Desde apenas el 13% de las superficies cultivadas –no precisamente las sojeras- se produce la mayoría de los alimentos frescos que llegan a nuestras mesas. Se trata de modelos de agricultura alternativos a los que tienen enorme representación mediática y que no reciben respuestas ni políticas gubernamentales. En épocas de inflación y cuando solo 20 empresas concentran el 74% de las ventas de alimentos, pierden los que menos tienen.
Ante una inflación que no cesa y encarece el costo de vida, el 30 de diciembre pasado, los productores de la Unión de los Trabajadores de la Tierra (UTT) –en articulación con otras organizaciones sociales como la Red de Comedores por una Alimentación Sana y Soberana, el grupo ambientalista XR y los Curas Villeros– cerraron el año con otro verdurazo y frutazo en el barrio de Constitución, en la Ciudad de Buenos Aires, en el cual entregaron más de 15.000 kilos de alimentos, “en solidaridad con el pueblo y en reclamo de políticas públicas para el sector”.
La organización está compuesta por más de 25.000 familias pequeño productoras, que forman parte del 66% de las unidades productivas que desde apenas el 13% de las superficie cultivadas (según el Censo Nacional Agropecuario de 2002) produce la mayoría de los alimentos frescos que llegan a las mesas de los argentinos, y que desde hace años reclaman y esperan políticas específicas vinculadas al acceso y uso de la tierra y el agua, así como otras políticas públicas que les permitan mantenerse productivos y competitivos. Por ejemplo, la sanción de una ley de acceso a la tierra, por la que vienen luchando desde el año 2016.
“Es triste que el Gobierno no tenga políticas para el sector. Somos quienes alimentamos al pueblo, pero las tierras no son nuestras, alquilamos y tenemos casillas de madera, porque si a los tres años los dueños no quieren renovar los contratos, tenemos que irnos con lo que tenemos”, cuestiona Zulma Molloja, una de las productoras que integra la UTT.
“Una tendencia que se viene manifestando sin mayores modificaciones en las últimas décadas, con mínimas diferencias en los discursos y en las políticas de los sucesivos gobiernos, es la discriminación negativa y la falta de reconocimiento hacia la agricultura familiar, campesina e indígena como un sector o un conjunto de sectores productivos”, sostiene el ingeniero agrónomo Carlos Carballo, que fue coordinador de la Red de Cátedras Libres de Soberanía Alimentaria y colectivos afines (Red CALISAS), y considera que este es un tema “central” para poder generar y sostener alternativas que contribuyan a generar cambios en el modelo productivo y hacia una producción agroecológica de alimentos.
El Informe Anual sobre la Situación de la Soberanía Alimentaria en Argentina, recientemente publicado por la Red CALISAS –que nuclea a más de 60 espacios constituidos en universidades públicas, instituciones de educación superior y organizaciones sociales comprometidas por una alimentación sana, segura, sabrosa y soberana–, la Ley 27.118 de Reparación Histórica de la Agricultura Familiar para la Construcción de una Nueva Ruralidad en Argentina, promulgada en el año 2015, todavía espera ser reglamentada. Eso no solo limita su implementación sino también la de diversas iniciativas, como el Programa Nacional de Formalización, Valor Agregado y Comercialización para la Agricultura Familiar Campesina Indígena; el Programa de Inserción Económica de los Productores Familiares del Norte Argentino (PROCANOR) y el Proyecto de Inclusión Socio Económica en Áreas Rurales (PISEAR).
Según datos que recopila el informe, si se analiza la superficie agrícola cultivada total y la cultivada por establecimientos de hortalizas, esta última es realizada principalmente por agricultura familiar (59%), mientras que la participación de este sector no supera el 30% en la producción de oleaginosas, cereales y legumbres, y apenas lo supera en el caso de los frutales. En cuanto a la producción animal, la agricultura familiar de la Argentina maneja el 82% del rebaño caprino y el 64% del rebaño porcino, un 25% del rebaño ovino, un 26% del bovino de carne y un 33% de bovinos para producción de leche.
Otro de los problemas del sector, que es “transversal en las distintas regiones, es la expulsión de la tierra, incluso por la violencia, utilizando todos los medios posibles”, agrega Carballo y aclara que estos datos surgen de seis encuentros de trabajo de la Red Calisas que reunieron a productores, consumidores y organizaciones afines de todo el país, en los que se debatieron distintas cuestiones relacionadas con la soberanía alimentaria, como las dificultades de acceso y uso de tierras y agua, la necesidad de potenciar la educación y comunicación de estas temáticas, los problemas de acceso a la canasta básica de alimentos y el rol del consumo. Los datos recolectados en estos encuentros están plasmados en el informe, que tiene la intención de lograr que la soberanía alimentaria, entendida como el derecho colectivo de los pueblos a ejercer el control sobre sus sistemas alimentarios (y que incluye “un contenido programático-político que ofrece una salida colectiva necesaria, urgente y posible a los múltiples problemas que provoca el sistema agroindustrial dominante”), se convierta en política de Estado.
“La mirada que tradicionalmente teníamos, en relación con la soberanía alimentaria, estaba muy centrada en el sistema agroalimentario, que tiene que ver con la producción de alimentos, cómo es el modelo productivo, quiénes y cómo producen, qué tecnologías utilizan, cuáles son las consecuencias del uso de esas tecnologías, el avance de la concentración de la tierra y la expulsión de los trabajadores familiares, campesinos e indígenas. Pero, gradualmente, fuimos reconociendo que la Argentina es el país más urbano de América Latina, que el 92% de nuestra población vive en ciudades y que el 60% de la población vive en ciudades de más de 500.000 habitantes, es decir, ciudades grandes”, detalla Carballo.
Este dato es relevante ya que la población urbana no produce ningún tipo de alimento o lo hace marginalmente, por lo que su alimentación depende de los ingresos monetarios que perciban, vinculados a la venta de trabajo, productos o servicios. Así, el aumento de los precios de los alimentos debido a procesos especulativos e inflacionarios tiene un efecto directo en la Soberanía Alimentaria de la población, ya que reduce el poder adquisitivo y, por lo tanto, la cantidad y calidad de los alimentos adquiridos por los hogares.
Frente a esto, en la Argentina se observa una situación que parece contradictoria, ya que si bien actualmente se registra uno de los valores históricos más bajos de desocupación, el hecho de tener empleo, incluso formal o en relación de dependencia, con todas las coberturas sociales, no alcanza para cubrir las necesidades básicas de alimentos. “Tenemos casi 45% de población pobre y mucha de esa gente no es desocupada o subocupada, si no que es población pobre en relación de dependencia”, destaca Carballo, y afirma que para buscar soluciones a esta problemática ya han comenzado a conversar con las centrales de trabajadores sobre temas que hasta ahora parecían secundarios o que no eran centrales en la problemática que hacía, incluso, a la discusión de paritarias.
“El debate sobre la canasta básica nos parece fundamental y tiene que ser incorporado por los tres grandes grupos de trabajadores organizados del país, además de la CTEP: ¿De qué hablamos cuando hablamos de canasta básica de alimentos? ¿Quién les pone los precios a los alimentos de esa canasta básica? ¿Nos estamos alimentando en forma saludable o la canasta básica no contempla factores que tienen que ver con la alimentación sana segura y soberana?”, ejemplifica Carballo.
En paralelo, el especialista advierte sobre la necesidad de reconocer el fracaso de las políticas de precios cuidados, precios justos, precios máximos o similares para generar condiciones distintas que faciliten el acceso a la alimentación a la mayor parte de nuestra población. “Es necesario fortalecer las alternativas que se vienen planteando, en las que distintos actores de la economía social puedan manejarse con esos precios, que compitan en el mercado y que sean empresas testigo”, sugiere el especialista.
Otro de los datos significativos que se desprenden del informe es que, si bien la Argentina es un ejemplo a nivel internacional porque produce el 99% de sus alimentos (y hasta podría producir el 100% de ellos), también es uno de los países adonde el incremento de las enfermedades no transmisibles, vinculadas al consumo de productos alimenticios industrializados o ultraprocesados, se manifiesta con mayor intensidad. Según datos de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), por ejemplo, el país ocupa el tercer lugar a nivel regional y el 14 a nivel mundial en ventas de productos ultraprocesados (en base a registros de compras entre el 2000 y el 2013).
“Los datos son alarmantes, todas las encuestas poblacionales dan cuenta de que, si bien la malnutrición adopta múltiples formas, la más prevalente en nuestro país es por exceso, que comprende sobrepeso, obesidad y enfermedades no transmisibles relacionadas con la alimentación”, subraya la nutricionista Andrea Graciano, que también es parte de la Red CALISAS, y advierte que las enfermedades no transmisibles son la principal causa de enfermedad y muerte en nuestro país y en el mundo. Además, en el caso de la Argentina, la prevalencia de exceso de peso en niños, niñas y adolescentes es la más alta de toda América Latina y el Caribe.
Los problemas vinculados a la malnutrición se vinculan con la transformación de los entornos alimentarios y del sistema de producción de alimentos, que está afectando no solo a la salud humana sino también a la salud animal y ambiental. “La malnutrición, en sus múltiples formas, tanto la obesidad como la desnutrición, coexisten a nivel global con otra pandemia, la del cambio climático”, afirma Graciano, y explica que algunos autores describen esto como sindemia, un concepto que se refiere a la coexistencia de pandemias que interactúan, que tienen los mismos causantes y que provocan secuelas complejas.
“Un tercio de los gases de efecto invernadero, que son los responsables del aumento de la temperatura global, provienen de los sistemas agroalimentarios. En esa producción, la ganadería industrial es responsable de la mitad de esos gases de efecto invernadero”, ejemplifica la especialista. Otro caso es el de las empresas que más contaminan con plásticos en el mundo, que están encabezadas por las grandes transnacionales que producen bebidas azucaradas y alimentos.
Esas mismas empresas contaminantes, además, concentran gran parte del mercado de productos comestibles. “Solamente 100 empresas concentran más del 70% de las ventas de alimentos y bebidas a nivel global, mientras que solo 20 empresas concentran el 74% de las ventas de alimentos en nuestro país”, explica Graciano, y agrega que, cuando se analiza por tipo de producto, la concentración es todavía mayor: “El 98% de las ventas de gaseosas corresponde a solo dos empresas y más del 70% de los panes son comercializados por una única compañía”, ejemplifica. De manera similar, también están concentrados los puntos de venta, ya que más del 50% de las ventas de alimentos y bebidas en el país se hace a través de tres cadenas de supermercados, mientras que apenas seis concentran más del 70% de las ventas.
Para revertir esa situación se necesitan políticas públicas que puedan ponerle un freno a la industria alimentaria, que desde hace décadas despliega estrategias de marketing y publicidad agresivas que transforman los modos de consumo. Al respecto, Graciano celebra la sanción de la denominada Ley de etiquetado frontal de alimentos, como un “primer paso” pero enfatiza en la necesidad de su correcta implementación y fiscalización, para que la política tenga éxito. Asimismo, se refiere a la importancia de avanzar con otras políticas públicas complementarias, como regular los puntos de ventas y otros entornos alimentarios que no están incluidos en la norma, como comedores, centros de salud y otras instituciones comunitarias, así como la implementación de impuestos sobre bebidas y ultraprocesados, con el fin de desalentar el consumo de productos que pueden dañar la salud.
En paralelo, para promover el consumo de productos frescos y saludables elaborados por productores locales, pequeños o familiares, Carballo destaca la necesidad de fortalecer el vínculo con los consumidores, no considerándolos como clientes o sujetos de marketing, sino como consumidores con los que se tenga una relación de confianza, de compromiso y cooperación.
“Tenemos que ganar en confianza, compromiso y cooperación con sectores urbanos, que necesitamos que estén cada vez más activos y organizados. En este punto, nos parece que es clave el rol de los sindicatos, las mutuales y las cooperativas urbanas”, considera Carballo. Y concluye: “En distintos lugares del informe decimos que algunas de nuestras propuestas pueden parecer utópicas, pero la metodología que seguimos demuestra que muchas de las cosas que proponemos son posibles, puesto que las estamos haciendo. La sociedad está construyendo experiencias innovadoras y creativas, de una enorme potencialidad transformadora, que requiere pasar de la propuesta puntual a nivel de municipio o comunidad, a ser políticas públicas asumidas por el conjunto de la sociedad”.
FUENTE: TSC-UNSAM.