La primera experiencia socialdemócrata fracasada

Dos grupos intelectuales jugaron un importante rol en la transición a la democracia argentina: los filósofos del derecho liderados por Carlos Nino, que asesoraron al presidente Raúl Alfonsín en el diseño de la estrategia de derechos humanos, y los intelectuales socialdemócratas que propusieron una reformulación del socialismo en clave democrática y liberal. Volver sobre los debates y las ideas que estos grupos pusieron en juego en un momento fundacional de la democracia argentina tiene una particular importancia en el momento actual donde otra experiencia socialdemócrata, esta vez encapsulada en el peronismo e impulsada por periodistas e intelectuales de mucho menos fuste que aquellos padres fundadores, también acaba de fracasar.

Cuando los intelectuales imaginaron la transición democrática

Cuando los intelectuales imaginaron la transición democrática

El 19 de abril de 1987, el nerviosismo era palpable en la Casa Rosada, la sede de gobierno argentina. Un grupo de militares llevaba días tomando un cuartel en Campo de Mayo y amenazaba con dar un golpe de Estado a tres años del restablecimiento de la democracia en el país. Cientos de miles de personas se habían congregado en la Plaza de Mayo, frente a la casa de gobierno, en oposición al motín y en apoyo de la democracia. Ese día, un hombre permaneció en la antesala de la oficina presidencial sin que nadie reparara en él, mientras veía cómo un sinfín de ministros, líderes de la oposición y empleados entraban y salían de la oficina del presidente. Algún funcionario le dirigió la palabra solo para burlarse de que estaba leyendo un libro en semejante situación. En un momento de breve calma, el hombre pudo entrever a través de las cortinas de tela la sombra solitaria de Raúl Alfonsín, el presidente, caminando nerviosamente de un lado al otro. Comprendió en ese instante que no iba a haber una salida satisfactoria ante el levantamiento del grupo militar, los «carapintadas», que mantenía en vilo a la sociedad argentina en esos días de Semana Santa. Ese hombre era Carlos Santiago Nino y estaba allí porque era uno de los intelectuales más cercanos al presidente Alfonsín1.

Nino fue nada menos que el arquitecto de la estrategia de derechos humanos del primer gobierno democrático luego de la dictadura militar (1976-1983). Esta cuestión fue un tema central de los primeros años de la transición que comenzó en 1983 con la elección de Alfonsín, el líder de la Unión Cívica Radical (ucr), partido centenario tradicionalmente asociado a las clases medias. Argentina, cuyo siglo xx había estado marcado por sucesivos golpes militares, debía dejar atrás su pasado autoritario y establecer bases democráticas sólidas para su porvenir. Se trató de años durante los cuales la democracia se convirtió en la piedra angular de todos los discursos sobre el país sudamericano. «Con la democracia se come, se cura, se educa» fue la emblemática frase con que Alfonsín cerró su discurso inaugural frente a la Asamblea Legislativa el 10 de diciembre de 1983. Esa afirmación hiperbólica, que le adjudicaba a la democracia una cualidad casi omnipotente, sintetizó las expectativas generadas por el fin de la dictadura militar y el inicio de una nueva etapa. Sin ir más lejos, la estrategia de derechos humanos que Nino y sus colegas diseñaron en esos años tenía el objetivo principal de establecer cimientos sólidos, basados en principios éticos, para la democracia argentina.

Con la amenaza de los «carapintadas» en 1987, que se oponían a los juicios por delitos contra los derechos humanos que estaba llevando a cabo la justicia civil, parecía que esa estrategia de justicia retroactiva que tanto entusiasmo había generado en la sociedad comenzaba a tambalearse2. Ese mismo 19 de abril, los militares amotinados pidieron que el propio Alfonsín, y no los ministros que hasta entonces el presidente había enviado para negociar con los insurgentes, se presentara en persona ante ellos. Luego de rezar en la capilla de la Casa Rosada, Alfonsín se subió a un helicóptero que lo llevó a Campo de Mayo. No hay registros de lo que ocurrió en esa reunión, pero el presidente volvió a las pocas horas y se dirigió a los manifestantes que se encontraban en la Plaza de Mayo. «La casa está en orden y hoy no hay sangre en la Argentina», les dijo en una frase célebre, y luego los conminó a volver a sus hogares. Los militares se rindieron y unos días después Alfonsín envió el proyecto de Ley de Obediencia Debida al Congreso, que limitaba el alcance de los juicios para militares de bajo rango involucrados en crímenes cometidos bajo la dictadura, lo que fue interpretado como una claudicación del presidente ante la presión militar. A partir de ese momento, Alfonsín perdió el apoyo de un gran espectro de actores políticos, incluidos los intelectuales de izquierda y centroizquierda.

En un episodio bastante singular de comunión entre ideas y política, los intelectuales jugaron un rol fundamental en la transición. Un primer círculo de pensadores estuvo constituido por aquellos que trabajaron en la estrategia de derechos humanos del gobierno, entre quienes se destacaron Nino, Jaime Malamud Goti y Martín Farrell. Un segundo grupo más amplio, que mantuvo una cierta distancia del gobierno, pero que sin embargo produjo una renovación en las ideas políticas, estuvo constituido por lo que podría llamarse la intelectualidad socialdemócrata. De este último grupo, algunos ocuparon puestos en el gobierno o actuaron como consejeros del presidente, y muchos apoyaron al proceso de transición desde una posición externa al poder.

A 40 años de la recuperación de la democracia, vale la pena preguntarse cómo estos círculos concéntricos de intelectuales que rodearon al presidente contribuyeron a los debates de la transición argentina. Para entender cuál es su historia, hay que mirar el arco temporal que va de las elecciones de 1983 a los comienzos de 1987, marcados por el levantamiento militar de Semana Santa y la desilusión con el gobierno; desilusión a la que se le sumaron el estancamiento económico y la crisis inflacionaria de fines de la década de 1980. Fue, en definitiva, un episodio bastante único de colaboración entre intelectuales y política, condensado en unos pocos años que marcaron la naciente democracia. Fueron años que Beatriz Sarlo, una de las intelectuales principales del grupo socialdemócrata, alguna vez recordó como «el mejor momento de la sociedad argentina»3.

Los «filósofos» y el Juicio a las Juntas

«Nos impresionó de Alfonsín su compromiso con principios éticos, su disposición a la discusión de ideas y su cálida personalidad»4. Así describió Carlos Nino su primer encuentro con Alfonsín, el cual tuvo lugar hacia fines de la dictadura militar. Era en las postrimerías de la derrota argentina frente al Reino Unido en la Guerra de Malvinas de 1982, el evento que forzó a los militares a llamar a elecciones. Para ese momento, Nino, un filósofo del derecho reconocido internacionalmente5, había empezado a pensar, junto con Jaime Malamud Goti, cómo podía implementarse la justicia retroactiva en el caso argentino6. Ellos dos, junto con Martín Farrell, fueron los principales colaboradores de Alfonsín en su estrategia de derechos humanos. El presidente los bautizó como «los filósofos».

La estrategia pensada por los filósofos tuvo dos ejes fundamentales: por un lado, la creación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) y, por el otro, la realización del juicio a las juntas militares. La Conadep fue la encargada de investigar el destino y paradero de los desaparecidos y de recibir testimonios de víctimas, familiares de víctimas y miembros de las Fuerzas Armadas y de seguridad. Su función principal fue recolectar la información disponible sobre la desaparición de personas en Argentina para entregarla al Poder Judicial. Nino, por ejemplo, participó activamente en la selección de los miembros de la comisión, que debían ser figuras públicas destacadas sin filiación política7. Malamud Goti, por otra parte, trabajó en la conformación de la Corte Suprema y la designación de los jueces de la Cámara Federal de Apelaciones en lo Penal, un paso necesario para «depurar» a la justicia de jueces alineados con los militares.

El trabajo de la Conadep fue fundamental porque ofreció la base sobre la cual se recolectaron las pruebas en las causas contra los militares. Pero más aún, la comisión hizo públicos los crímenes cometidos bajo la dictadura. Luego de nueve meses de trabajo incansable, en septiembre de 1984 presentó su informe final titulado Nunca más, que, editado como libro, se convirtió en un best seller. En el Nunca más, miles de testimonios revelaban que la represión militar había sido un plan sistemático de secuestro, tortura y desaparición de personas altamente coordinado, y que los «excesos» que se habían cometido no habían sido, como sostenían los militares, hechos aislados. Las víctimas contaban detalles sobre los métodos de tortura, las violaciones y el robo de bebés nacidos en cautiverio. Era, en definitiva, un repertorio de narraciones espeluznantes que desafiaba las mentes más imaginativas. Para una sociedad como la argentina, que había permanecido mayoritariamente ciega a los acontecimientos, en parte por la censura que ejercía el régimen, pero en parte también por una suerte de tácita complicidad, el Nunca más fue revelador sobre los niveles de inhumanidad con que se condujeron los militares.

El segundo eje fundamental de esta estrategia de derechos humanos fue el juicio a las juntas militares que gobernaron el país entre 1976 y 1983. Dos cuestiones deben tenerse en cuenta para poder captar la dimensión que tuvo el juicio. La primera es que la posibilidad de enjuiciar a los militares era vista con gran escepticismo; nadie creía que se podían llevar a cabo acciones penales sin provocar una reacción desmedida de las Fuerzas Armadas. Como escribió el propio Nino en Juicio al mal absoluto, las amnistías frente a las violaciones de derechos humanos, no el castigo, habían sido hasta ese momento la norma en los procesos transicionales en todo el mundo8. Por otra parte, los militares habían decretado una ley de autoamnistía (Ley 22.924 de Pacificación Nacional), que había tenido el visto bueno de varios sectores políticos, incluido el candidato peronista para las elecciones de 1983 Ítalo Argentino Luder. Que los militares –que apenas habían dejado el gobierno y tenían suficiente poder para condicionar el proceso de transición– se sometieran a la justicia civil parecía imposible.

La segunda cuestión es que los juicios, como Nino también expresó en su libro, no tenían como único fin la justicia retributiva, es decir, establecer un castigo que «retribuyera» los daños cometidos. Citando las ideas de Hannah Arendt sobre el mal absoluto en relación con los crímenes nazis, Nino pensaba que el «mal radical» que se apoderó del Estado argentino en los años de la dictadura no podía ser juzgado ni perdonado. Más bien, los juicios debían realizarse con miras hacia el futuro: eran la garantía de que no se produjeran futuras violaciones a los derechos humanos. Más aún, Nino pensaba que era una manera de establecer bases democráticas sólidas conducentes a superar algunos de los problemas persistentes del funcionamiento institucional de Argentina, tales como el dualismo ideológico, el corporativismo, la anomia y la concentración de poder9. Nino y sus colegas tuvieron un rol fundamental en idear los mecanismos conducentes a la realización de los juicios, entre los cuales se contaban la anulación de la ley de autoamnistía que habían sancionado los militares y toda una serie de recursos legales técnicos para lograr trasladar los casos de violaciones de derechos humanos de la justicia militar a la justicia civil, la reconstrucción de un Poder Judicial independiente y la creación de la Conadep.

Las audiencias públicas del Juicio a las Juntas comenzaron en abril de 1985. El fiscal Julio Strassera fue el encargado, junto con un equipo de jóvenes trabajadores del Poder Judicial, de presentar una serie de pruebas que establecieron la sistematicidad con que se había llevado a cabo la represión ilegal. Luego de varios meses en los que víctimas, perpetradores, políticos y especialistas dieron su testimonio, Strassera dio conclusión a su caso argumentando que los altos mandos militares eran culpables, tanto por comisión como por omisión, de delitos de lesa humanidad, desechando el argumento de los militares basado en la legítima defensa (la idea de que estaban en una guerra legítima contra la «subversión»). Concluyó su alegato diciendo, en una formulación que sería recordada décadas después como una especie de punto de inflexión histórico, que renunciaba a toda pretensión de originalidad al usar «una frase que ya le pertenece a todo el pueblo argentino: ‘nunca más’».

El 9 de diciembre de 1985, a dos años de la vuelta a la democracia, la Cámara anunció públicamente su decisión. Los principales miembros de las juntas militares que gobernaron Argentina entre 1976 y 1983 fueron encontrados culpables y recibieron sentencias; en los casos del ex-presidente Jorge Rafael Videla y el comandante de la Armada y miembro de la junta militar Emilio Massera, se los sentenció a prisión perpetua, mientras que el resto recibió condenas de entre 4 y 17 años. Los líderes de las guerrillas que habían cometido crímenes también fueron juzgados. La sentencia fue ejemplar y constituyó un precedente internacional de justicia transicional de gran magnitud. Se cumplía, además, el objetivo de juzgar a los máximos responsables de los crímenes de la dictadura, algo que Alfonsín había promovido desde el inicio de su gobierno10. Pero pronto quedaría en evidencia que la estrategia que Alfonsín y sus consejeros habían diseñado estaba lejos de ser por completo exitosa.

En los meses siguientes, los juicios prosiguieron y la ansiedad de los militares los condujo a sucesivos intentos de desestabilizar el proceso en curso. Muchos militares de menor rango se rehusaron a responder a los llamados de la justicia. El gobierno intentó limitar el alcance de los juicios a través de la Ley de Punto Final (ley 23.492), que establecía un plazo para presentar nuevos casos a la justicia, pero esto actuó como un bumerán que aceleró la presentación de denuncias. El punto álgido del conflicto llegó, finalmente, con el amotinamiento de los «carapintadas» en la Semana Santa de 1987. Cuando, acorralado por estos hechos, Alfonsín presentó la Ley de Obediencia Debida (ley 23.521), que dejaba a muchos militares en un terreno de inimputabilidad, su popularidad se vio profundamente afectada.

Nino, que para ese momento cumplía funciones en el Consejo para la Consolidación de la Democracia y por ende ya no trabajaba codo a codo con el presidente, se sintió «profundamente enojado» con la Ley de Obediencia Debida. Alfonsín le preguntó si su cuestionamiento se basaba en «causas morales», a lo que Nino le contestó que no, porque no era un «retributivista en el tema del castigo», pero que creía que la ley podría tener consecuencias dañosas para la sociedad si los militares seguían ganando terreno en sus demandas11. Si bien Nino, años más tarde, diría que Alfonsín había tomado la decisión correcta, su desilusión con el curso que habían tomado los acontecimientos era evidente. Semana Santa marcó así el final de esa colaboración estrecha entre intelectuales y poder político en un tema que fue probablemente el hecho más relevante y más singular de la transición argentina: el juzgamiento a los militares.

Pero Nino no fue el único intelectual desilusionado con lo que ocurrió en 1987. Alfonsín fue también perdiendo las simpatías de otros intelectuales, que se identificaban con una izquierda moderna y moderada y que habían hecho «cuentas» con el pasado revolucionario. Este fue sin dudas un grupo muy influyente de pensadores que ocuparon un rol privilegiado como dinamizadores de debates públicos, sobre todo en las filas de la izquierda intelectual en Argentina. No se trató de todo el espectro de la izquierda intelectual, ya que hubo otros grupos, algunos alineados con el peronismo opositor y otros con una versión más radical de la izquierda (comunistas, trotskistas), que se opusieron a ese momento alfonsinista. Pero los socialdemócratas fueron, sin dudas, un grupo particularmente influyente en esos años.

Un nuevo socialismo democrático

Durante el inicio del levantamiento «carapintada», el 16 de abril de 1987, Alfonsín se dirigió al Congreso de la Nación. «La democracia está entre nosotros, está para quedarse», declaró allí12. Era un breve discurso centrado en una férrea defensa de la democracia y una abierta confrontación con los militares. Ese discurso, como otros tantos de esa época, fue escrito por un grupo de intelectuales que desde 1984 trabajaron de manera discreta con el presidente en su estrategia discursiva: el Grupo Esmeralda13. Dos figuras intelectuales sobresalieron en este grupo: Juan Carlos Portantiero y Emilio de Ípola, cuyas trayectorias ilustran con particular nitidez los vaivenes de la izquierda socialdemócrata en estos años. Aunque no estuvieron tan cerca del presidente como los «filósofos», siguieron un camino similar: vivieron con gran entusiasmo los primeros años de la transición y luego cayeron en una desilusión profunda cuando el gobierno comenzó a trastabillar frente a la presión militar y dejó atrás los proyectos económicos heterodoxos, en medio de la crisis.

Pero para entender mejor el entusiasmo generado por Alfonsín en las filas de este sector de la izquierda intelectual, hay que ir un poco más atrás en el tiempo. Muchas de estas figuras habían sido parte de la izquierda revolucionaria de los años 1960 y 1970. Portantiero y De Ípola, por ejemplo, pertenecieron a la izquierda partidaria en los años previos a la dictadura y fueron promotores destacados del marxismo en el país. En particular, difundieron el marxismo gramsciano a través de una revista fundamental de la intelectualidad de izquierda, Pasado y Presente, dirigida por José Aricó. Este último, fundamental dentro del grupo, perteneció al Partido Comunista Argentino y fue discípulo de Héctor Agosti, secretario de Cultura y figura intelectual clave de ese partido. En las vísperas del golpe de 1976, tanto Aricó como Portantiero y De Ípola se refugiaron en México. Allí, los tres, junto con otros intelectuales exiliados, impulsaron la publicación de Controversia, la revista más importante que produjo el exilio argentino.

Desde las páginas de Controversia, comenzaron a replantearse su adscripción a las ideas revolucionarias que habían definido sus trayectorias hasta ese momento. Cuestionaron entonces el mesianismo ideológico de una izquierda que había pensado todas las relaciones en términos de lucha de clases y que privilegiaba los fines por sobre los medios para lograrlo. Esta autocrítica también implicaba una condena a los métodos de la violencia que habían sido moneda común en la izquierda revolucionaria, aun cuando estos intelectuales no hubieran recurrido ellos mismos a las armas. Tal vez el texto más emblemático de esta autocrítica fue aquel con el que Controversia abrió su primer número, donde los editores sostenían que la izquierda había «sufrido una derrota atroz» que era producto «no solo (…) de la superioridad del enemigo sino de nuestra incapacidad para valorarlo, de la sobrevaloración de nuestras fuerzas, de nuestra manera de entender el país, de nuestra concepción de la política»14. La evaluación del actuar de la izquierda era demoledora, por lo que solo una renovación profunda de su identidad política podía tener lugar en el nuevo contexto histórico.

Esta nueva identidad comenzó a delinearse más abiertamente con el inicio de la democracia. Mientras los intelectuales exiliados volvían a Argentina, otros salían de la semiclandestinidad a la que los había arrojado la represión. Un grupo particular tuvo gran relevancia en el proceso de renovación teórica de la izquierda: el llamado Club de Cultura Socialista. El Club fue fundado por quienes habían editado Controversia en México (Aricó, De Ípola y Portantiero, entre otros) y quienes habían logrado publicar una pequeña revista en el exilio interno en Buenos Aires llamada Punto de Vista. Esta última revista, fundada en 1978 por Carlos Altamirano, Beatriz Sarlo y Ricardo Piglia, se convertiría en una de las publicaciones fundamentales de la transición. Más tarde, Aricó, quien fue la figura principal del Club, fundaría también la revista La Ciudad Futura, una suerte de continuación de Controversia en Argentina.

Desde estas revistas y desde el Club, los intelectuales comenzaron a repensar la identidad de la izquierda, a través de una revalorización sin precedentes de la democracia y del liberalismo político. Si en los años previos a la dictadura el lema de la izquierda había sido «liberación versus dependencia», ahora la dicotomía principal se plasmaba en el binomio «democracia versus autoritarismo». La democracia comenzó a ser pensada por este grupo ya no como «burguesa», como era común en el marxismo, sino como un conjunto de reglas que garantizaban la libertad y el pluralismo, y con ello, prevenían el autoritarismo. Se trataba de una reformulación en clave liberal. Portantiero, figura principal de este grupo y quien luego formaría parte del Grupo Esmeralda que asesoró a Alfonsín, publicó un texto fundamental sobre la reevaluación de la izquierda en Punto de Vista. Titulado «», el ensayo sostenía que «el socialismo no podría prescindir de la acumulación cultural y política que implican ciertas adquisiciones del liberalismo» e invitaba a conjugar ambas nociones, democracia y socialismo, en un nuevo pensamiento político. Para Portantiero, como para sus colegas, la democracia era ahora el piso mínimo para cualquier discusión acerca de la igualdad social porque garantizaba una serie de libertades que eran esenciales: la libertad de prensa, las garantías individuales y la pluralidad de opiniones.

Este giro socialdemócrata que exhibieron los intelectuales de izquierda no podía sino estar en sintonía con el discurso alfonsinista. Por eso es que la transición y el liderazgo de Alfonsín generaron tanto entusiasmo en sus filas. Portantiero, por ejemplo, contó que se había «emocionado hasta las lágrimas» en un acto de campaña de Alfonsín en el que el líder de la ucr recitó (como lo hacía regularmente) el preámbulo de la Constitución15Punto de Vista, por otra parte, apoyó explícitamente a Alfonsín en 1983, contra el candidato peronista, asociado a la derecha del movimiento. Para Beatriz Sarlo, directora de la revista, en esos años «Argentina volvía, pero en mejor forma, a tener un futuro»16. Sus palabras expresan hasta qué punto el momento se vivió con un optimismo pocas veces visto en las filas intelectuales.

Algunos de estos intelectuales socialdemócratas trabajaron más cercanamente con el líder radical, como en el caso de aquellos que formaban parte del Grupo Esmeralda; otros mantuvieron una distancia prudencial, como los integrantes de Punto de Vista y el Club de Cultura Socialista. El alfonsinismo no solo presentaba un gran atractivo por sus temas y su lenguaje tan cercano a la reformulación del socialismo en clave liberal y antiautoritaria que ellos tenían en mente, sino que además sus medidas iniciales de gobierno se alineaban con ese discurso. La creación de la Conadep y el Juicio a las Juntas, como vimos, fueron hitos importantes de este momento, pero debieron tener un efecto aún más fuerte entre quienes habían perdido amigos y familiares en la dictadura y habían sufrido más cercanamente la represión, como los intelectuales de izquierda. Para el psicólogo Hugo Vezzetti, miembro de Punto de Vista y del Club de Cultura Socialista, el juicio fue nada menos que «el evento fundacional de la democracia argentina»17.

Muchos de estos intelectuales también ocuparon distintos puestos en el Estado a partir de la transición. Mientras la mayoría ingresó a las universidades como profesores en sus respectivas carreras (Portantiero y De Ípola en Sociología, Sarlo en Letras, Vezzetti en Psicología), otros ocuparon cargos en la administración. Fue el caso, por ejemplo, de Francisco Delich, que fungió como interventor de la Universidad de Buenos Aires en su proceso de normalización. Juan Carlos Torre, sociólogo que también formaba parte de este círculo, trabajó en la Secretaría de Planificación del Ministerio de Economía entre 1983 y 1989. Su libro Diario de una temporada en el quinto piso, editado recientemente, ofrece una crónica de los problemas en el seno del Ministerio de Economía (sobre todo aquellos que eran internos a su funcionamiento) durante la crisis económica de fines de los años 8018. Estos ejemplos ilustran hasta qué punto hubo una imbricación de distintos niveles entre esta cohorte tan compacta de intelectuales y el gobierno de la transición. No se trataba de todo el espectro intelectual, pero sí de un grupo muy cohesionado por esa revalorización de la democracia hacia dentro del espacio de la izquierda, que estaba en particular sintonía con el espíritu optimista de esos años.

Era de esperar, por eso, que los acontecimientos de Semana Santa, sumados al estancamiento económico de Argentina y, en general, al desgaste del gobierno, dieran lugar a un momento de desilusión para los intelectuales de izquierda. Cuando en 1987 el levantamiento «carapintada» llevó a Alfonsín a negociar con los insurrectos, hubo un quiebre en la amalgama del grupo. Mientras que quienes habían estado más cercanos a Alfonsín por su filiación al Grupo Esmeralda condenaron con matices la Ley de Obediencia Debida, argumentando que era la única salida a la presión militar, aquellos más alejados del poder, como los de Punto de Vista, rechazaron con mucha más contundencia la medida. Esto se vio reflejado, sobre todo, en las páginas de La Ciudad Futura, donde Sarlo objetó la Ley de Obediencia Debida, mientras que el editorial de ese mismo número la justificaba. En el número siguiente de la publicación, Sarlo y sus colegas de Punto de Vista dejaron de formar parte del consejo editor19.

Este quiebre no significó la ruptura de ese grupo de intelectuales socialdemócratas, pero sin dudas develó una disputa importante en su interior y, sobre todo, el desencanto con el devenir de la cuestión de los derechos humanos a partir de 1987. Era, tal vez, un desgaste natural del momento tan optimista que había comenzado en 1983. Este grupo intelectual seguiría teniendo un protagonismo importante, pero su imbricación con el poder se iría debilitando cada vez más.

Reflexiones a 40 años

Es imposible caracterizar la transición argentina sin tener en cuenta el fuerte peso que tuvieron las ideas en esos años. Era necesario diseñar un programa político que no solo erradicara de cuajo las prácticas autoritarias que con particular crueldad se habían extendido bajo la dictadura, sino que también estableciera un funcionamiento ético de las instituciones y del Estado. Era, en definitiva, una visión cargada de idealismo, con tintes de socialdemocracia europea, al combinar respeto por el capitalismo de mercado con la idea de un Estado moderno y benefactor, y un fuerte anclaje en la cuestión de los derechos humanos. Cuando los acontecimientos de Semana Santa dejaron en claro que el camino hacia esa democracia ideal era mucho más enrevesado de lo esperado, el político peronista de centroizquierda Carlos «Chacho» Álvarez no tardó en sentenciar, desde las páginas de la revista Unidos, que el proyecto del gobierno era «un modelo que la realidad se encargó de hacer trizas»20. El comentario de Álvarez atacaba, justamente, el idealismo con que se había conducido el alfonsinismo.

Ese idealismo no solo fue producto de las inquietudes teóricas de Alfonsín, sino también del lugar privilegiado que tuvieron los intelectuales. Es difícil discernir cuánto hubo de la inclinación del propio presidente por las ideas de futuro y cuánto hubo del rol que los intelectuales ejercieron gracias al dinamismo que le imprimieron a la transición, pero sin dudas esa conjunción fue particular, aunque no novedosa. En Argentina, la Generación de 1837 ya había iniciado una tradición en conjugar ideales y política. Como una vez sentenció el historiador Tulio Halperin Donghi respecto de ese grupo: «El progreso argentino fue la encarnación en el cuerpo de la nación de lo que comenzó por ser un proyecto formulado en los escritos de algunos argentinos, cuya única arma política era su superior clarividencia»21. En una especie de paralelo, la Argentina de la transición miró hacia el futuro pensando que esas ideas de reforma institucional, de reparación ética, de imperio de la ley por sobre las facciones, irían encarnándose en el cuerpo de la nación por el solo hecho de que se trataba de buenas ideas, tanto en sentido práctico como ético. Pero tanto para la generación de 1837 como para la de 1983, el camino hacia la concreción de esos ideales fue mucho más sinuoso y difícil que el previsto.

La cuestión de los derechos humanos, que era la piedra angular sobre la que se fundaba esa nueva democracia, sufrió avances y retrocesos. El presidente que sucedió a Alfonsín, Carlos Menem, otorgó indultos a todos los militares con sentencia firme, así como a los líderes guerrilleros. Solo en 2006 los juicios se volvieron a abrir bajo el gobierno de Néstor Kirchner y los militares fueron nuevamente condenados. Pero un nuevo dilema se abrió en ese sentido: algunos de los organismos de derechos humanos más conocidos se alinearon políticamente con el nuevo gobierno, lo que provocó (y aún provoca) no pocas controversias sobre la partidización de la memoria de la dictadura. Esto, sumado a una fuerte polarización política en la última década, ha puesto la cuestión de los derechos humanos nuevamente en un terreno de disputa. Hoy aparecen en Argentina opciones políticas que ponen en cuestión el consenso que se había establecido contra el actuar de los militares y el terrorismo de Estado durante los últimos 40 años y vuelven a hablar de «guerra» y «excesos».

Más aún, la democracia argentina que esos intelectuales pensaron en la transición parece hoy un edificio con cimientos sólidos, pero con paredes desgastadas. Las elecciones se llevan a cabo periódicamente sin condicionamientos externos, el Estado de derecho y la Constitución son bastante respetados y las instituciones funcionan. No es poco para un país (y una región) con una memoria no tan lejana de autoritarismos. Pero ¿se come, se cura y se educa con la democracia? Pocos estarían dispuestos a responder a esa pregunta afirmativamente. Como es sabido, Argentina no pudo resolver aún algunos de esos problemas que Nino resumió en pocos conceptos claros: dualismo ideológico, anomia, corporativismo, concentración de poder. ¿Se puede encontrar la causa de los problemas en la transición, en el actuar de Alfonsín, en el rol de los intelectuales? Sería demasiado audaz suponer una causalidad de larga duración; después de todo, los agentes actúan movidos por intereses o ideales, no por certeza de cómo será el futuro. Pero lo que tal vez sea importante, a 40 años de 1983, es rescatar lo positivo que tuvo el gesto de imaginar un futuro mejor, de reforma ética, justicia social y derechos humanos, en el momento en que Argentina más lo necesitaba.

Nota: este artículo fue escrito en el marco de la beca Sapere Aude del Independent Research Fund Denmark (beca 8047-00068B).

  • 1.La reconstrucción de la escena que abre este ensayo se basa en la detallada crónica de estos acontecimientos en Carlos S. Nino: Juicio al mal absoluto, Siglo XXI, Buenos Aires, 2015, pp. 175-178.
  • 2.La justicia retroactiva implica juzgar crímenes cometidos durante un régimen pasado y, por ende, bajo un sistema jurídico diferente al prevalente en el momento en que los crímenes fueron cometidos.
  • 3.3. S. Mercader y Diego García: «Tozuda modernidad. Entrevista a Beatriz Sarlo» en Artepolítica, 26/7/2013.
  • 4.C. Nino: ob. cit., p. 129.
  • 5.Nino se recibió de abogado en la Universidad de Buenos Aires, se doctoró en la Universidad de Oxford y fue profesor de derecho en la Universidad de Yale.
  • 6.Jesús Allende: «Carlos Nino: el jurista que concibió el Juicio a las Juntas» en La Nación, 15/10/2022.
  • 7.Los miembros de la Conadep fueron: la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú, el ex-magistrado Ricardo Colombres, el médico René Favaloro, el ex-rector de la Universidad de Buenos Aires Hilario Fernández Long, el pastor protestante Calos Gattinoni, el filósofo Gregorio Klimovsky, el rabino Marshall Meyer, el obispo católico Jaime de Nevares y el filósofo Eduardo Rabossi. Fue presidida por el escritor Ernesto Sabato.
  • 8.C. Nino: ob. cit., p. 42.
  • 9.Ibíd., p. 106.
  • 10.Alfonsín, ya desde su campaña, había delimitado tres niveles de responsabilidad respecto de los crímenes de la dictadura: los que habían dado las órdenes, los que las habían cumplido en un clima de horror y coerción, y los que se habían excedido en su cumplimiento. Creía que el castigo debía alcanzar a quienes habían dado las órdenes, pero no a quienes habían actuado en obediencia a sus superiores.
  • 11.C. Nino: ob. cit., p. 179.
  • 12.R. Alfonsín: «Discurso ante el Congreso con motivo del levantamiento militar de Semana Santa», 16/4/1987, disponible en alfonsin.org/.
  • 13.La idea de armar un grupo de tales características surgió en la campaña electoral, cuando todavía como candidato Alfonsín le pidió a Meyer Goodbar, sociólogo y asesor de empresarios, que conformara un grupo de intelectuales destacados que lo «ayudara a pensar». El grupo se constituiría finalmente en 1984 con la participación de varios intelectuales provenientes de diversas disciplinas. Ver Josefina Elizalde: «La participación política de los intelectuales durante la transición democrática: el Grupo Esmeralda y el presidente Alfonsín» en Temas de Historia Argentina y Americana No 15, 2009.
  • 14.«Editorial» en Controversia No 1, 1979, p. 2, disponible en ahira.com.ar.
  • 15.J. Elizalde: ob. cit., p. 67.
  • 16.Entrevista a Beatriz Sarlo en Roy Hora y Javier Trímboli: Pensar la Argentina, El Cielo por Asalto, Buenos Aires, 1994, p. 177.
  • 17.H. Vezzetti: «El juicio: un ritual de la memoria colectiva» en Punto de Vista Nº 24, 1985, pp. 3-5.
  • 18.J.C. Torre: Diario de una temporada en el quinto piso. Episodios de política económica en los años de Alfonsín, Edhasa, Buenos Aires, 2021.
  • 19.J. Elizalde: ob. cit., pp. 85-86.
  • 20.C. Álvarez: «El pasado está entre nosotros» en Unidos No 15, 1987, p. 3.
  • 21.T. Halperin Donghi: Una nación para el desierto argentino, CEAL, Buenos Aires, 1995, pp. 7-8.

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