1% : Cuando se hace de esta cifra un fetiche

1%

¿Alcanza con «combatir» a los súper ricos?

En los últimos años, se instaló la imagen del «1%» como símbolo de la desigualdad global y del poder de las grandes fortunas. Pero cuando se hace de esta cifra un fetiche, se corre el riesgo de moralizar excesivamente la discusión y colocar al «99%» del lado de los «buenos», simplificando demasiado el análisis sobre cómo construir modelos socioeconómicos más eficientes e igualitarios.

1% ¿Alcanza con «combatir» a los súper ricos?

A simple vista, 1% es solo un porcentaje, más precisamente aquel que designa la pequeña proporción que representa un caso sobre 100 en una distribución. La celebridad de esta cifra, no obstante, ha ido en aumento. Con el siglo xxi, se transformó en un símbolo. Con toda la fuerza de la autoridad científica, «el 1%» se afirmó como equivalente de las minorías más ricas, como foco del deslumbramiento y el encono que despiertan las elites.

Un rastreo del origen de la expresión nos conduce a la Francia de finales del siglo xx y a las 807 páginas del primer gran trabajo de Thomas Piketty. Después de que la academia documentara durante décadas, tanto en Europa como en Estados Unidos, el deterioro de la equidad social, le cupo a este economista el gran mérito de volver a colocar el capital en el centro del estudio de las desigualdades. Su movimiento fue doble. La primera innovación fue metodológica: la decisión de complementar el uso de encuestas de hogares con fuentes tributarias. Asentado en la perseverancia y exhaustividad de los registros públicos de la administración fiscal francesa, Piketty propuso diferenciar a los «perceptores de altos ingresos» situados en el centésimo superior (el famoso 1%) de las «clases medias altas» (ubicadas en el 10% o 5% más alto). Según el autor, mientras la riqueza de los primeros provenía de rendimientos del capital, la de los segundos reposaba sobre todo en recompensas salariales1.

Años más tarde, Piketty ampliaría sus observaciones a otros países y haría su segunda apuesta: ofrecer una explicación. Acompañado por el experto británico Anthony Atkinson y una internacional de economistas, extendería primero su interés a otros países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde), para incluir más tarde naciones de Asia y América Latina2. Alejándose de los recaudos de sus coautores y acercándose a la ambición de Karl Marx, Piketty se propuso develar el principio último que volvía inevitable la concentración de la riqueza en el capitalismo. De acuerdo con sus análisis, entre las fuerzas que llevaban a la reducción de las desigualdades se hallaban la difusión del conocimiento y la calificación de los trabajadores. Entre aquellas que profundizan las distancias, se destaca su célebre fórmula r > g.

Muy sencillamente, esta ecuación postula que el rendimiento del capital tiende a aumentar más que el crecimiento del ingreso y la producción. Según Piketty, en la medida en que la riqueza acumulada recibe mayores recompensas que lo que crece la economía, «los patrimonios heredados predominan sobre los patrimonios constituidos a lo largo de una vida de trabajo»3. Si bien las grandes guerras y los conflictos sociales permitieron, en la segunda mitad del siglo xx, la reducción de las grandes fortunas y el achatamiento de los salarios gerenciales, las reformas de mercado y los saltos tecnológicos de los años 1970 socavaron estas conquistas. Como consecuencia, «la proporción retenida por el capital (no humano) a comienzos del siglo xxi aparecía apenas inferior a lo que era a comienzos del siglo xix»4.

Respaldada por cientos de páginas de anexos metodológicos, bases disponibles en la web y la autoridad de grandes instituciones académicas europeas y estadounidenses, pero sobre todo por una sensibilidad intelectual y social deseosa de encontrar nuevas herramientas analíticas, quedaba inaugurada la «pikettymanía». No quedó revista científica de renombre ni comunidad disciplinaria en ciencias sociales que se abstuviera de escrutar su aporte y reabrir el debate sobre riqueza y desigualdad. Como la de Marx, la obra de Piketty terminó valiendo más por la onda expansiva generada que por su aporte individual.

La recesión de 2007-2009 catapultó su suerte. Se inspiraran o no en él, los movimientos sociales llevaron la denuncia del «1%» a las calles. El colectivo Occupy Wall Street convocó al «99%» a manifestarse contra políticas que solo beneficiaban a una minoría. En todo el mundo comenzaron a discutirse propuestas para endurecer las cargas tributarias, al tiempo que Oxfam, una confederación de organizaciones sin fines de lucro, ganaba predicamento por documentar y criticar la concentración de la riqueza. Ante la perplejidad y la amenaza generadas por la crisis del covid-19, hasta la Organización de las Naciones Unidas (onu) y el Fondo Monetario Internacional (fmi) recomendaron impuestos a las grandes fortunas para financiar los costos de la pandemia. En algunos países, el activismo estuvo incluso respaldado por magnates, proclamados «traidores a su clase», que salieron a respaldar sistemas tributarios más justos.

La cantidad de millonarios y la riqueza concentrada en el «1%» se afirmó, desde entonces, junto a los hogares bajo la línea de pobreza y los índices de Gini, como termómetro para medir la gravedad de la cuestión social. En uno de sus documentos, Oxfam concluye que, en 2018, 26 personas detentaban el mismo patrimonio que la mitad más pobre de la humanidad5. De acuerdo con un canal de negocios, cuando Forbes elaboró la primera lista de 400 multimillonarios en 1982, la fortuna de estos totalizaba 93.000 millones de dólares, mientras que en 2017 alcanzaba los 2,4 billones6. Para las consultoras de riqueza internacional, la crisis del covid-19, lejos de perjudicar a estas familias, sostuvo o incrementó sus patrimonios. Académicos, periodistas y dirigentes políticos de centroizquierda reconocieron al «1%» la virtud de poner en evidencia la acumulación de privilegios.

Desde entonces, la popularidad del «1%» –como sinónimo de súper millonarios– se volvió indisociable de su antónimo –el «99%» restante de la sociedad–. Más que designar «casos típicos» que enlazan un conjunto de atributos, tanto la noción de «rico» como la de «pobre» recurren a una línea que demarca grupos estadísticamente. Sabemos muy poco de quienes componen el universo de la opulencia o la indigencia, alcanza con constatar la exuberancia de sus fortunas o el carácter extremo de sus necesidades. Ambos términos se ofrecieron además como pilares de una nueva teoría social: la que subraya la polarización y el contraste. Los ricos y pobres contemporáneos expresaban una estampida que dilató, en las últimas décadas, la separación entre los que más tienen y los que menos tienen. Las sociedades de posguerra habían logrado cierta «medianización», en el sentido tanto de un incremento proporcional de los miembros de las clases medias como de cierta estandarización de condiciones de vida que parecían volverse universales. Desde la década de 1970, en cambio, estos estándares se debilitaron y se concentraron las ventajas y desventajas en los polos. La segregación observada en las grandes ciudades latinoamericanas suele presentarse como postal de esta fractura. De un lado, casillas hacinadas de chapa y cartón; del otro, mansiones con piscina y césped impecable. A metros de distancia, los más prósperos saborean los manjares de la cocina internacional, mientras los más pobres intentan eludir el hambre hurgando en la basura.

Porcentaje mata concepto

Mucho menos atención se prestó a las debilidades de esta nueva forma de categorización social. La marcha triunfal del «1%» permitió borrar de un plumazo las disquisiciones conceptuales, las singularidades históricas y las particularidades regionales. Mientras seguían enfrentándose en controversias sin fin los términos «oligarquía», «alta sociedad», «elite», «burguesía», «clase alta», «grandes empresarios», «establishment», «casta política» y «clase dominante», «1%» permitía unirlos en una fraternidad ecuménica e imprecisa. Como siempre ha habido ricos y poderosos, parecía decirnos la simpleza del porcentaje, poco importa si el poder económico radica en la renta de la tierra, en la explotación de grandes plantillas de trabajadores o en la colocación de activos en el circuito financiero internacional. En la medida en que la escala sobre la que se formulan los cálculos es flexible, tampoco interesa si hablamos de 1% de la sociedad estadounidense, china o alemana o si nos referimos a las minorías opulentas de Haití, Brasil o Uruguay.

Como en el caso de la pobreza, la obsesión por la medición se emancipó de los conceptos. En las calles y en la academia, un mismo mandato parecía ganar a los espíritus sensibles: si no hay ideas claras, que haya al menos porcentajes. De algún modo, las insuficiencias del «1%» ya habían sido adelantadas por quienes décadas antes se interesaron por el cálculo de las privaciones. En aquel caso como en este, la fijación de una frontera satisfactoria resultaba polémica y llevaba a que todos los esfuerzos se concentraran en operaciones matemáticas. Los especialistas en pobreza ya habían subrayado la debilidad de los datos empleados (por los sesgos que supone la declaración de ingresos), la heterogeneidad de los sujetos englobados y el carácter exiguo de una noción que solo subrayaba la privación.

Estas deficiencias también pueden observarse en el estudio de los ricos: nunca queda clara la línea de demarcación y, por lo tanto, la composición de este podio selecto. ¿Existe un umbral preciso a partir del cual un latinoamericano puede ser considerado rico? ¿Qué frontera separa la reproducción holgada de la vida de la opulencia? En la Argentina de la segunda década del siglo xxi, por caso, el universo de los ricos podría estar compuesto por los 120.000 contribuyentes ubicados en el 1% más alto de la distribución, por los 10.000 alcanzados en 2020 por el impuesto a las grandes fortunas, o incluso por los 50 más prósperos o los nueve súper ricos rankeados por Forbes. De hecho, solo Marcos Galperín, el dueño de Mercado Libre, detentaba en 2021 una fortuna equivalente a la de 6.100 millonarios.

La heterogeneidad del «1%» encubría algo más importante: las trayectorias (y por lo tanto las causas) que estaban detrás de estos patrimonios extraordinarios y que permitían precisar el poder que fueron o son capaces de ejercer. Sin duda, todos pueden permitirse consumos ostentosos, pero el poder adquisitivo es el más banal de todos sus poderes. Mientras Jeff Bezos revolucionó con Amazon la dinámica del comercio, Bárbara Bengolea Lafuente de Ferrari es heredera de una fortuna argentina que pocos conocen. Entre los ricos latinoamericanos, no solo conviven descendientes de las viejas oligarquías, empresarios nacionales y dueños de unicornios tecnológicos. Hay algunos que subsisten gracias al amparo estatal y otros que hicieron sus fortunas a pesar de las regulaciones, los hay que contratan a miles de trabajadores y otros que apenas recurren a un estudio que administra sus fortunas. Algunos transformaron con sus negocios la vida de sus contemporáneos, otros se pasean por el mundo, dedicados al dolce far niente.

A estas deficiencias se agregan otras que hacen aún menos confiables los datos sobre los ricos y el cálculo del «1%». A diferencia de los cálculos de pobreza que se asientan sobre los datos recogidos en el terreno por las Encuestas de Hogares y a través de un único relevamiento, las bases de Forbes, de las consultoras internacionales y de las agencias tributarias combinan formas de construcción muy distintas. La falta de datos no es producto de la desidia, sino de una voluntad manifiesta de reserva o encubrimiento. Es evidente que las revistas y consultoras de negocios tienden a visibilizar más a quienes amasaron sus fortunas con actos destacados; los herederos despiertan menos atención y quienes acumularon ganancias en actividades ilícitas apenas son mencionados. La riqueza escondida en guaridas fiscales es uno de los problemas más acuciantes de los Estados occidentales, pero la evasión y la elusión no aquejan por igual a todos los países. Se calcula que 10% del pib del mundo se encuentra en guaridas fiscales, y la proporción escala a 40% o 50% en países como Argentina o Grecia7.

A la poca confiabilidad de los datos se suma el problema de la escala geográfica. Los datos referidos a los pobres se basan en una cartografía de hogares ubicados en un territorio determinado. La información sobre los ricos es más opaca y exige considerar registros tributarios, bancarios, financieros y corporativos distribuidos en distintos lugares y bajo diversas formas de propiedad. Quienes producen los listados sobre los ricos no se preguntan sobre su residencia. Forbes produce un podio global y podios nacionales de riqueza como si se tratara solo de agrandar o achicar la lupa. Pero las grandes fortunas expresan el tamaño y la pujanza de sus países. No es lo mismo tener éxito en Bolivia que en eeuu, en la provisión de servicios personales que en la explotación de petróleo. Para mencionar solo algunos ejemplos, de los 2.755 multimillonarios relevados por Forbes en 2021, 724 eran estadounidenses, 626 chinos, 65 brasileños, 42 franceses, 13 mexicanos, 9 chilenos, 6 peruanos, 5 argentinos, 5 colombianos y 1 venezolano. A su vez, la nacionalidad imputada a los acaudalados poco dice sobre los flujos que alimentan sus fortunas y las agencias tributarias ante las cuales responden. Si las riquezas que concentran no provienen solo de los países donde residen, no estamos frente a ricos estadounidenses o europeos, sino frente a magnates globales. Del mismo modo, a la hora de pensar políticas redistributivas, el lugar de nacimiento no alcanza: ¿puede considerarse a Lionel Messi un rico argentino si su fama y su fortuna se gestaron fuera del país y enfrenta juicios impositivos en España?

La obsesión por el «1%» se desentiende de lo principal. Aun cuando pudiera establecerse una raigambre clara entre los ricos y sus países, no hay evidencias robustas sobre la relación entre sus fortunas y el devenir de sus naciones. Contrariamente a la importancia que les otorgan los discursos celebratorios y críticos, mientras la riqueza de los países tiende a corresponderse con el bienestar de sus habitantes, la fortuna de sus ricos no presenta un vínculo ni directa ni inversamente proporcional. En algunos casos, como en China desde la década de 1980, los grandes patrimonios, las condiciones de vida de los más pobres y la economía nacional progresaron al unísono. En las antípodas, en los países anglosajones, la proporción de la riqueza capturada por el «1%» escaló en los últimos 40 años en detrimento de las mayorías, algo que ocurrió en Europa en menor medida8. En América Latina, las desigualdades sociales tienen larga data y se moderaron más que agravarse en las primeras décadas del siglo xxi. Si bien desde 2005, al calor de los gobiernos de centroizquierda, la reducción de la pobreza y las desigualdades de ingreso, el número de ricos latinoamericanos aumentó, su proporción por habitante es apenas superior a la de África e insignificante al compararla con Asia del Pacífico, eeuu o Europa9.

La hegemonía del «1%» en la designación de las clases más altas expresa la autoridad de las ciencias económicas y cierta capitulación de las otras ciencias sociales en su voluntad de documentar e interpretar la evolución de las desigualdades sociales. Ante el prestigio de los economistas y sus sofisticaciones matemáticas, no importa que no haya un concepto claro, que las estrategias metodológicas se exporten sordas a cualquier consideración contextual, ni que las fuentes de información empleadas presenten disparidades en la legislación tributaria y profundas falencias en la recaudación. Pareciera que lo importante siempre y en todo lugar es calcular.

El «1%» como coartada

No es que medir no sirva, el problema es para qué. Sin duda, para poder realizar análisis estadísticos es indispensable estandarizar patrones, recortar fenómenos, replicar operaciones. Pero las decisiones que guían la producción y el análisis de datos tienen costos y consecuencias. Entre los costos, están los requisitos mínimos para respaldar su confiabilidad. También, cierta cautela que lleva a reconocer que los cálculos de laboratorio no son homologables a las categorías observables en el mundo de la vida. Paradójicamente, los números son tanto más populares cuanto más se emancipan de los recaudos técnicos que los respaldan. Como la noción de clase dominante, la fuerza simbólica del «1%» reside en una simpleza pueril: en su capacidad de convencernos de que hay una sola escala, un único principio de desigualdad y un solo grupo de beneficiarios y responsables.

Las ventajas resultan incontestables. Para una sensibilidad que vio caerse a pedazos sus proyectos de progreso social, el «1%» tiene la gran virtud de hermanarnos en el odio. Con la autoridad de los números, abstracción y emoción se dan la mano. En un relato melodramático del estado de la sociedad quedan, de un lado, los ricos y poderosos reducidos al egoísmo y la avidez (el «1%») y, del otro, las mayorías unidas en la fraternidad y la honradez de quienes sufren privaciones (el «99%»). Sobre este contraste, la indignación reserva al «otro» todos los pecados y le opone un «nosotros» unido en la virtud. Un mar de riqueza y poder distancia a la gente desvalida de los únicos artífices de su destino y del de todos los demás.

Aunque atractiva y capaz de alertar sobre la creciente polarización social a escala planetaria, esta visión monolítica dificulta la formulación de interrogantes más específicos, con problemas más acotados y aprehensibles a la hora de ser resueltos o al menos abordados. Durante la segunda posguerra, los estudios sociales se acostumbraron a vincular la sociedad con la geometría de los Estados-nación, las desigualdades con la puja distributiva entre capital y trabajo, a la elite con la cúspide de la pirámide social donde se concentraba el poder económico, social y político. No obstante, a la luz de las particularidades de América Latina y de los cambios ocurridos desde los años 70, se hizo más difícil referenciarse en un solo vector de desigualdad, una sola escala y una única elite. Al menos tres desigualdades y tres lógicas distintas merecen diferenciarse. Primero, si la preocupación refiere a la capacidad de impulsar o abortar grandes proyectos de inversión que comprometen a la naturaleza y la sociedad, estos resortes presentan, desde la integración comercial y financiera, una dimensión global, una organización más impersonal y un ritmo cada vez más vertiginoso. Segundo, si la cuestión a atender es la posibilidad de gozar de las ventajas residenciales, educativas, sanitarias, culturales y sobre todo relacionales que ofrece una sociedad, la segregación urbana y la mercantilización del bienestar presentan una raigambre más territorial donde el poder adquisitivo se afirma en la construcción de estas asimetrías. Por último, si lo que interesa es la potestad de neutralizar, controlar u orientar las principales decisiones que impactan sobre las mayorías, el sitial del poder político y su sentido resultan hoy más imprecisos. La crisis fiscal de los Estados, la descentralización de sus funciones y la diversificación de las protestas fragmentaron los poderes institucionales y debilitaron su capacidad para definir y actuar en pos del progreso colectivo.

Cuando se emplea acríticamente, la noción de «1%» puede redundar en una triple coartada. La primera es dejar indemne el mullido mundo del 2%, el 3%, el 4%… el 10% que también participa de los beneficios de la riqueza y la dominación. Al menos en Argentina, existe un grave problema de autopercepción. Gran parte de los miembros de las elites suelen ubicar a los ricos y poderosos en un punto distante, superior, ajeno a su círculo de pertenencia. Poco importa si la resistencia a considerarse parte de ellos obedece a la discreción, a la inestabilidad del país o a una noción idealizada de la riqueza y el poder. En todo caso, la renuencia de muchos de los mejor posicionados a considerarse parte de las elites revela cuán ajenos se sienten a las denuncias evocadas. Todos somos el rico de alguien, y casi nadie (más allá de los magnates de Forbes) parece reconocerse en la exigente categoría pikettiana.

La evocación del «1%» no es atractiva solo porque circunscribe un núcleo acotado de responsables, sino también porque ofrece una solución mágica a militantes y dirigentes políticos sensibilizados frente a la cuestión social. Pareciera que las desigualdades sociales en América Latina pudieran resolverse con tres elementos claves: el «99%» unido en la calle, un líder capaz de concentrar el poder público, y dos clics, uno para cobrarles impuestos a los ricos y otro para distribuirlos a los demás. No parecen necesitarse economías robustas ni riquezas líquidas, coaliciones políticas ni equipos de gobierno, estructuras administrativas ni entramados judiciales independientes. No sorprende que la dificultad de tamaña empresa termine resultando un pretexto para las dirigencias incapaces de mostrar avance alguno en el bienestar social.

¿Subrayar la amplitud de los responsables y la complejidad de las políticas redistributivas es hacerle el juego a la derecha? La tercera coartada del «1%» es su capacidad de alimentar una vehemencia discursiva que apenas esconde la impotencia práctica que se observa a la hora de comprender y revertir la degradación de la equidad social. No se trata solo de que los gestos simbólicos sean insuficientes: la moralización de la desigualdad social se está convirtiendo en un callejón sin salida que circunscribe el problema a la decencia de las clases más altas y confía solo en la virulencia de la militancia. El «1%» termina siendo entonces una excusa para una pereza intelectual que, alineada detrás de los reclamos redistributivos y su emotividad, no ha sabido ofrecer pistas sobre cómo satisfacerlos y sostenerlos en el tiempo.

Las desigualdades sociales en América Latina no se resolverán solo combatiendo al «1%», distribuyendo los ingresos y el capital de los más ricos. El gran desafío en la región es cómo neutralizar, con instituciones públicas vigorosas, las prerrogativas y la impunidad de sus elites. Se delimitan entonces otros problemas y otros responsables. Además de las decisiones de inversión, generación de puestos de trabajo y salarios, la forma en que se conduce la justicia frente a los poderes de turno, la independencia de los medios de comunicación, la gestión del personal administrativo del Estado, las prácticas tributarias y financieras de las clases más altas, la autoridad de los dirigentes políticos y la capacidad de los docentes, médicos y asistentes sociales constituyen resortes fundamentales de la reversión o reproducción de las desigualdades sociales. Que el «1%» no encubra su rol y responsabilidad fundamental.1.

  • T. Piketty: Les hautes revenues en France au XXe siècle. Inégalités et redistributions 1901-1998, Gasset, París, 2001, p. 94.
  • 2.A. Atkinson y T. Piketty (eds.): Top Incomes over the Twentieth Century: A Contrast between European and English-Speaking Countries, Oxford UP, Oxford, 2007 y Top Incomes: A Global Perspective, Oxford UP, Oxford, 2010.
  • 3.T. Piketty: Le capital au XXI siècle, Seuil, París, 2013, p. 55. [Hay edición en español: El capital en el siglo XXI, FCE, Ciudad de México, 2014].
  • 4.Ibíd., p. 77.
  • 5.Max Lawson et al.: ¿Bienestar público o beneficio privado?, Oxfam, Oxford, 2019, p. 10.
  • 6.Consumer News and Business Channel (CNBC), 4/10/2017.
  • 7.Facundo Alvaredo, Lucas Chancel, T. Piketty, Emmanuel Saez y Gabriel Zucman (coords.): World Inequality Report 2018, Wid World, 2018, p. 264.
  • 8.Sandy Brian Hager: «Varieties of Top Incomes?» en Socio-Economic Review vol. 18 No 4, 2020, p. 1178.
  • 9.Germán Alarco, César Castillo y Fabián Leiva: Riqueza y desigualdad en Perú. Una visión panorámica, Oxfam, Lima, 2019, p. 60.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *