Si permitimos que la percepción colectiva quede en manos de algoritmos y operadores políticos, la democracia se degrada en un espectáculo vacío. Pero si exigimos transparencia, responsabilidad y ética en el uso de las tecnologías digitales, podemos recuperar el espacio público como un bien común. La denuncia que vincula a un ex miembro del directorio de Canal 13 con una red de trolls y bots al servicio de José Antonio Kast no es un hecho aislado ni un simple escándalo mediático. Es un síntoma de algo mucho más profundo: la forma en que la política contemporánea se ha aliado con el capitalismo digital para disputar la atención, manipular las emociones y colonizar la percepción colectiva.
Las noticias falsas no prosperan porque la gente sea ingenua, sino porque explotan la psicología humana.
A esto se suma el efecto de verdad ilusoria: aquello que escuchamos repetidamente, aunque sepamos que puede ser falso, termina pareciéndonos familiar y por tanto creíble. Los ejércitos de bots se aprovechan de este sesgo repitiendo un mismo mensaje miles de veces hasta instalarlo como parte del sentido común.
Finalmente, la psicología social nos recuerda que somos seres profundamente influenciados por la percepción de consenso. Cuando vemos miles de cuentas difundiendo la misma idea, sentimos que “todos piensan así”. Esa ilusión de mayoría es quizás el arma más poderosa de los trolls: fabricar apoyo masivo para convertir la excepción en norma.
En los años setenta, Louis Althusser habló de los “aparatos ideológicos” —escuela, familia, medios— que producían sujetos funcionales al orden social. Medio siglo después, esos aparatos se han transformado en plataformas digitales gobernadas por algoritmos.
La lógica de estas plataformas no es informar ni educar, sino maximizar el tiempo de conexión y la monetización de la atención. En ese esquema, lo verdadero no importa. Lo que gana es lo más viral, lo más emocional, lo más extremo.
Aquí se encuentra la convergencia peligrosa: mientras las plataformas buscan rentabilizar nuestra atención, los proyectos políticos autoritarios encuentran en ese modelo un terreno ideal para instalar miedo, odio y resentimiento como emociones dominantes.
La denunciada red de trolls y bots ligada a Kast no busca dialogar con la ciudadanía ni defender ideas en un debate abierto. Su objetivo es mucho más sutil y dañino: fabricar un clima político donde el autoritarismo parezca inevitable.
Repetir que la democracia está en crisis instala la idea de que “se necesita mano dura”.
Presentar a los migrantes como amenaza normaliza la xenofobia como sentido común.
El resultado no es convencer con argumentos, sino acostumbrar a la sociedad a aceptar retrocesos democráticos como si fueran naturales. Lo que ayer parecía impensable, hoy se presenta como necesario.
Las redes de bots y fake news no solo distorsionan información. Erosionan algo mucho más fundamental: la autonomía cognitiva de las personas y la confianza mínima que sostiene la vida democrática.
El dilema es ético y político a la vez. ¿Queremos una democracia basada en el debate y la verdad construida colectivamente, o aceptaremos un escenario donde lo único que importa es quién logra manipular mejor los algoritmos?
Frente a las redes de desinformación y bots, no basta con señalar culpables. Necesitamos recuperar el control de nuestra percepción y organizarnos como comunidad política. Eso implica dos niveles de acción: lo cotidiano y lo colectivo.
Practicar la pausa de 10 segundos: antes de compartir un contenido, detenerse y preguntar: ¿de dónde viene?, ¿quién lo dice?, ¿tiene respaldo en más de una fuente confiable?
Sospechar de lo viral repentino: muchas campañas de bots se notan por su intensidad artificial. No todo lo que aparece masivo lo es.
Diversificar las fuentes de información: no depender de una sola red o medio. Seguir medios independientes, portales de verificación y también informarse fuera de las redes sociales.
Conversar fuera del algoritmo: hablar con familia, amistades y vecinas/os. El diálogo directo es antídoto contra la burbuja digital.
Como ciudadanía podemos levantar demandas claras para defender la democracia frente a la manipulación digital:
Lo que está en juego no es solo quién gana una elección. Lo que está en juego es la posibilidad misma de construir realidad en común.
Si permitimos que la percepción colectiva quede en manos de algoritmos y operadores políticos, la democracia se degrada en un espectáculo vacío. Pero si exigimos transparencia, responsabilidad y ética en el uso de las tecnologías digitales, podemos recuperar el espacio público como un bien común.
Defender la democracia hoy significa defender nuestra mente, nuestro lenguaje y nuestra capacidad de decidir juntos. No se trata de nostalgia por un pasado sin redes sociales, sino de luchar para que la verdad siga importando en el futuro.
Autor
Biólogo y profesor.