A fines del 2019, el golpe de Estado en Bolivia abrió heridas demasiado profundas en la estructura del régimen estatal. La cúpula policial desató una huelga política contra el gobierno, mientras la plana mayor del ejército coordinaba todos sus movimientos al margen del mando constitucional y se plegaba a pedir la renuncia del presidente. En tanto el aparato represivo desobedecía a Evo Morales y resguardaba el «vacío de poder» impidiendo el ingreso de diputados oficialistas al palacio legislativo, una camarilla de políticos sin ninguna representación legítima cocinaba una «sucesión» en predios de la Iglesia católica.
Una vez consumado el sainete de la «sucesión», con la sola presencia de diputados opositores proclamando a Jeanine Añez como presidenta de Bolivia, el Tribunal Constitucional emitió un comunicado opinando oficiosamente que toda esa pantomima gozaba de constitucionalidad. Para dar forma y sentido a la fantochada, el poder mediático jugó un papel esencial: mintió sobre lo que había que mentir, ocultó lo que había que ocultar y justificó lo que había que justificar.
Así, el golpe abrió una crisis de Estado que se manifestó en todos sus flancos. Para contrarrestar semejante escenario, sin embargo, la idiotez estratégica de la derecha golpista conjugó un buen desempeño a la hora de la batalla por la destitución de Evo Morales con un pobrísimo desempeño posterior, cuando hubo que definir los pasos a seguir para consumar en el plano social lo conseguido a nivel político. La pandemia, junto a una importante rearticulación del movimiento popular, fueron los factores decisivos para terminar de derrotar a un desorientado e inepto gobierno luego del golpe.
Sin embargo, las elecciones que restituyeron los procedimientos de la democracia representativa en 2020, donde el MAS volvió a ganar con más del 55% de los votos, no fueron (no podían ser) suficientes para rearticular, al nivel del poder de Estado, todo lo que la crisis del 2019 había agrietado. Más aun: el resquebrajamiento es tan profundo que ha llegado incluso a lo único que le faltaba dividir: el propio Movimiento Al Socialismo.
Evo ha debido bajar al llano para aglutinar fuerzas en competencia con una parte de su propio partido. El eje de esta cruzada por el reagrupamiento alrededor del caudillo es mantener vivo el fuego de la admiración que los sectores populares sienten hacia todo lo que él hizo por ellos. Pero no se trata de encandilar con un futuro más prometedor: el eje está puesto en resaltar las virtudes de un pasado que, se insiste, no debe olvidarse. Así, la estrategia de los sectores nucleados alrededor de Evo pasa, sobre todo, por mantener memoria sobre lo grande e importante que fue el evismo. No sobre lo colosal que podría llegar a ser una nueva fase de reformas progresivas.
El itinerario actual de Evo Morales tiene más tragos amargos que antes, pues una buena parte de su partido, ocupado en administrar el Poder Ejecutivo, le ha hecho saber de muchas formas que ya no lo necesita. Morales es un político endurecido como resultado de su larga experiencia sindical y presidencial, pero eso no impide verlo constantemente irritado; sus denuncias sobre posibles persecuciones judiciales o sobre la ineficacia gubernamental llegan a ser tan simplistas y machaconas como para facilitar que los medios de comunicación lo muestren como un ambicioso paranoide más que como una heroica víctima.
De aquí a 2025, año de las próximas elecciones generales, Evo tiene la nada sencilla tarea de convencer primero a su base social y luego a una masa de electores que ya no le admira (por decir poco) de que lo vote, sobre la base de un planteo cuando menos curioso, que podría resumirse así: «Si vuelvo a la presidencia de Bolivia, no haré nada cualitativamente distinto de lo que ya hace Luis Arce; pero, aun así, ustedes deben preferirme».
El gobierno de Luis Arce, por su parte, está empeñado en convencer al electorado de que Bolivia puede ser largamente gobernable a través de la dinamización del mercado interno por medio de la inversión pública. La devoción por el economicismo no flaquea ni siquiera cuando el río trae algunas piedras, como la fuga de dólares al exterior o la crítica situación de las reservas de gas (principal materia prima exportable). Arce viene aplicando una política de «sustitución de importaciones» consistente en poner en marcha pequeñas y medianas empresas industriales agrícolas, que para las dimensiones bolivianas no carecen de importancia, pero están lejos de representar contratendencias sólidas a la caída sostenida de los ingresos fiscales derivada de la venta de hidrocarburos. Mientras Bolivia no sufra cimbronazos económicos, la burocracia estatal que fabrica al «Lucho presidente por cinco años más» encuentra en esa realidad inmediata la justificación para aferrarse a la receta.
La autonomía que ofrece la gestión del Estado ha ido conformando dentro del MAS un aparato de funcionarios cada vez más autosuficiente, el cual considera no tiene porqué someterse a Evo. Mientras los nuevos burócratas se repiten a sí mismos que «ningún particular es dueño del proceso de cambio ni del instrumento político», arman sus propios aparatos en las organizaciones sindicales y tejen nuevos compromisos con las cúpulas policiales y militares, retoman el coqueteo con el empresariado cruceño que financió el golpe, para, precisamente, adueñarse del gobierno, del partido y de toda esa parafernalia verbal sobre el «proceso de cambio».
Pero el agrietamiento cobró una nueva proporción cuando se abrió camino entre las instancias orgánicas de entidades tan importantes como la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB). En el último Congreso Nacional de esta organización campesina se escenificaron peleas intestinas protagonizadas por dos «bandos»: uno de ellos afín a Luis Arce y el otro a Evo Morales. Finalmente, el Congreso se dividió al punto de proclamar dos directivas nacionales. Escenarios similares se presentaron en el Congreso de mujeres campesinas y en el de los campesinos interculturales, y se teme que se sigan replicando en otras organizaciones.
La Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSTUCB) asumió un renovado protagonismo político desde inicios de siglo XXI, al fungir como sector decisivo a la hora de derribar el régimen político neoliberal e impulsar la llegada de Evo Morales al gobierno, allá por el año 2006. De ahí para adelante, durante todo el trayecto, ha sido el sostén decisivo para la administración estatal del MAS. De hecho, la Confederación campesina fue la columna vertebral en la articulación de la lucha popular contra el gobierno de facto de Jeanine Añez durante el bloqueo nacional de caminos en agosto de 2020.
Las disputas por ocupar el gobierno central entre los dos bandos dentro del MAS hunden sus raíces en la unánime convicción de ambas fracciones sobre la democracia representativa como el único instrumento concebible para la lucha política y ejercicio del poder. El intelectual orureño René Zavaleta (2013) dejó apuntado que una característica clásica de la historia boliviana ha sido la constante relación de exclusión entre el fenómeno estatal y las masas. Si bien actualmente el Estado boliviano es más fuerte a la hora de intervenir en la economía con inversión pública para infraestructura, sigue siendo gelatinoso en su institucionalidad liberal-republicana y claramente aparente, meramente enunciativo, a la hora de efectivizar los mecanismos de una democracia basada en la organización popular desde abajo.
La ruptura de la CSUTCB desnuda una de las falencias orgánicas del Estado boliviano: su incapacidad para establecer mediaciones, para incorporar participaciones de los sujetos colectivos (organizaciones sindicales y populares) más allá del «modelo» vertical, colonial, criollo, de la cooptación clientelar y prebendaria de los aparatos dirigenciales. Si una entidad social tan importante como la Confederación indígena-campesina estuviera seriamente representada como fuerza colectiva en el Estado, difícilmente los intereses coyunturales de los aparatos la pondrían en peligro de ruptura, como sucede ahora. No obstante el innegable protagonismo como fuerza de presión a favor del MAS, la CSUTCB siempre estuvo lejos de convertirse en factor de poder estatal en el sentido de impulsar algo parecido al surgimiento de organismos de decisión comunitaria que ofrezcan algún contrapeso al remedo de institucionalidad de tipo liberal-republicana robustecida por el propio régimen plurinacional.
Todos los cambios sociales, económicos y estatales acontecidos en este primer cuarto de siglo XXI son incomprensibles sin la presencia organizada del movimiento popular, indígena, campesino y obrero. Un movimiento que cuenta con sólidas organizaciones de base —las más fuertes, las organizaciones campesinas— y con una capacidad de movilización que ha sido decisiva en los momentos más críticos de este ciclo político. Pero en paralelo a esta actitud vitalmente combativa de la plebe en movimiento, se presentan serias limitaciones inherentes para trascender la mera resistencia y la reivindicación inmediata. René Zavaleta se refiere a ella como la incapacidad de «transformar la fuerza social efectiva en medidas concretas de transformación social». Este movimiento de masas, que derrota el régimen neoliberal de partidos, que derrota las sediciones derechistas, actúa después como fuerza social en el voto a favor del MAS… pero es como si dejara de existir al día siguiente.
El régimen de la Constitución del 2009 prometió trascender la pseudodemocracia liberal desarrollando formas participativas, comunitarias y asamblearias. En los hechos, empero, se ha limitado a conformar un Estado centralizado y tecnocrático que reparte una porción del excedente y dinamiza la economía mediante la inversión pública. Una de las consecuencias sociales de este «semidesarrollismo económico» es la atomización de los sujetos colectivos en individuos con mayor capacidad de consumo. Ciertamente, importantes sectores de comerciantes, campesinos o «cooperativistas» mineros podrían reconocer sinceramente que el modelo económico les permitió hacer compras en supermercados, adquirir viviendas en Santa Cruz y tener dos o tres automóviles por familia. Pero, paradójicamente, este ascenso social no se refleja en el ensanchamiento de la base social del régimen, sino todo lo contrario: las últimas dos elecciones nacionales y municipales demuestran que parte importante de estos sectores favorecidos han votado en contra del MAS.
Un error muy común en la izquierda radical es creer que la degradación de las condiciones de vida para las mayorías sociales fomenta de modo directo una radicalización revolucionaria de las masas trabajadoras (el famoso «cuanto peor, mejor»). Este reduccionismo, donde lo político es el simple reflejo de lo económico-social, no comprende que la política posee un lenguaje propio cuyo deber es «traducir» las condiciones y efectos sociales en formas efectivas de acción y discurso que modifiquen las relaciones de fuerza a favor de las tendencias transformadoras.
Pero el reverso de aquel razonamiento también constituye un error. El apego político a lo que se considera «realista» conduce, en el mejor de los casos, a un acomodamiento cada vez más cínico a las condiciones más miserables de «lo posible». Así, con cada adaptación pragmática, un movimiento que originalmente se planteaba «de cambio» termina mutando en una fuerza del orden. El apego a lo fáctico puede terminar en la peor de las desilusiones.
Por ello, una política que no pierda de vista su rumbo estratégico, que no renuncie a sus ideales utópicos, es a menudo más sensata que la mayor de las sobriedades pragmáticas. En 2019, Evo fue excesivamente «realista»: minimizó las posibilidades del golpismo, no quiso cometer la «locura» de enfrentar socialmente a la reacción y terminó descalabrado. La ruptura del MAS aparece también como manifestación del minimalismo estratégico (Mayorga, 2019) iniciado el 2009, de la reducción del movimiento social a un factor de presión contra los enemigos de clase, de la subsunción a una institucionalidad estatal renovada declarativamente pero perpetuada en sus prácticas tradicionales.
El Tribunal Constitucional, esa suerte de Olimpo que decide cuándo y cómo se cumple la Constitución, ha actuado conscientemente para obligar al poder Legislativo a violar la Constitución. De esta manera, en simultáneo a la crisis de la principal fuerza política del país, continúa profundizándose una crisis institucional de conjunto.
Dadas las dimensiones históricas del proceso político abierto desde la llegada del MAS al gobierno, no es exagerado considerar que un desquiciamiento de los aparatos masistas puede llevar a su base social a la desmoralización y a una derrota que exceda por mucho el mero revés electoral.
Precisamente, y por las dimensiones del peligro, es urgente orientar todos los esfuerzos —fundamentalmente al interior del movimiento obrero, campesino y popular— a discutir nuevas agendas políticas que apunten a aspectos clave y de interés común, como elevar la calidad de los servicios educativos y de salud, reformar a fondo la justicia estatal y fortalecer los derechos democráticos de las mujeres, la juventud y los pueblos indígenas. La pasividad y la subordinación a las sórdidas disputas de los aparatos políticos es un camino pavimentado rumbo a la división, el descreimiento y, finalmente, la derrota.