Por E. Raúl Zaffaroni*
(para La Tecl@ Eñe)
Cuando se traducen los textos de Heidegger a nuestra lengua, surge un problema: el verbo Sein en alemán significa tanto ser como estar. Simplificando las cosas con mucha superficialidad, podemos decir que el problema es saber cuándo lo que el filósofo llama el Dasein –la existencia- es Ser-ahí o Estar-ahí.
Esto parece ser una discusión muy lejana a nosotros, una especulación que requiere un esfuerzo de comprensión, pero que a primera vista no vale la pena hacerlo por demasiado abstracto. Sin embargo, alguien se ocupó de que no sea tan extraño y que pueda aplicarse a nuestra realidad: Rodolfo Kusch, el antropólogo y filósofo de nuestra América, que nos arrebató la muerte prematuramente y, como es natural, poco recordado por los intelectuales de la elite de siempre.
Esto se debe a que Kusch investigó profundamente la cultura del altiplano, interpretó su cosmovisión y, al compararla con la occidental, la caracterizó como una cultura del estar, por oposición a la última, que sería del ser. Quizá haya un poco de exageración –aunque él mismo lo matiza- al caracterizar a la cultura originaria como estática, porque ninguna cultura lo es y, además, no sabemos qué hubiese sucedido en nuestra América si nuestros originarios hubiesen tenido la suerte de que Colón y otros se perdiesen por el Atlántico. Tal vez lo que Kusch quería decir era que la cultura originaria era prudentemente estática y la llamada occidental desaforadamente dinámica.
Sea cual sea la interpretación correcta, lo cierto es que en su libro América Profunda –publicado en 1962- aplicó estas categorías a la explicación de la diferencia entre costa y sierra en el Perú, lo que resulta por demás interesante porque, de manera muy significativa, es una distinción que nos trae al presente: en la sierra predominaría el estar y en la costa el ser.
Esta diferencia cultural fue marcada por otros muchos, en especial famosos peruanos como Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre, entre otros. Da la impresión de una coincidencia en señalar una suerte de herida histórica en ese hermoso país, pero creo que ninguno lo hizo con la originalidad de Kusch.
Sostiene en su libro que, precisamente allí, en el Perú, se nota con más fuerza el enfrentamiento de las dos culturas, una basada en la agresión –dice- y la otra en la pasividad de una primitiva cultura indígena enraizada en el paisaje y en el viejo sustrato de la especie. Se trata de una cultura que se preserva ante la ira de Dios (tormentas, sequías, hambrunas, etc.). La otra, considerada occidental, cree librarse de la ira de Dios refugiándose en las ciudades, y allí, el ser que según Kusch la caracteriza, más bien da la impresión de que es un afán de tener.
Vale la pena citar textualmente el siguiente párrafo sintetizador: Una se asienta en las ciudades costeras de América y juega su forma excluyente y cerrada frente a la sierra del Perú, como es el caso de Lima, y la otra, la indígena, más abierta, mantiene su integridad vital sin sucedáneos, como perfecta prolongación del ámbito en que se halla. De un lado hay un mundo movido por el principio teórico de la libre competencia entre individuos, para lo cual cuenta con un mercado de mercancías, donde se descarga toda la tensión. Del otro lado, en el interior, persiste una antigua economía basada en la distribución de alimentos dentro de la comunidad.
Kusch nos aclara que no se trata de una síntesis al modo de la dialéctica platónica, sino de una confrontación, en lo que parece darle razón no solo la historia precedente, sino también el recorrido de los últimos sesenta años desde que escribió este libro. Nos explica también que hay una pequeña historia, que es la de los últimos siglos, la que nos cuentan desde el norte colonizador, pero que aquí, en este estar, juega una historia verdadera, la que abarca la real historia de la humanidad, es decir, también la de ese enorme espacio de tiempo que la pequeña versión colonial quiere relegar y sepultar en una supuesta prehistoria.
La visión kuschiana es mucho más detallada y profunda que lo que acabamos de referir: no es nuestro propósito ahora exponerla en todo su amplio desarrollo teórico y menos aún sintetizarla, con el correspondiente riesgo –o certeza- de deformarla, sino que solo mostramos estos grandes y casi groseros trazos para llamar la atención ante el presente dramático de esta confrontación, a efectos de mostrar que sigue ahora su pleno y dramático curso.
En la dinámica política y económica peruana más reciente, se destituyó a un presidente sin contar con el número de votos legalmente necesarios y sin concederle ni siquiera el derecho a ser escuchado. Se lo procesó y se halla privado de libertad, incomunicado con su propia familia, acusado de una pretendida rebelión que consistió en un simple discurso que no era más que una proclama de despedida ante la inminencia de su destitución, traicionado por su propia vicepresidenta, que ahora invierte millones en tratar de limpiar su imagen ante el mundo, sin poder librarse de la responsabilidad por las muertes causadas por la represión que ella misma ordenó, que instrumenta a una fiscal para que la investigue en procura de un sobreseimiento que le sirva algún día como cosa juzgada en la que poder amparar y lograr la impunidad.
Es demasiado claro que detrás de ese golpe de estado, como paño de fondo y explicación, se halla la renovación de las concesiones de todo tipo entregadas en su momento por Fujimori, condenado por delitos de lesa humanidad. Quizá haya también otros intereses, como lograr la impunidad de los múltiples personajes comprometidos con los negociados de Odebrecht que, por cierto, no se limitan a los expresidentes imputados y respecto de los cuales el único que no tuvo nada que ver fue precisamente el presidente Castillo.
Pero sin perjuicio de reconocer que son estos bajos intereses –que nada tienen de ideológico– los que movieron al golpe de estado, lo cierto es que el argumento que usualmente se dice por lo bajo, de modo pretendidamente confidencial, con esa sonrisa hipócrita con que por lo general se pretende hacer al interlocutor cómplice de lo inadmisible, es: este cholo no puede ser presidente.
Lo de Kusch y la confrontación de culturas no es una historia del pasado, sino algo que se vivencia perfecta y ostensiblemente en el presente. Los muertos de la actual dictadura de la señora Boluarte son serranos, a los que ella califica de terrucos, o sea, un despectivo de terroristas, cuando el terror es lo que ella sembró con su traición y su represión, matando incluso a niños y mujeres, por lo que deberá rendir cuentas algún día. Es la insensibilidad racista agresiva frente a la otra cultura; nada de síntesis, sino plena confrontación, propia de la dinámica de un desenfrenado afán de riqueza.
Por eso, por intrincada que parezca la dificultad entre el ser y el estar -y al margen de la necesidad de alguna matización- lo cierto es que del otro lado también hay un pueblo que parece manso, con la infinita paciencia ancestral propia de su historia grande, con su prudente estar, pero que registra y tampoco olvida, conserva y enriquece su memoria sin las perturbaciones constantes de los afanes de su desbocado deseo de ser.
*Profesor Emérito de la UBA.