Por Mario Casalla*
(para La Tecl@ Eñe)
No hace mucho releí el pequeño ensayo de Séneca “Sobre la Ira”. Es un texto que tiene ya casi veinte siglos, pero conserva intacta su frescura y su vigencia. Útil tanto en lo personal, como en lo público, hoy podría perfectamente leerse como un manual básico de psicología, tanto como un buen catálogo para ejercer la política, ser gobernante, funcionario, juez, o simple ciudadano de a pie. Porque ninguno de los mortales está exento de ella, ahora o en el futuro. Nos referimos a un peligro que afecta siempre a las personas, aquí y en todas partes, y que nada tiene que ver con diferencias de estilos o liderazgos -siempre comprensibles- sino con un tema mucho más de fondo. Séneca (filósofo, político, senador, hombre de consulta) que vivió y actuó bajo los gobiernos despóticos de Calígula, Claudio y Nerón, sabía muy bien de qué se trataba. Vio incendiarse la gran Roma y prefirió el suicidio silencioso en una tina al bullicioso calvario de la prepotencia, la arbitrariedad y la espiral creciente de una violencia sin sentido.
UNA LOCURA TRANSITORIA
Así la denomina Séneca, siguiendo al poeta Horacio: la ira es una “locura transitoria” (brevis), pero locura al fin. Es que no se parece a ninguno de los otros sentimientos (miedo, dolor, coraje, etc), precisamente porque la ira no admite grados, ni acepta razones de ninguna naturaleza. Cuando nos toma, la ira nos hace suyos por completo, como la locura: “pues al igual que ella no tiene dominio de sí misma, olvidada del decoro, desmemoriada de sus obligaciones, tenaz y obstinada en lo que ha empezado, cerrada a la razón y los consejos, exasperada por motivos banales, incapaz de discernir lo justo y lo verdadero, se parece a las ruinas que caen destrozadas sobre aquello que aplastaron”. Como la ira sólo aspira a la venganza total e inmediata de la supuesta (o real) ofensa, suele terminar –a un tiempo- tanto con el ofensor como con el ofendido. De ahí que no haya mayor peligro para las ciudades, para los pueblos y para los individuos que ser objeto de la ira de otros. Tanto es así que ese fatal sentimiento, inaugura prácticamente la literatura de Occidente: cantando “la ira de Aquiles” (que llevó a la destrucción de Troya), se inicia la “Ilíada” de Homero y de allí en adelante, o vaya usted al cine, “Django sin cadenas” de ese gran director que es Quentin Tarantino, y apreciará cómo la ira puede sostener casi hasta la muerte a varios de sus diferentes personajes. Claro, el pobre de Séneca tenía el cine a domicilio: imagínese a Calígula que degollaba a los que lo miraban mal mientras paseaba por los jardines imperiales; o a Nerón mandando incendiar Roma; o al irascible Cleto que era tan iracundo que le molestaba hasta cuando lo aplaudían o consentían para no despertar su ira. Cuenta Séneca que –cenando Cleto con un cliente que le daba siempre la razón- se para en un momento y le grita a la cara: “¡Contradíceme en algo, para que seamos dos!”. Con lo cual ni aplaudidores, ni retadores, lograrán nunca terminar con la ira del otro. Como ésta es en el fondo locura, lo mejor es evitarla, dirá Séneca. Durante un tiempo lo logró con el joven Nerón (de quien fue preceptor) pero, crecido éste, la ira pudo más y prefirió suicidarse a padecerla en carne propia. Sin embargo, hábil político y filósofo, no es lo que aconseja hacer a quien esté cerca de un iracundo. Hay algunas otras posibilidades, no muchas, es cierto, pero las hay para quiénes no se dejen arrastrar a esa “locura brevis”.
CONSEJOS ANTES PERSONAS IRACUNDAS
Si se me permite sintetizarlos, diría que son esencialmente tres: 1°) no intente hacer entrar en razones al hombre tomado por la ira: la “razón” no es cosa que lo convenza, ni a la que pueda acceder; 2°) no quiera enfrentarlo (doblando la violencia), ni quiera calmarlo aplaudiendo sus actos, no es esta la forma en que la locura cesará; 3°) por el contrario salga de su camino, quite de éste las cosas que desea preservar y espere a que cese por sí misma. A la larga o a la corta lo hará, ya que no es propiamente una psicosis. O sea, respete el tiempo de la ira sin tratar de imponer el suyo. Luego –si el iracundo no muere en el intento- ya vendrá la posibilidad del volver a conversar (para lo cual será fundamental que usted tampoco haya muerto en ese rapto). ¿Quién no recuerda una escena familiar donde alguien nos ha dicho (sensatamente): “mira, ahora es mejor que lo dejes sólo”? Pero claro, esto -que es muy práctico y sensato en el campo de lo individual- no es tan posible ni fácil en el terreno de lo público, de lo político: ¿cómo dejar a solas al mandatario o magistrado iracundo bajo cuyo poder estamos? Y es aquí cuando pasamos a otra peculiaridad de la ira: es uno de los pocos sentimientos que tiene una verdadera dimensión política, ya que afecta no sólo a individuos sino a pueblos enteros y pone muchas veces a las naciones unas contras otras; es así una causa mayor que provoca guerras (tanto civiles, como internacionales). Por la ira de Aquiles ardió Troya, por la de Nerón ardió Roma; por la ira se enfrentaron entre sí pueblos semitas, y blancos contra negros dentro de una misma comunidad política. Y si sigue usted la cuenta, amigo lector, no le llevará mucho llegar hasta el presente.
LA IRA DE LOS QUE TIENEN PODER
Como la ira no reconoce razones, ni respeta la justicia, ni acepta límites, sino que –en cada uno de esos casos- impone las propias como únicas válidas: a mayor poder del iracundo, mayor peligro para quienes lo sufren. Y es aquí cuando Séneca dedica varias páginas a los hombres con responsabilidades públicas. Como romano del siglo I (aunque “español”, nacido en Córdoba, Hispania), le preocupaba la ira de tres personajes claves: los gobernantes, los jueces y los militares. Es que el emperador, los senadores o los jueces, dominados por la furia, eran verdaderos peligros públicos: “con estos se enojan, después con aquél; con los esclavos después; con los conocidos, después con los desconocidos, pues por todas partes sobran los motivos, si no media un talante conciliador”. En cuanto a la ira de los legionarios con mando, es también terrible en consecuencias: no sólo les nubla las estrategias racionales para vencer al enemigo, sino que pueden ser fácilmente arrastrados e instrumentados por los deseos de los políticos a sus guerras civiles o particulares. En un momento –a la vez dramático y poético del texto- el viejo Séneca les advierte: “Tu furia te arrastrará de aquí hacia allí, de allí a otra parte y, como irán surgiendo continuamente nuevos acicates, tu rabia no tendrá fin…”, y les pregunta: “para, desdichado, ¿cuándo vas a amar?”. Pregunta sin respuesta, claro, para el hombre raptado por la ira. Por eso, sabiendo que no es posible entrar en “razones”, ni pedirles amor, termina entonces –como buen filósofo y psicólogo- mostrándoles lo que se pierden al volverse locos: “¡Cuánto más adecuado era en realidad ganar amigos, aplacar enemigos, administrar asuntos públicos, que meditar qué mal le puedes hacer a uno, qué golpe vas a asestar a su dignidad o a su patrimonio o a su cuerpo, cuando esto sin conflicto ni peligro no te puede resultar, aunque cargues contra un inferior”! Y agrega un excelente consejo para asesores (atención usted que a lo mejor trabaja cerca de gobernadores, ministros, jueces o influyentes de cualquier tipo): la mejor ayuda que puede hacer en favor de sus conciudadanos –mientras dure el ataque de ira de su jefe de turno- es tratar de que no firme, ni haga nada. El mismo seguramente se lo agradecerá, si se sobrepone a esa locura transitoria. Caso contrario, arderán Troya, Roma o hasta nuestra querida Argentina, si se da el caso. Mucho más con el actual presidente en la Casa Rosada, siempre dispuesto a generar un conflicto más o a comprarlo si es necesario.
* Filósofo y escritor, preside la Asociación de Filosofía Latinoamericana y Ciencias Sociales (ASOFIL).