiecen a prepararse para los días de austeridad que se avecinan. Milei también ha declarado que hará frente a cualquier forma de protesta social con medidas represivas extremas, remontándose a los días más oscuros de la dictadura cívico-militar.
Una de las grandes sorpresas de la victoria de Milei en noviembre fue que contó con el apoyo de los sectores obreros de Argentina, tradicionalmente identificados con el peronismo: el 50,8% de los votantes asalariados, el 47,4% de los pensionados, el 50,9% de los votantes del sector informal, el 52,3% de los trabajadores del comercio y casi el 30% de la base peronista tradicional votaron a Milei. Sumados al 25% o 30% de los votantes que constituyen la base derechista de Milei, alrededor del 53% del voto de los menores de treinta años y los votos transferidos de la derecha tradicional y la clase alta que apoyaron a la coalición Juntos por el Cambio de Mauricio Macri y Patricia Bullrich, ese electorado proporcionó una cómoda victoria a Milei.
Sin embargo, a pesar del rotundo éxito de Milei en las primarias de agosto y en la segunda vuelta de noviembre —por no hablar de su prolongado protagonismo mediático—, la frase que circula en las esferas políticas e intelectuales de Argentina es «no lo vimos venir». Esa fue la postura oficial del gobierno peronista saliente de Alberto Fernández Y Cristina Kirchner, así como del candidato en funciones Sergio Massa. La campaña de Massa trató de menospreciar a Milei como una caricatura política secundaria, sin éxito.
Ignorada por la clase política y los medios de comunicación, la coalición de extrema derecha de Milei marca el endurecimiento de unos cambios socioeconómicos a los que se ha prestado poca atención. Tras un análisis más detallado, la inflación persistente y aguda sin una respuesta gubernamental eficaz, los enormes desafíos que dejó la pandemia, la creciente influencia de las redes sociales y la marcada polarización del discurso político han hecho del ascenso de una personalidad como Milei —la versión argentina de Jair Bolsonaro o Donald Trump— un fenómeno predecible.
La pregunta, entonces, es por qué el «Plan Motosierra» de Milei resonó entre los pobres y los trabajadores de Argentina, que son los que más sufrirán con sus políticas. Una explicación es que Milei llega en la cresta de una ola neoliberal que, durante décadas, ha erosionado el Estado de bienestar y la tradicionalmente fuerte base industrial de Argentina (reflejada en el hecho de que, entre los años 50 y 70, Argentina disfrutó de largos periodos de pleno empleo). Esta ola neoliberal ha traído consigo la adopción incondicional de una racionalidad económica que antaño parecía ajena al sentido común argentino.
Durante la administración neoliberal de Mauricio Macri, de 2015 a 2019, se volvió un lugar común en Argentina hablar de «los elefantes que nos pasaron por arriba», refiriéndose a las políticas socioeconómicas regresivas implementadas por el macrismo. Esas políticas incluían una masiva deuda financiada por el Fondo Monetario Internacional, alta inflación y fuga de capitales, que los medios de comunicación del país en su mayoría ignoraron u ocultaron.
Sin embargo, había otro elefante en la habitación, y muchos fallaron en reconocerlo: el fuerte crecimiento del sector laboral informal y precario, que existía al margen de cualquier organización laboral o programa social del gobierno. El considerable y creciente sector informal ha estado notoriamente ausente del debate público argentino desde hace una década, y los economistas y los dirigentes políticos suelen seguir considerándolo un fenómeno pasajero, no representado y sin voz política. Era cuestión de tiempo que una figura como Milei comenzara a utilizar un lenguaje que resonara con este nuevo sector de la clase trabajadora.
Formado por trabajadores autónomos, eventuales y de servicios, este sector creció exponencialmente durante la pandemia. Si bien muchos argentinos sufrieron durante los estrictos períodos de cuarentena que duraron la mayor parte de 2020 y hasta 2021, la pandemia golpeó con especial dureza a este nuevo grupo de trabajadores informalizados y sin contrato, ya que muchos continuaron trabajando durante todo ese tiempo sin las protecciones sociales que recibían otros sectores.
Oficialmente conocido como Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio, el mandato de encierro nacional puso en evidencia las contradicciones y complejidades que implica tener que elegir entre cuidar la salud pública y cuidar la economía. El gobierno de Alberto Fernández llegó al poder en diciembre de 2019, apenas unos meses antes de que la pandemia obligara a la nueva administración a aprobar un paquete de medidas como la ATP (Asistencia para el Trabajo y la Producción) —subsidios salariales a trabajadores formales para evitar despidos y cierres de empresas— y el IFE (Ingreso Familiar de Emergencia), una garantía de ingresos destinada a los trabajadores más precarios y desempleados.
Sin embargo, el número de beneficiarios del IFE se calculó muy mal: fueron once millones de personas las que solicitaron fondos que el gobierno había presupuestado solo para entre tres y cuatro millones. Aunque supuso un coste considerable para el presupuesto nacional, el gobierno de Fernández acabó concediendo IFE a diez millones de personas. En su momento se asumió que el gobierno había cometido un descuido, en el peor de los casos, dando cierta credibilidad a las acusaciones de incompetencia administrativa. Pero la realidad, ahora lo sabemos, era otra: el nuevo gobierno no había sabido ver hasta qué punto la estructura del tejido social y la fuerza de trabajo de Argentina se habían transformado y deteriorado durante los últimos años.
Las políticas posteriores del gobierno de Fernández, de las que se hizo eco la campaña de Sergio Massa, siguieron ignorando al nuevo trabajador informal. En los últimos cuatro años, la política social se ha dirigido a los dos grupos de trabajadores más grandes y visibles de Argentina: los trabajadores asalariados y los segmentos de lo que en Argentina se conoce como «economía popular», alineados con el sindicalismo de movimientos sociales de organizaciones como la UTEP (Unión de Trabajadores de la Economía Popular), formalmente autorizados a recibir y redistribuir subsidios gubernamentales y planes de trabajo por asistencia social entre los trabajadores informales. Además del error de cálculo del IFE, lo que mostraron las exclusiones del gobierno de Fernández fue la existencia de amplios sectores de la clase trabajadora no incluidos en ninguno de los dos grupos.
Este grupo excluido está formado por una variada gama de trabajadores no registrados o en negro, sin ningún beneficio de la seguridad social, y los llamados monotributistas, una categoría variopinta que agrupa a contratistas autónomos, trabajadores de microempresas, pequeños empresarios que no generan suficientes ingresos para figurar en el sistema tributario nacional, profesionales diversos y contratistas precarios del Estado, entre otros. En esta última categoría se incluyen también las trabajadoras domésticas, los trabajadores de plataformas asociadas a aplicaciones de reparto como Uber y Rappi, los comerciantes autónomos, los vendedores ambulantes, los jóvenes que fluctúan entre empleos de corta duración y mal remunerados y los autónomos. Junto a ellos existe un número menor de trabajadores cooperativistas que, por no haber sido considerados nunca como mantenedores de una relación laboral diferenciada, también entran en el régimen fiscal monotributista.
Si analizamos más detenidamente este grupo, encontramos que, lejos de ser una minoría, constituye una porción considerable de la población trabajadora argentina, son abrumadoramente jóvenes y —salvo quienes se dedican al trabajo doméstico— son mayoritariamente varones. Muchos de estos trabajadores se han sentido ignorados por el grueso de las políticas públicas argentinas. Por ejemplo, durante la pandemia, cuando muchos de ellos no pudieron trabajar o tuvieron que hacerlo en condiciones inseguras, no recibieron el ATP y fueron excluidos en gran medida del IFE. Como monotributistas o trabajadores en negro, siguen estando excluidos de la mayoría de las redes de seguridad social de Argentina.
Susceptibles a una campaña mediática que vilipendiaba la gestión de la pandemia por parte del gobierno, inhibidos socialmente por las medidas de bloqueo y crónicamente mal pagados, las condiciones estaban maduras para que crecieran los resentimientos. Para la gran mayoría de estos trabajadores, el Estado no solo estaba ausente, sino que se había olvidado de ellos, incluso cuando se les consideraba «esenciales» y suministraban los alimentos y bienes que consumían los «autorizados» recluidos por la pandemia.
Como en prácticamente todos los aspectos de la vida social, la pandemia exacerbó y aceleró tendencias existentes que ya estaban surgiendo de forma más lenta y vacilante. El «elefante» trabajador informal eludió a todos, gobierno y oposición por igual. Fue ignorado hasta que el fenómeno Milei llamó su atención. Y Milei le ha devuelto el favor reconociendo su desesperación y capitalizando sus sentimientos.
Las transformaciones en la estructura social surgen gradualmente y tardan en verse, hasta que un día finalmente estallan. No es la primera vez que tal explosión ocurre en Argentina. En los años cuarenta, la intensidad del apoyo obrero a Juan Domingo Perón sorprendió a las clases dirigentes, a la intelectualidad, a la izquierda y al propio Perón. El triunfo de Raúl Alfonsín en 1983 en el retorno de la democracia fue otro de esos momentos. La revuelta de masas que sacudió Argentina el 19 y 20 de diciembre de 2001 también apareció como un huracán repentino, imparable y sin destino claro. Argentina se encuentra ahora en un momento similar: el descontento de las masas es palpable, así como la necesidad de esperanza y de un salvador. Pero, ¿por qué Milei representa ese salvador para tantos argentinos? ¿Por qué una utopía de extrema derecha seduce ahora a gran parte de la clase trabajadora?
El atractivo de Milei para estos sectores desencantados y furiosos de la clase trabajadora reside en un discurso que combina soluciones radicales (aunque mágicas), un enemigo fácil y un futuro imaginario: una ficción desquiciada que promete una nueva vida deshaciéndose del Estado y de «la casta política» que durante demasiado tiempo ha ignorado a los trabajadores y a los pobres y los ha abandonado a su suerte. El discurso «disruptivo» de Milei se basa en una ideología de neoliberalismo extremo cuyo objetivo último, parafraseando a David Harvey, es la reconstitución del poder de clase. Donde antes los villanos de esta ideología eran el Estado del bienestar y el comunismo, ahora aparecen nuevos apoderados. Para el macrismo fue el populismo del kirchnerismo, el peronismo de Néstor y Cristina Fernández de Kirchner. Para Milei, como para Bolsonaro, se trata de un vago comunismo que incluye desde los centristas hasta la más radicalizada de las izquierdas.
Lo que hace único a este nuevo neoliberalismo de extrema derecha es que su ideología es demasiado burda para las clases acomodadas, que quieren dominio pero también previsibilidad para sus intereses empresariales. El mensaje de Milei no es un discurso preparado para la clase empresarial, aunque el propio Milei piense que lo es y aunque muchos intereses empresariales y comerciales se taparan la nariz y lo votaran en la segunda vuelta electoral. En realidad, Milei articula un discurso nihilista para el nuevo proletariado contra sí mismo y sus propios intereses.
El trasfondo de ese nihilismo es la impotencia del gobierno de Alberto Fernández para satisfacer siquiera nominalmente las elevadas expectativas sociales que lo llevó al poder en 2019. La ineficacia de la administración saliente puede vincularse a varios factores: las incumplidas metas de un «gobierno tranquilo»; el faccionalismo permanente que lo inmovilizó al crear una oposición interna muchas veces más dura que la oposición oficial y sus aspiraciones fallidas de mediar acuerdos con la oposición y los principales sectores económicos. En general, la administración Fernández ha estado marcada por una falta de agudeza teórica y política que quedó expuesta cuando no supo responder a los problemas estructurales de la nueva configuración social de Argentina.
Por supuesto, este no es un problema exclusivo de Argentina. Los paralelismos entre Milei y Trump, Bolsonaro, la ultraderecha europea y otros ultraderechistas latinoamericanos, como el chileno José Antonio Kast y el colombiano Rodolfo Hernández —dos figuras que estuvieron a punto de llegar al gobierno en las últimas elecciones— muestran que Argentina no es la excepción sino la nueva regla.
La capacidad de Milei para pulsar la frustración de buena parte de la sociedad argentina no absuelve al gobierno saliente y al proyecto político asociado al kirchnerismo. Como en otros países donde se ha impuesto el autoritarismo, el progresismo y la izquierda se han mostrado incapaces de comunicar un proyecto alternativo convincente a una amplia franja de la clase trabajadora a la que dicen representar. Con demasiada frecuencia, los izquierdistas —en Argentina y en el mundo— hemos fracasado a la hora de ofrecer algo más que un retorno a los «buenos tiempos», ignorando que para los más marginados ese período nunca fue realmente tan bueno. Ya sea desde el progresismo tibio o la izquierda radical, hemos estado tan ocupados defendiendo victorias pasadas que rara vez hemos ofrecido propuestas claras y completas para futuros alternativos.
La izquierda argentina parece que solo puede ofrecer más de lo mismo, que es precisamente lo que Milei y sus seguidores han redefinido eficazmente como la causa de todos los males. No existe un proyecto (mucho menos un discurso alternativo) para los perdedores de la actual realidad socioeconómica. Incluso la «economía popular» y las otrora esperanzadoras perspectivas del sindicalismo del movimiento social parecen demasiado conservadoras para los olvidados sectores informales de Milei, y su reivindicación de los programas de trabajo suena demasiado a la monotonía de la que quieren escapar los trabajadores autónomos e informalizados, los trabajadores por cuenta propia y los trabajadores de plataformas.
Si no logramos articular un proyecto para mejorar los ingresos, las condiciones de vida y las capacidades productivas de todo el pueblo trabajador, las soluciones que hoy ofrecen las organizaciones representativas de la clase trabajadora argentina nunca serán suficientes. Si la izquierda no logra construir y comunicar efectivamente un proyecto transformador que dé esperanza a las crecientes filas del proletariado emergente, lo mejor que podemos hacer es esperar el fracaso de esta última ola de autoritarismo ultraderechista, que sin duda tendrá un costo social, económico, político y cultural intolerable.