Quiroga en su casa de la selva misionera
Por Diego Tatián*
(para La Tecl@ Eñe)
Desterrado en Chile durante el rosismo, Domingo Faustino Sarmiento publicaba por entregas el Facundo. Tras vibrantes páginas de escritura torrencial se llega al capítulo séptimo, donde el sanjuanino contrapone Córdoba y Buenos Aires, pues para comprender a Quiroga -sostiene con singular ortografía, que mantendremos en las citas-, es necesario “trazar la carta jeográfica de las ideas i de los intereses que se ajitaban en las ciudades”. El contraste entre ambas no puede ser mayor. “En cada cuadra de la suscinta ciudad -dice de Córdoba- hai un soberbio convento, un monasterio, o una casa de beatas o de ejercicios. Cada familia tenia entónces un clérigo, un fraile, una monja, o un corista” –lo que no impedía que esos conventos y monasterios estuvieran rodeados de rancherías contiguas en las que “mulatillas de ojos azules, rubias, rozagantes, de pierna bruñida como el marmol; verdaderas circasianas dotadas de todas las gracias” sirvieran como “cebo a las pasiones humanas, todo para mayor honra i provecho del convento a que estas huríes pertenecían”.
De un solo trazo, la topología sarmientina establece los puntos principales de un boceto menos urbano que espiritual: hacia el poniente un estanque “de aguas muertas” encerrado por verjas de hierro; en la plaza principal la Catedral y a una cuadra de ella el convento de la Compañía de Jesús, donde desembocan túneles que se extienden por debajo de toda la ciudad para disimular calabozos en los que “la Sociedad sepultaba vivos a sus reos”. Y rodeada de conventos, la célebre Universidad de la que, dice Sarmiento, han salido muy distinguidos abogados, “pero literatos ninguno que no haya ido a rehacer su educacion en Buenos-Aires i con los libros modernos”. Una ciudad que no tiene teatro, que no conoce la ópera y en la que no hay de diarios: “Córdova no sabe que existe en la tierra otra cosa que Córdova”.
El Facundo interroga así dos ciudades a través de sus palabras. Mientras en Buenos Aires -“una ciudad entera de revolucionarios”- el Contrato social (que Moreno había traducido o hecho traducir en 1810) va de mano en mano, y Voltaire, Montesquieu, Tocqueville y Adam Smith circulan como el pan, en ese “claustro encerrado entre barrancas” que lleva el nombre de Córdoba “la conversacion de los estrados rueda siempre sobre las procesiones, las fiestas de los santos, sobre exámenes universitarios, profesion de monjas, recepcion de las borlas de doctor”; el ergo se oye en las cocinas y se desprecia los idiomas vivos, no sólo en la Universidad: también los artesanos, los mendigos, los ganapanes y los locos de la ciudad están inmersos en el latín y razonan en sus disputas como lo hacen los tratados teológicos.
Frente a la ciudad comercial y revolucionaria del puerto, se yergue una “catacumba española” sumida por completo en una lengua muerta. “No sé -agregaba por fin Sarmiento no sin desesperación- si en América se presenta un fenómeno igual a este; es decir, los dos partidos, retrógrado i revolucionario, conservador i progresista, representados altamente cada uno por una ciudad civilizada de diverso modo, alimentándose cada una de ideas estraidas de fuentes distintas: Córdova, de la España, los Concilios, los Comentadores, el Dijesto; Buenos-Aires, de Bentham, Rousseau, Montesquieu i la literatura francesa entera”, así diferenciadas por los libros y por las palabras que se pronuncian en una y otra. Puesto que no era una ciudad precisamente balbuciente, tampoco podía Córdoba ser simplemente considerada la capital de la barbarie sino más bien algo peor: una anomalía de la civilización, un exabrupto contranatura, un monstruo cultural.
Extraída de esta página -no resultará insignificante añadir que cuando escribió el Facundo su autor jamás había estado en Buenos Aires, ni en Córdoba-, una línea establece la incertidumbre que perdura desde entonces: “Hasta donde puede esto influir en el espíritu de un pueblo ocupado de estas ideas durante dos siglos, no puede decirse…”.
Años más tarde, en uno de los grandes textos que fue capaz de producir, Córdoba se debatía exactamente contra esa tradición de lenguaje y la denostación cultural de la Revolución, que es su mayor implícito. En las primeras líneas del Manifiesto liminar, que Deodoro Roca escribe pero no firma, se da por consumado un acto que no carece de vínculo con la página sarmientina que comentamos, y que consta de dos momentos: haber roto “la última cadena”, y haberse decidido a “llamar a las cosas por su nombre”. Una emancipación historicopolítica -romper con “la antigua dominación monástica y monárquica”, a la vez que “borrar para siempre el recuerdo de los contrarrevolucionarios de mayo”-, y una liberación del lenguaje. Las palabras de las que el texto se vale para llamar “por su nombre” al estado de cosas universitario que acaba de ser destituido (“mediocridad”, “ignorancia”, “insensibilidad”, “burocracia”, “rutina”, “anacronía”, “sumisión”…), enseguida dejan paso a otras que procuran nombrar positivamente lo que aún no tiene nombre, el acontecimiento del que ese texto de intervención dirigido a “los hombres libres de Sudamérica” es el registro inmediato, casi simultáneo.
El “sagrado derecho a la insurrección” que en 1918 se activa una vez más contra un “régimen administrativo”, contra un “método docente” y contra un “concepto de autoridad”, parece inmediatamente experimentar una excedencia que busca su propia comunicación, su expansión en el espacio y su transmisión en el tiempo. Se vive como una “revolución de las conciencias” que se abisma más allá de ellas hacia lo inexperiementado, en todas direcciones: reforma social, revolución cultural, fraternidad continental. Rareza innominada que, con prosa casi exhausta, la última línea del Manifiesto llama “la obra de la libertad”. Una obra no de Córdoba sino contra Córdoba.
El contrapunto entre dos ciudades de palabras tan distintas que Sarmiento detecta -o imagina- con precisión y brutalidad a la vez, no ha sido ajeno a la formación de un “idioma de los argentinos”, si es que esa singularidad jovenborgiana realmente existe. Desde entonces le han sucedido muchas cosas –le han sucedido la literatura y la muerte; le ha sucedido la historia. En escritores como Macedonio Fernández, Juanele Ortiz o Borges mismo es posible sentir un estado de felicidad de la lengua -no así por ejemplo en la de Arlt ni en la de Quiroga, que tuvo una vida rodeada de muerte.
Siendo niño, Horacio Quiroga vivió durante casi cinco años en Córdoba. Pocos meses después de haber nacido en la ciudad uruguaya de Salto, su padre -que era nieto de Facundo- se mató accidentalmente con la escopeta al finalizar un día de caza. Ocurrió frente a toda la familia, incluido el pequeño Horacio. Poco después, su madre decidió mudarse a Córdoba con los cuatro niños que debía criar. Ningún rastro queda de ese paso por la ciudad que Sarmiento había definido como un “claustro encerrado entre barrancas”. En su biografía de Quiroga, Pedro Orgambide sólo menciona un recuerdo -que no es un recuerdo cualquiera, como si el espíritu más íntimo de la ciudad hubiera sido captado por el pequeño Horacio-: el de una procesión a la que acude con su madre. “Le impresionan los rostros, las mujeres vestidas de negro, el sacerdote que imparte la bendición, las beatas arrodilladas en las veredas”[1]. En Córdoba, donde vivió hasta la edad de cinco años, Quiroga -podemos presumir- aprendió a hablar y hasta quizá alcanzó a contraer la característica tonada, que habrá perdido de inmediato tras el regreso a Salto en 1883.
Muchos años después imaginó para sus cuentos un título abismal -quizá uno de los puntos más altos de nuestra lengua. En el primer tomo de sus aluvionales Recuerdos de la vida literaria Manuel Gálvez relata que en 1916, inmediatamente después de fundar la Cooperativa Editorial Buenos Aires, le propuso a su amigo editar allí un libro suyo. Parco, Quiroga seleccionó algunos cuentos ya publicados en Caras y Caretas y se los entregó con este título: Cuentos de amor de locura y de muerte, “y no quiso que le pusiera coma alguna entre las palabras”[2]. Así logró mantenerse en la edición original de 1917, pero desde entonces, tal vez por la demencia que trasunta, los editores suelen domesticarlo de este modo: Cuentos de amor, de locura y de muerte, que el mínimo añadido de la coma después de “amor” destruye completamente. La perfecta prescindencia de ese signo en el nombre original produce una circularidad vertiginosa y voraz en la que casi no es posible hacer pie: amor por la locura, locura que ama; amor por la muerte, muerte que ama. La íntima inherencia del amor, la locura y la muerte lograda por apenas la sustracción de la coma es destruida por su reposición, que convierte un título arrebatado al infierno en una simple enumeración.
La importancia para su literatura de Tolstoi y Dostoievski; de Conrad y Melville; de Baudelaire y Verlaine; de Emerson y Thoreau; de London y Kipling (aunque sea verdad que Borges haya dicho lo que se le atribuye: “Quiroga es en realidad una superstición uruguaya que escribía mal lo que Kipling escribió bien”), hace que la tradición en la que se reconocen sus cuentos en la selva sea “el universo entero”. El universalismo quiroguiano se desvía el postulado por Borges en “El escritor argentino y la tradición”, y lo tensa. Pero no hay ningún deliberado color local en sus historias, sin embargo, locales.
Un campo de fuerzas literarias se forma en Buenos Aires en 1926. En ese año preciso Güiraldes publica Don Segundo Sombra, Arlt El juguete rabioso y Quiroga -que había vuelto de la selva misionera tras el suicidio de su primera mujer- Los desterrados. Como la de tantos otros libros, su marca en lo que decimos y el modo en que lo decimos es incierta, pero abona una memoria involuntaria de la lengua que se independiza de ellos y de su lectura.
Los que hablamos una lengua somos el campo de batalla diferido de los que la hablaron alguna vez, en el sentido en que los vivos lo son de los muertos según enseña Marx en el comienzo del Dieciocho Brumario –con la salvedad de añadir que, como los vivos, los muertos están en guerra entre sí y no sólo conjuran las revoluciones, a veces las inspiran. No obstante su indisponibilidad -o gracias a ella-, la memoria involuntaria de una lengua atesora sentidos incodificados con los que hacer frente a la “pesadilla” que inhibe el deseo de abrir el mundo hacia un porvenir desconocido. O al menos resistir la miseria de los tiempos y la derrota cultural que se intenta imponer para siempre: la pérdida de todo interés por la vida de los otros.
Referencias:
[1] Pedro Orgambide, Horacio Quiroga. Una biografía, Planeta, Buenos Aires, 1994, p. 16.
[2] Manuel Gálvez, Recuerdos de la vida literaria (I), Taurus, Buenos Aires, 2002, p. 269.
*El autor es investigador del Conicet y docente de la UNSAM.