Hacia una transformación antropológica

No es una mera coincidencia que la crisis de la reproducción se esté materializando actualmente en tres ámbitos en particular: crisis de los sistemas nacionales de salud (el abandono del cuerpo enfermo), crisis de la reproducción biológica (crisis demográfica) y crisis de la reproducción medioambiental. Podemos afirmar que la crisis de la reproducción social representa también la summa de las crisis a las que nos enfrentamos hoy en día, porque amenaza con inducir una transformación antropológica.

CRISIS DE LA REPRODUCCIÓN SOCIAL Y REINVENCIÓN DE LO COTIDIANO

Por CRISTINA MORINI (Italia), periodista, ensayista, investigadora feminista

En el capitalismo contemporáneo, en el que las plataformas tecnológicas y las aplicaciones organizan el sometimiento de la vida a la ley del valor, la reproducción social va más allá de la familia y los cuidados, porque define nuevos vínculos productivos a los que se nos pide que nos adaptemos, situados entre lo biológico y lo social, entre los cuerpos y sus relaciones recíprocas y con el mundo que los rodea. Sin embargo, la centralidad que asume hoy la reproducción social, convertida en el eje de la producción contemporánea de valor, la coloca precisamente en una situación de crisis permanente. Cuanto más tienden los actos de la vida (cuidados, lenguaje, relaciones) a convertirse en una mercancía cualquiera y, por consiguiente, en objeto de mercantilización e intercambio económico, directo o indirecto, más pierden su sentido en la red de relaciones sociales y eróticas y en la red de los vínculos de solidaridad existentes entre los seres vivos. Esta desvalorización se manifiesta especialmente en tres ámbitos de crisis: crisis de los sistemas nacionales de salud (abandono del cuerpo enfermo), crisis de la reproducción biológica (crisis demográfica) y crisis de la reproducción medioambiental. La crisis de la reproducción social representa la suma de las crisis a las que nos enfrentamos hoy en día, porque ella amenaza también con inducir una transformación antropológica. De aquí debemos empezar.

Muta la raza, muta ahora la especie, dentro de poco esos rostros serán apenas percibidos y si son percibidos, también ellos serán en realidad imperdonables, por lo extraños al contexto, al sistema que los encierra.

Cristina Campo, Gli imperdonabili, Milán, Adelphi, 1987.

La flexibilidad del capitalismo no deja de desafiarnos, ya que trata de colonizar el entorno y las capacidades de toda entidad viva o dadora de vida, ya sea el aire, el agua o la piedra. El análisis de este proceso, que también se ha hecho transparente gracias a los cambios acaecidos en los paradigmas tecnológicos y de la organización del trabajo, así como climáticos, debe mucho al pensamiento de las mujeres. Estas mujeres llevan mucho tiempo insistiendo en la necesidad de centrarse en una política de la vida[1], capaz de sentir y responder a los asaltos dirigidos contra la importancia primordial de lo que actualmente se entiende como puro «capital biológico» o «capital humano», que ha de ser explotado. Por esta razón no debería citarse en vano a determinados autoras, como si estuvieran llevando a cabo una tarea preocupada por la situación de las minorías que, si no se metaboliza bien, se reduce en última instancia a una especie de índice generalista. Hay que añadir que la biopolítica y el gobierno de las especies vivas no pueden ser minimizados precisamente hoy, si de verdad queremos llevar a cabo una reconstrucción seria de las tensiones con las que nos confrontan las crisis organizadas del presente.

La idea decimonónica del sistema de fábrica, que se desarrolló ampliamente a lo largo del siglo XX, se ha transformado radicalmente. Pero tampoco la reproducción es lo que era: situada fuera de los confines del hogar, mucho más allá de la familia y del cuidado de la pareja y de los hijos e hijas, define nuevos vínculos productivos a los que se nos pide que nos adaptemos, situados entre lo biológico y lo social, entre los cuerpos y la relación que estos mantienen entre sí y con el mundo que los rodea. Simula así la naturaleza de lo social, que se basa en interacciones y relaciones, incluso aunque estas se produzcan a través de una serie de infraestructuras tecnológicas. Ello no significa que el trabajo doméstico o de cuidados, ni mucho menos la reproducción biológica, no se vean afectados por la crisis de la reproducción social a la que nos enfrentamos actualmente. La crisis del Estado de Bienestar es, evidentemente, una crisis de reproducción social y vuelve a convocar, a la postre, a los mismos sujetos (mujeres, migrantes, pobres, jóvenes) en los idénticos y frágiles papeles de siempre, aunque lo haga con una nueva sobrecarga de desventajas y de marginación. Los datos del último informe de Cáritas indican que en Italia viven 5,7 millones de personas en situación de pobreza absoluta, que un elevado número de «trabajadores pobres» recurre a los servicios de las parroquias desde hace al menos cinco años, entre quienes destacan los jóvenes adultos (18-24 años) y los extranjeros en tránsito (sobre todo procedentes de África Occidental), y que quienes piden ayuda son mayoritariamente mujeres (52,1 por 100). Triplicada desde 2008, cuando afectaba a 1,8 millones de personas, la pobreza se ha convertido en «estructural». Los grupos más débiles están sufriendo subidas de precios del 17%.[2]

Todo ello se ha consumado rápidamente: estamos ante la creación de una economía que pone en el centro la explotación de la vida biológica y sensible. Las nuevas formas de producción se centran objetivamente en la posibilidad de obtener plusvalor directamente de la vida, de su mantenimiento y de sus condiciones de existencia[3]. Lo que excede la normatividad de la economía oficial, lo que va más allá de las modalidades informales admitidas hasta cierto momento en la circularidad de las comunidades, es atrapado en una lectura moralizante y expulsado[4]. Esta transición, que se prolonga desde hace varias décadas y que ha sido analizada por numerosos investigadores e investigadoras y ante todo por un sector del feminismo[5], no borra, por supuesto, la producción industrial, sino que, por un lado, la reorganiza, la deslocaliza del corazón de los países europeos, de Occidente, creador de la primera revolución industrial, mientras que, por otro, la reinterpreta e invierte masivamente en las ciencias de la vida (industria biotecnológica, investigación genética, industria farmacéutica, industria de la salud) y también, cada vez más, en la industria de la guerra y de la reconstrucción. La guerra desempeña su papel en las nuevas formas asumidas por la reproducción contemporánea destinadas a rediseñar las hegemonías económicas, que se traducen en formas de explotación y acumulación extraídas directamente de las condiciones de vida de los seres humanos y no humanos. Cuando se observa a través de la lente de las formas modernas de acumulación reproductiva, la guerra es la herramienta más eficaz para reafirmar las formas de dominación biopolítica sobre las existencias. Y ello no sólo por las funciones históricas que la guerra ha desempeñado durante milenios, que obviamente permanecen intactas, ni tampoco porque desvíe inversiones públicas masivas del compromiso con el cuidado de lo que está vivo, sino también porque coopera ferozmente para que se realicen definitivamente procesos de selección para separar a los que pueden disfrutar del derecho a la existencia de los que pueden ser privados de él. Hay que subrayar, necesariamente, que los instrumentos de guerra utilizados hoy en día tienen un alto impacto medioambiental y pueden contaminar los cuerpos, ya sea directamente (inhalación, exposición) o indirectamente a través de las cadenas alimentarias. Hay que recordar que una represa bombardeada en Ucrania representa un ecocidio, ya que destruye culturas e imposibilita la supervivencia de casi un millón de personas durante años, como explicaba un reciente artículo de Nature[6].

Consideremos, en este desorden sin sentido, el papel asumido por el empobrecimiento definitivo de poblaciones enteras, que se amplifica fuera de toda proporción por las guerras en medio de la escasez de recursos de un planeta superpoblado, que ya ha sido saqueado por el capitalismo durante siglos y que redunda en la imposibilidad cada vez más flagrante de la huida y el nomadismo. En este sentido podemos decir que el dominio de la guerra sobre las condiciones de vida de la población civil, que es afectada por ella de forma directa o menos explícita, pero siempre fundamental por los numerosos conflictos bélicos en curso, corre el riesgo, paradójicamente, de ser más gravosa que en el pasado. Guerra contra la vida ha dicho, no al azar, el movimiento de las mujeres durante los últimos meses, vinculando los efectos multidimensionales de vulnerabilidad entrecruzados que ésta genera. Maria Luisa Boccia ha señalado la «vuelta a la normalidad de la guerra»[7]. Sin duda hay que añadir el papel desempeñado por la inflación y la suba de los precios, entre otros factores, en la creación de esta vulnerabilidad, los cuales han sido explicitados en el Diario de la crisis que venimos desarrollando y puestos de relieve en DeriveApprodi, Effimera y El Salto durante los últimos meses[8].

Hoy, los intermediarios financieros durante el periodo ininterrumpido de crisis que comenzó en 2008 y culminó con la pandemia y una nueva guerra en Europa, aconsejan la compra de «acciones defensivas», es decir, de acciones de empresas que tienen que ver con la producción esencial, «indispensable». ¿De qué estamos hablando? Precisamente de inversiones en empresas del sector sanitario, de los servicios públicos, de la producción de bienes de consumo primario, pero también de la industria bélica. La demanda de medicamentos y de tratamientos médicos no es impulsiva y no se verá afectada por la debilidad del sistema económico o el hundimiento de los mercados. La demanda de estos bienes sigue estando impulsada por la necesidad ineludible de productos literalmente vitales. En cualquier caso, la gente necesitará sus medicamentos, incluso durante una crisis. De hecho, dependiendo de las razones de la propia crisis, la demanda puede incluso aumentar. Hemos visto claramente el aumento exponencial de la misma generado durante la epidemia de la Covid 19 y cómo las confusiones e inseguridades relacionadas con la pandemia provocaron una avalancha adquisitiva de bienes de consumo primario. De hecho, el sector sanitario constituye hoy día una importante porción de la economía mundial, abarcando una serie de sectores que van de las empresas farmacéuticas a los servicios sanitarios.

Así pues, es evidente que se trata de un negocio que debe sustraerse a la gestión colectiva y entregarse a la privatización y a los sistemas de patentes. La premisa del discurso es, por supuesto, la que vengo insinuando desde el principio de estas notas demasiado breves a la vista de la complejidad del problema, a saber, que debe existir la capacidad de transformar la vida biológica en plusvalor, es decir, en creación de valor en términos económicos donde antes no lo había. Esta premisa ya es en sí misma significativa de una tensión realmente crítica, que indica la crisis del sentido y del valor de la reproducción social, puesto que la pretensión de extraer valor de la vida va estrechamente unida a su desvalorización práctica. La reproducción pasa de ser consumida improductivamente a ser el aspecto más funcional de la acumulación contemporánea. No cambia su origen, ya que sigue siendo acción en/sobre lo social y, sin embargo, corre el riesgo de perderse a sí misma. Cuanto más tienden a convertirse los actos de la vida (cuidados, lenguaje, relaciones) en una mercancía cualquiera, objeto, pues, de mercantilización e intercambio económico, directo o indirecto, más pierden su sentido en la red de relaciones sociales, eróticas, en las conexiones solidarias entre los seres vivos. Cuanto más se llenan los bolsillos de la especulación financiera, más se vacían las relaciones entre los seres vivos, los lazos materiales, afectivos, empáticos, éticos, morales, que nos unen los unos a las otras.

Así pues, la explotación directa de lo vivo genera tanto la extinción como el envilecimiento de las posibilidades y de las condiciones, de la calidad de vida. ¿Estamos tocando (hemos cruzado ya) el límite? La escasez de bienes ambientales que tal explotación implica será cada vez con mayor frecuencia motivo de migraciones y, por lo tanto, de conflictos y viceversa. La crisis de la reproducción social, encerrada en la capacidad de extender las formas de captura de lo económico, se expresa a través del extractivismo, de la fragilización de la existencia, de la ausencia de cuidado por todo lo vivo, hasta el punto de elegir la simbología de la guerra –códigos, lenguajes, representaciones, comportamientos– como instrumento normal de regulación de las relaciones tanto entre los seres humanos como entre los Estados, dejando de lado todo respeto a las convenciones y a los derechos humanos.

En este sentido, la inserción completa de la vida en el circuito del valor se convierte en una crisis de la reproducción social, ya que le quita poder a la comunidad humana y viviente en el sentido más amplio del término para entregárselo a los ámbitos de lo económico y lo militar. Y la crisis de la reproducción social se convierte, evidente y explícitamente, en crisis de los instrumentos que han permitido formas de regulación de la producción a favor de la reproducción (Estado de Bienestar). No pretendo, al decir esto, tomar partido en defensa del Estado, ya que «la propiedad pública estatal se ha construido sobre la misma lógica absoluta y excluyente que la propiedad privada», como han reiterado recientemente Carlo Vercellone, Alfonso Giuliani y Francesco Brancaccio[9]. En todo caso, siempre he señalado que las formas de seguridad social eran «incompletas» para las mujeres y que se basaban en una idea de ciudadanía encarnada por el hombre blanco asalariado. Sin embargo, es innegable que el Estado de Bienestar y los «compromisos fordistas» aliviaron las presiones sobre la reproducción mediante la inversión de recursos públicos en sanidad, educación, atención a la infancia y pensiones de vejez.

No es una mera coincidencia que la crisis de la reproducción se esté materializando actualmente en tres ámbitos en particular: crisis de los sistemas nacionales de salud (el abandono del cuerpo enfermo), crisis de la reproducción biológica (crisis demográfica) y crisis de la reproducción medioambiental. En cuanto a la primera crisis, algunos datos italianos recientes son despiadados. El proceso de desfinanciación de la sanidad pública en beneficio de su privatización avanza a ritmo constante, a pesar de que la emergencia de la Covid-19 haya demostrado lo crucial que es la prevención sanitaria territorial para mantener la salud pública. En el trienio 2024-2026, frente a un crecimiento medio anual nominal del PIB del 3,6 por 100, el Documento Economico Finanziario italiano (Presupuestos Generales del Estado) para el ejercicio de 2023 estima la proporción de crecimiento del gasto sanitario en el 0,6 %. La proporción gasto sanitario/PIB disminuye así del 6,7 % en 2023 al 6,3 % en 2024 y al 6,2 % en 2025-2026. Al mismo tiempo, hay una hemorragia creciente de trabajadores sanitarios (30.000 trabajadores menos en los últimos diez años) y, como consecuencia, las listas de espera crecen exponencialmente hasta el límite de dos años para poder hacerse una mamografía. Según un estudio del Istituto Nazionale di Statistica, durante la emergencia sanitaria la proporción de personas que renuncian a servicios sanitarios considerados necesarios casi se ha duplicado, pasando del 6,3 % en 2019 al 9,6 % en 2020 y al 11,1 % en 2021[10].

Si, por otra parte, nos referimos a la dinámica demográfica (reproducción biológica), las nuevas previsiones sobre el futuro demográfico del país, actualizadas a 2021, confirman la presencia de un potencial cuadro de crisis[11]. La población residente disminuye, pasando de 59,2 millones el 1 de enero de 2021 a 57,9 millones en 2030, 54,2 millones en 2050 y 47,7 millones en 2070. La proporción de personas en edad de trabajar (15-64 años) con respecto a las personas en edad de no trabajar (0-14 y mayores de 65 años) disminuirá de aproximadamente tres a dos en 2021 a aproximadamente uno a uno en 2050. La población de 65 años o más representa actualmente el 23,5 % del total, la de hasta 14 años el 12,9 %, la de 15 a 64 años el 63,6 %, mientras que la edad media se acerca a los 46 años. De hecho, la población de Italia se encuentra ya en una fase pronunciada y prolongada de envejecimiento. Las perspectivas futuras apuntan a una amplificación de este proceso, regido en su mayor parte por la actual estructura por edades de la población y, sólo en menor medida, por los cambios imaginados en la evolución de la fecundidad, la mortalidad y la migración, a tenor de una relación de importancia de aproximadamente dos tercios y un tercio, respectivamente. En 2050 las personas de 65 años o más podrían representar el 34,9 % de la población total. El impacto en las políticas de protección social será importante, ya que estas tendrán que hacer frente a las necesidades de una proporción cada vez mayor de población anciana. Varios factores contribuyen a este panorama, desde la falta de una política de acogida de inmigrantes capaz de compensar, aunque sólo sea parcialmente, el peso decreciente de los jóvenes, hasta la incertidumbre medioambiental y la excesiva precariedad existencial, que afecta negativamente a las tasas de natalidad. Esta es la manifestación más llamativa de los efectos de la crisis de la reproducción social.

Por último, en el debe de la reproducción medioambiental, la situación se halla aún más deteriorada. A la continua antropización de la tierra, a su expolio con fines de gentrificación, a la creciente organización de grandes eventos con impacto devastador sobre los territorios, se añaden todos los efectos del cambio climático (sequías, inundaciones, etcétera) y el uso continuado de combustibles fósiles. Desde hace tres meses aproximadamente, la temperatura media de la superficie de los mares y océanos de la Tierra es sistemáticamente superior a la de las cuatro últimas décadas: hace cuarenta años la temperatura media era 1° C inferior. Un aumento monstruoso, teniendo en cuenta la energía necesaria para calentar la inmensa masa de agua que componen los mares y océanos de nuestro planeta. Huelga señalar, una vez más, que el aumento de la temperatura de los mares y océanos tiene efectos catastróficos sobre los ecosistemas, así como sobre la humanidad en su conjunto[12].

En conclusión, podemos afirmar que la crisis de la reproducción social representa también la summa de las crisis a las que nos enfrentamos hoy en día, porque amenaza con inducir una transformación antropológica. Se refiere, en definitiva, a la angustia de mantener la cohesión de una sociedad. Si nos falta la vida, si esta se halla atrapada en las mallas cada vez más estrechas de la explotación neoliberal, a través de diversos procesos y dispositivos, también nos falta la resistencia. Resistencia a la flexibilidad del capitalismo y a sus normas ideológicas, que son esenciales para apropiarse, en términos económicos, de la reproducción social, es decir, para legitimar un determinado funcionamiento social y político. En una sociedad cada vez más precaria, corolario de la crisis de la reproducción social y de la atomización que esta crisis genera, podemos experimentar la angustia derivada de la «privación cada vez más drástica de los vínculos y de la aparición progresiva de la incapacidad no sólo para crear nuevas relaciones, sino también para mantener las ya existentes»[13].

Así pues, hay que reinventar la cotidianidad, el sentido de la proximidad, las interrelaciones materiales y sentimentales con los demás. Hay que conjurar el riesgo de ruptura que arrastra consigo la crisis de la reproducción social para mantener la cohesión de la comunidad humana y no solo. Nos enfrentamos al inmenso problema de la «mutación de la esfera de lo sensible y del psiquismo colectivo […] y la consiguiente desanimación del cuerpo»[14], mientras son expurgadas del discurso político las nuevas, eternas, necesidades primarias de la vida y de las posibilidades de la existencia (el derecho a la vivienda, el derecho a la educación, el derecho a la salud, el derecho a una jubilación, el derecho a una renta básica) y percibimos la inscripción de los procesos biológicos en vivo en las relaciones laborales.

Nos encontramos en una clara situación de malestar (o ante una paradoja), ya que nos enfrentamos a un cambio extraordinario que ha marcado toda la economía política masculina: en el momento mismo en que cada acto de la vida humana se incluye en una cadena de valor, es decir, produce «valor», este valor se evapora, pierde su reconocimiento y se convierte en no cuantificable. La disparidad entre la experiencia femenina y la representación del desarrollo humano se ha interpretado generalmente como una carencia de las mujeres. «Pero, ¿no será en realidad que la incapacidad de las mujeres para encajar en los modelos existentes de crecimiento humano es indicativa de una deficiencia en la representación, de una visión atrofiada de la condición humana, de la omisión de ciertas verdades sobre la vida?», escribe Carole Gilligan[15]. Restablecer las miradas recíprocas, la ayuda mutua, las formas de reparación, la libertad y la autodeterminación, las formas de intersección entre lo público y los nuevos modelos de autoorganización, la disponibilidad, la limitación de las formas de jerarquía y hegemonía del individuo marginalizado. Este es el cuidado colectivo que necesitamos para empezar y reaprender a defender «un altermundismo biológico», el valor, a nuestra manera, de nuestras vidas[16].

Foto: Effimera

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