El padre fundador de cómo incumplir el mandato popular

En estos días hemos sucumbido a un tsunami de textos dedicados a conmemorar los cincuenta años transcurridos desde la muerte de Franco. Cincuenta años, ¿son muchos o pocos? Son muchos si pensamos que esa cifra es ya superior a la de los años que el dictador estuvo en el poder; son pocos si recorremos desde dentro de la memoria la propia vida descontada en ese arco temporal. Son muchos si repasamos los cambios asombrosos acaecidos en España; son pocos si reparamos de pronto en los ecos, las repeticiones y las rimas de la historia.

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La mayor parte de los análisis, en efecto, se han movido entre el tono celebratorio y el suspicaz. Unos decían «Franco ha muerto»; otros decían «Franco no ha muerto». ¿Ha muerto o no ha muerto Franco? Si Franco era un cuerpo y un gobierno, sin duda está muerto; si era, como dice el profesor Villacañas, el efecto y no la causa de un mal español, está como poco vivibundo, es decir, siempre a punto de volver a la vida. Que la conmemoración de su muerte física haya coincidido con la sentencia del Supremo contra el Fiscal General del Estado da argumentos, desde luego, a los que inhiben el tono festivo para señalar los rescoldos de la dictadura que zapan los cimientos de nuestras instituciones.

Es un momento sombrío, para España y para el mundo. En este contexto, la tesis hasta hace poco marginal de un «pecado original» de la democracia española ha ganado muchos adeptos; ya no es sólo un puñado de radicales el que señala los límites que marcaron su nacimiento. La derecha se atreve más que nunca a reivindicar al dictador; la izquierda, incluido el PSOE de Sánchez, denuncia ahora el fantasma quincuagenario cuya mano movió la cuna. Aclaremos que el peligro no es exclusivamente español. Las democracias occidentales siempre estuvieron limitadas por el mismo capitalismo que las promovió y que ahora las abandona; y todas ellas juegan a la güija con espectros del pasado. Ahora bien, los límites de la democracia española son «muy españoles», como los de la rumana son muy rumanos y los de la francesa son muy franceses.

¿Cuáles son los nuestros y quién los impuso? En estos días se ha hablado mucho del «atado y bien atado» de Franco; y también del papel del rey emérito Juan Carlos como su sucesor y muñidor. Es razonable hacerlo. Pero si aceptamos que la democracia en España tiene al mismo tiempo su propia historia (que la calle y los partidos tuvieron, es decir, su propia agencia), conviene asimismo recordar una figura que, hasta donde yo sé, nadie ha mencionado: me refiero a Felipe González, secretario general del PSOE y presidente del gobierno entre 1982 y 1996.

Yo tenía quince años cuando murió Franco. Voté por primera vez en el referéndum de la Constitución; voté no. Luego voté al PC en las elecciones de 1979 y de 1982. No voté al PSOE porque era un joven radical que apostaba por la ruptura o, por lo menos, contra el reformismo socialdemócrata surgido del Congreso de Suresnes. Pero mentiría si dijese que no me hizo muy feliz la primera victoria electoral de Felipe González. Yo no era ni muy listo ni muy sensato, pero en esto coincidía con personas que sí lo eran: buena parte del pueblo español, en efecto, consciente de las dificultades del parto, aceptó los límites de la Transición, pero con la esperanza de que se tratase justamente de una «transición» y de que el tiempo y la política permitiesen ir más lejos. No creo que ningún votante reformista pensara en 1978 que se había completado el proceso democrático; más bien, al contrario, se confiaba en que con Felipe González se pudiesen quebrar o al menos ensanchar algunos de esos límites originarios. Ese era el mandato que, respaldado en las urnas por su primera mayoría absoluta, recibió del pueblo español en 1982. Ese es el mandato que González traicionó. Hay que decirlo claramente: lo que no hizo González entonces, con un apoyo entusiasta y abrumador, es mucho más difícil hacerlo hoy, con una mayoría social remolona y volátil y una ultraderecha rampante que regurgita el «mal español».

Nadie puede negar las transformaciones de las últimas décadas en todos los aspectos. En estos años -pocos o muchos, según se mire- España ha duplicado su PIB per cápita; ha pasado de una media de longevidad de 73 años a otra de 84; ha visto estudiar a millones de personas que bajo Franco vivían y morían encerradas bajo su propia frente y que hoy hacen el Erasmus en lugar del servicio militar; ha dado estudios universitarios y trabajo fuera de casa a millones de mujeres condenadas a la dependencia matrimonial; ha reducido la mortalidad infantil del 2,2% al 0,3%; ha dejado de expulsar españoles al extranjero para recibir millones de inmigrantes; tiene en 2025 cuatro veces más médicos y el triple de profesores que en 1975; disputa los primeros lugares del mundo -no es mucho decir- en derechos civiles y ha dejado de ser una sociedad pacata, sombría, provinciana, calderoniana, para convertirse en la vanguardia de las políticas de género, de la tolerancia y de la solidaridad. Casi todo ha mejorado, sí, salvo la igualdad: mientras no ha dejado de multiplicarse la riqueza de España, el índice Gini se mantiene inalterado respecto de 1980 (en torno al 0,32%) y, si en 1995 el 10% más rico concentraba el 58,3% de la riqueza, treinta años después esa cifra sólo ha bajado al 57, 2%. Esta continuidad, de la que se ha hablado muy poco estos días, alimenta otras ideológicas en el seno de esas nuevas generaciones que no conocieron el franquismo, pero que, chocando contra el muro del futuro, sólo pueden huir hacia el pasado.

En cualquier caso, nadie que haya nacido, como yo, en 1960 y haya vivido estas transformaciones, puede sentir la menor nostalgia de la cochambre franquista, donde se multaba respirar, pero tampoco de los años ochenta, donde los jóvenes radicales y reformistas por igual (en una rave de violencia, SIDA y heroína) vimos languidecer nuestras esperanzas. Económicamente, los gobiernos de González desmantelaron la industria, precarizaron el empleo, negociaron con los pantalones bajados el ingreso de España en la UE y abonaron el terreno del neoliberalismo galopante de los años noventa (cuatro huelgas generales revelan el perfil de sus reformas y la musculatura de la resistencia social). Ética y culturalmente, los gobiernos de Felipe González apostaron por los grandes eventos propicios al pelotazo y consagraron el bipartidismo de la corrupción que décadas después desembocará en la Gürtel y en Ábalos, en la Púnica y en Santos Cerdán.

Políticamente, los gobiernos de Felipe González promovieron los GAL, amañaron el referéndum de la OTAN, promulgaron leyes antiterroristas de dudosa factura democrática y fueron los responsables de una desmovilización y desafección política que sólo se vería provisionalmente revertida en mayo de 2011, durante las protestas del 15M. ¿Y desde el punto de vista de la cultura democrática? ¿Se abordó con coraje la cuestión territorial que hoy alimenta el retorno del nacional-imperialismo español? ¿Se cerró cuando había sed de democracia la herida de la memoria, que ahora envalentona a la derecha radical? Recuerdo tan solo un dato: las primeras exhumaciones de víctimas del franquismo se realizaron en el año 2000 por iniciativa privada y no hubo una primera y limitada Ley de Memoria Histórica hasta el año 2007. Correspondía a Felipe González la tarea de democratizar la memoria de España y prefirió asentar la idea, insólita en el resto de Europa, de que es posible ser demócrata sin ser antifascista (en este caso antifranquista) y de que, aún más, es el antifascismo (en este caso el antifranquismo) el que es contrario a la democracia. La derecha no ha dejado de beber en ese abrevadero.

En definitiva, González utilizó sus mayorías parlamentarias para incumplir el mandato popular de 1982 y preparar el desembarco en 1996 de la derecha, que se encontró con casi todo el trabajo ya hecho. En esos catorce años, el felipismo había dejado las cosas atadas y bien atadas. La democracia realmente existente que tenemos no fue obra ni de Franco ni del rey Juan Carlos o no solamente; fue obra, por acción o por omisión, de Felipe González. Así que podría decirse que las amenazas ahora a la democracia en España confluyen desde dos fuentes: una “ola” planetaria en un mundo globalizado y altamente tecnologizado; y una derecha local que regurgita el «mal español» mientras reedita, con conciencia o sin ella, el modelo de Felipe González. Me atrevería incluso a decir esta barbaridad: si nos fijamos bien, el ayusismo, esa combinación de neoliberalismo, populismo y chulería, es más heredero del felipismo que del franquismo.

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