Sobre el entrelazamiento del pensamiento social con las emociones

A partir del caso israelí, la autora desarrolla en su libro La vida emocional del populismo un amplio análisis sobre la influencia de las estructuras afectivas en las «ideologías viciadas» y en las tendencias que, en el presente, parecen estar vaciando la democracia desde adentro.

Fascismo y democracia: el gusano en la manzana

 

Fascismo y democracia: el gusano en la manzana

Protestas contra Benjamin Netanyahu, 2023.

En 1967, en una conferencia pronunciada en Viena, Theodor W. Adorno ofreció a su auditorio observaciones de una notable relevancia para nuestro tiempo, a pesar de las diferencias enormes que nos separan de aquella época. Aunque oficialmente el fascismo había colapsado, las condiciones para los movimientos fascistas, afirmó, seguían activas en la sociedad. El culpable principal era la tendencia a la concentración de capital, una tendencia aún imperante, que sigue creando «la posibilidad de desclasamiento, de degradación, de unas capas sociales que, según su conciencia subjetiva de clase, eran totalmente burguesas y deseaban mantener sus privilegios y su estatus social, e incluso reforzarlo». Son los mismos grupos de burgueses que bajan de categoría los que desarrollan un «odio al socialismo o lo que ellos llaman socialismo, es decir, no echan la culpa de su potencial desclasamiento a todo el aparato que lo provoca, sino a aquellos que adoptaron una posición crítica frente al sistema en el que en otro tiempo los miembros de tales grupos poseían un determinado estatus, en todo caso según las concepciones tradicionales»1.

En estas breves líneas, Adorno condensó varias ideas claves de la teoría crítica. El fascismo, para él, no es un accidente de la historia, como tampoco es una aberración; más bien, funciona dentro de la democracia y es contiguo a ella. Es, por utilizar una metáfora gastada, un gusano metido en la manzana, que pudre la fruta desde adentro, invisible a ojo desnudo. Como dice una antología sobre la Escuela de Fráncfort: «Uno de los temas principales de la temprana Escuela de Fráncfort era que resulta imposible trazar una línea nítida entre los extremos del fascismo político y las patologías sociales más cotidianas del capitalismo burgués en Occidente»2. Esto también significa que el fascismo no precisa ser un régimen en toda regla. De hecho, podría ser una tendencia, un conjunto de orientaciones e ideas pragmáticas que funcionan en el marco de las democracias. En las observaciones de Adorno también está contenida la afirmación de que el capitalismo despliega tendencias hacia la concentración de capital y de poder (una idea poco sorprendente para un marxista, que incluso a los no marxistas les costaría rebatir). Adorno aún no había sido testigo de la forma espectacular en que el capital concentrado lograría capturar procesos electorales democráticos. Se refería, pues, a la dinámica de clases que la concentración de capital creaba en el seno de las sociedades liberales. Dicha dinámica amenazaba con degradar constantemente a las mismas clases burguesas que antes habían contribuido al sistema capitalista y se habían beneficiado de él. Notemos que Adorno pone el foco en la burguesía (una mezcla de segmentos de las clases alta y media) y no en el proletariado como agente de este nuevo fascismo. Haciéndose eco de una tradición de la sociología que consideraba el fascismo como la expresión del miedo a la «movilidad descendente»3, Adorno sugiere que la misma clase que tenía y sigue teniendo privilegios es la que lo apoyará cuando los vea amenazados. Así, la pérdida de privilegios parece ser una motivación clave para apoyar a líderes antidemocráticos. (En las elecciones de 2016, el apoyo a Donald Trump fue mayor entre los grupos con ingresos altos y medios. Las personas con salarios muy bajos eran más propensas a ponerse del lado de Hillary Clinton)4. El deseo de mantener el privilegio o el miedo a perderlo es, como sugiere Adorno, una fuerza motriz de la política en general y de la política fascista en particular. El tercer punto –quizás el más significativo (al menos para mi argumento)– que contienen las sucintas observaciones de Adorno sugiere que la identificación con el fascismo encuentra sus raíces en una cierta manera de pensar sobre las causas (cómo pensamos acerca de por qué las cosas son como son) y en una cierta manera de asignar culpas y responsabilidades. La clase burguesa degradada no culpará al propio sistema capitalista de la concentración económica que socava su pérdida de estatus y privilegio. Más bien, transpondrá la culpa a quienes critican ese mismo sistema. Aun en su laconismo, Adorno nos da a entender que intentarán dar sentido a su mundo social como desde dentro de una cámara oscura, una imagen invertida del mundo exterior. Continuando con la tradición marxista de la Ideologiekritik, Adorno identifica aquí un proceso cognitivo muy importante en obra en el protofascismo: la falta de capacidad para comprender la cadena de causas que explican la propia situación social. La percepción del mundo social, sugiere Adorno, puede distorsionarse de un modo fundamental. Los burgueses (y probablemente otras clases) no pueden identificar correctamente las causas de sus pérdidas y, por tanto, no pueden unirse a quienes, aun sin defender exactamente sus intereses, al menos cuestionan el sistema responsable de su degradación.

En pocas líneas, entonces, Adorno avanza una hipótesis sobre la persistencia de las tendencias fascistas en nuestras sociedades, debida tanto a los procesos económicos de acumulación y concentración de capital como a ciertas formas de pensamiento distorsionadas o incompletas, que se encuentran sobre todo en las maneras en que construimos la causalidad, hacemos inteligibles los acontecimientos y atribuimos las culpas, apuntando a lo que en otro contexto Jason Stanley ha llamado una ideología viciada5. Una ideología viciada, como la define Stanley en How Propaganda Works [Cómo funciona la propaganda], priva a «los grupos del conocimiento de sus propios estados mentales ocultándoles sistemáticamente sus intereses»6. Cuáles son los verdaderos intereses de una clase o grupo de personas, por supuesto, no es autoevidente. Cualquier juicio al respecto se basa en ciertos presupuestos por parte del investigador que distingue entre intereses verdaderos y falsos, reclamando para sí una cierta autoridad epistémica. Cuando se intenta comprender el mundo social, adoptar tal posición de autoridad epistémica parece inevitable. Como ciudadana, yo no creo en las teorías divulgadas por qanon y otros grupos complotistas; hacer de cuenta que su visión del mundo es equivalente a la que aparece en una pieza de periodismo de investigación es una forma de mala fe. El pensamiento, cualquier tipo de pensamiento, contiene borraduras, desplazamientos, errores y negaciones. Recuperar estas negaciones y borraduras sigue siendo la vocación del análisis crítico de la sociedad.

La idea de la Ideologiekritik se ha criticado en abundancia, pero los acontecimientos políticos recientes sugieren que no podemos renunciar a ella con facilidad. Hay quienes argumentan que la Ideologiekritik suele realizarse de mala fe (criticando a los demás pero no a uno mismo)7, o que otorga demasiada autoridad al investigador, o que, sea cual fuere la elección que tome una persona, siempre será racional porque su pensamiento refleja sus objetivos. En efecto, el análisis sociológico debería respetar las razones que tienen los ciudadanos para mantener sus opiniones y elecciones: no debería burlarse ni desestimar, pero en una época en la que florecen extravagantes teorías complotistas que obstruyen los procesos democráticos de formación de la opinión ya no podemos permitirnos el lujo de suponer que todos los puntos de vista son iguales o están igualmente informados; tampoco podemos permitirnos ignorar las manipulaciones de la opinión que urde una clase política cada vez más sofisticada, extraordinariamente versada en las diversas artes de la manipulación de la opinión y del rumor. El poder de estas artes de manipulación se ha desacoplado gracias a la rápida transmisión de información en las redes sociales8. Así, contra nuestra voluntad, debemos volver a la idea de Ideologiekritik: cuando se trata de dar cuenta de la realidad, no todas las ideas son iguales.

Una ideología estará viciada si cumple las siguientes condiciones: si contradice los principios básicos de la democracia mientras que los ciudadanos realmente desean que las instituciones políticas los representen; si sus políticas concretas (por ejemplo, al pretender representar a la gente sencilla y, sin embargo, privilegiar políticas que dificultan enormemente el acceso a la propiedad de la vivienda) entran en conflicto con sus principios ideológicos u objetivos declarados; si desplaza y distorsiona las causas del descontento de un grupo social; y si es ajena o ciega a los defectos del líder (por ejemplo, a la corrupción en beneficio propio o su indiferencia por el bienestar de la nación). Sin embargo, debe quedar claro que no solo los partidarios de los protofascistas populistas caen en esta trampa cognitiva, en este punto ciego. Hay muchos ejemplos de casos así. Jerome McGann ha argumentado, por ejemplo, que la poesía romántica ha negado las condiciones materiales en las que se produjo mediante evasiones o borraduras. Los comunistas franceses que creyeron en el régimen comunista soviético durante la década de 1950, cuando ya podían conocer la capacidad asesina de Stalin, son un ejemplo no menos contundente de una ideología viciada10.

Siguiendo el pensamiento de Adorno, el fascismo continúa operando en el seno de las sociedades democráticas porque quienes se ven perjudicados por la lógica de la concentración económica no pueden unir los puntos de su cadena causal y, de hecho, pueden oponerse a quienes trabajan para desenmascararla, lo que crea un antagonismo curioso entre quienes se proponen denunciar desigualdades e injusticias y quienes las padecen. Este antagonismo se ha convertido en una característica clave de muchas democracias en todo el mundo. La cuestión de la ideología viciada es especialmente relevante en la actualidad porque en todas partes, y especialmente en Israel11, la democracia se encuentra bajo el asalto de lo que Francis Fukuyama llama «populismo nacionalista», una forma política que socava las instituciones democráticas desde dentro y que, por tanto, permite a los actores más poderosos de la sociedad –las corporaciones y los grupos de presión– utilizar el Estado para satisfacer sus propios intereses en detrimento del demos, que se siente curiosamente alienado de las instituciones que históricamente han garantizado su soberanía. Como afirman los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, las democracias no mueren solo mediante golpes militares u otros acontecimientos así de dramáticos. También mueren lentamente12. El populismo es una de las formas políticas que adopta esta muerte lenta. El populismo no es fascismo per se sino, más bien, una tendencia fascista, una línea de fuerza que pone presión en el campo político y lo empuja hacia tendencias regresivas y predisposiciones antidemocráticas. Una enorme cantidad de investigaciones ha tratado de explicar la aparición de estas tendencias fascistas13. Hay quienes la explican por la globalización de la mano de obra, que ha dejado a la clase trabajadora en una situación precaria; otros apuntan a un cambio en los valores culturales al que el populismo es una reacción. La falsa conciencia o las ideologías viciadas también se explican por la transformación de los medios de comunicación, que en muchos países han sido consolidados y comprados con la intención explícita de cambiar la «agenda liberal» de la prensa dominante. En Francia, por ejemplo, el empresario multimillonario Vincent Bolloré es propietario de varias cadenas de televisión, entre ellas Cnews, un canal de noticias 24 horas que promueve una agenda decididamente de derecha. Bolloré ha sido señalado como patrocinador de la campaña del populista de extrema derecha Éric Zemmour14. Otro ejemplo es el multimillonario estadounidense de origen australiano Rupert Murdoch, que posee cientos de medios de comunicación en todo el mundo –entre ellos, la máquina de propaganda que es Fox News en Estados Unidos– y ha sido acusado de utilizarlos para apoyar a sus aliados políticos15. En Israel, por su parte, el periódico gratuito Israel Hayom, financiado por un magnate de los casinos ya fallecido, ejerce una enorme influencia política. Así pues, la concentración de capital en todo el mundo ha tenido el efecto de forjar armas formidables para distorsionar la conciencia.

Junto con este creciente control de la información, la globalización de la economía ha dejado a las clases trabajadoras en una situación precaria16. Las políticas globalistas de Bill Clinton, como la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (tlcan), provocaron la ira de muchos votantes de clase trabajadora; el presidente del sindicato de trabajadores de la electricidad fue citado diciendo: «Clinton nos jodió y no lo olvidaremos»17. Las clases trabajadoras ya no se sienten representadas por la izquierda y cuestionan incluso la capacidad que esta tiene para articular sus intereses, un hecho que refleja la implosión de la ideología socialdemócrata en todo el mundo, y quizás el propio agotamiento del liberalismo18. La combinación de estos factores explica por qué, en algunos lugares, estamos asistiendo al auge de tendencias fascistas; no aún un fascismo pleno, pero sí una mentalidad que sin duda predispone a ello.

Me centro aquí en un aspecto de este complejo tapiz: la percepción del mundo social a través de marcos causales sociales defectuosos, es decir, explicaciones viciadas de los procesos sociales y económicos. Las palabras «defectuoso» o «viciado» pueden sentirse incómodamente cerca de «falso» y puede parecer que nos devuelven a las trampas epistemológicas y morales de la Ideologiekritik. Sin embargo, «viciado» debe diferenciarse de «falso» porque no descarta ni niega el pensamiento y el sentimiento de los ciudadanos. Contiene la posibilidad de que, aunque no sea perfecto, el pensamiento no sea falso sino que simplemente esté viciado. No es falso en el sentido de que contiene la huella de una experiencia social real que el analista debe recuperar. Estas huellas producen razones que hay que comprender y reconocer. Presto mucha atención a estas razones, como se pone de manifiesto en la docena de entrevistas que mantuve con personas que suscriben visiones de derecha, populistas y ultranacionalistas, en las que intenté comprender la coherencia interna de sus puntos de vista para preguntarme dónde y cómo se distorsionan los pensamientos sobre nuestro entorno social. Me concentro en los marcos causales (cómo explicamos nuestro mundo social) y en los modos en que afectan profundamente a la cognición y el comportamiento políticos.

Si queremos entender por qué algunos marcos pueden llegar a distorsionar nuestra percepción del mundo social, por qué somos incapaces de nombrar correctamente un malestar real, debemos llevar el pensamiento de Adorno a nuevos terrenos y captar con más firmeza que él el entrelazamiento del pensamiento social con las emociones. Solo las emociones tienen el poder multiforme de negar la evidencia empírica, dar forma a la motivación, desbordar el propio interés y responder a situaciones sociales concretas. Así, sigo la sugerencia de la socióloga sueca Helena Flam de indagar la influencia de las emociones en la macropolítica y «cartografiar las emociones que sostienen las estructuras sociales y las relaciones de dominación»19. La política está cargada de estructuras afectivas sin las cuales no seríamos capaces de entender los modos en que ideologías viciadas se cuelan en las experiencias sociales de los actores y dan forma a su significado.

Nota: este texto es un extracto de la introducción del libro La vida emocional del populismo. Cómo el miedo, el asco, el resentimiento y el amor socavan la democracia, Katz Editores, Buenos Aires, 2023. Traducción: Alejandro Katz.

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