Todo es más complejo

La complejidad es una característica fundamental de la realidad. No es simplemente una cuestión de cantidad (es decir, algo es más complejo porque tiene más partes), sino una cuestión de la calidad de las interacciones y relaciones entre las partes. En un sistema complejo, las partes están interrelacionadas de tal manera que no pueden ser separadas sin alterar la naturaleza del todo. El apoyo de algunos migrantes a Trump expone la complejidad de la frontera: un sistema que los necesita como mano de obra, pero los rechaza como ciudadanos, mientras el Estado pierde capacidad de proteger a su propia población. ¿Por qué diablos una inmigrante ecuatoriana indocumentada –madre soltera y trabajadora de bajos ingresos– apoyó a Donald Trump? En el verano de 2024, conversé en la peluquería sobre las elecciones con una mujer que trabajaba allí. Me dijo que no entendía muy bien la política estadounidense. Pero sí entendía que Trump era duro y que prometía proteger a la gente de las bandas criminales. Le respondí que las políticas de Trump la pondrían a ella en peligro. Me respondió que sabía que el gobierno estadounidense no era su amigo, pero que había logrado quedarse en los Estados Unidos, hasta el momento.

<p>Fronteras del miedo: por qué algunos migrantes apoyan a Trump</p>

 

Hoy no puedo dejar de pensar en esa conversación. Mientras escribo, en febrero, los efectos de las órdenes ejecutivas del nuevo gobierno ya se sienten en la frontera sur. Funcionarios del gobierno de Trump, que describen la frontera como una zona de guerra, están enviando tropas allí para repeler lo que ellos denominan una «invasión». Vi imágenes de una mujer en Ciudad Juárez llorando desesperada cuando se cancelaba su anhelada cita de asilo, junto con la aplicación CBP One, recién eliminada, que anteriormente permitía a los migrantes solicitar entrevistas en los puertos de entrada. Probablemente había esperado meses para presentar su solicitud de asilo, pero ahora sus posibilidades se esfumaron.

«La frontera» se ha convertido en una obsesión en la política estadounidense. Para la mayoría, se reduce a la pregunta de qué hacer con la inmigración descontrolada. Los partidarios de Trump creen que el aluvión de cruces ilegales los pone en peligro y socava el bienestar de los ciudadanos. Para fortalecer el espíritu de este grupo, el gobierno y sus aliados en el Congreso prometen brindar seguridad mediante órdenes ejecutivas y leyes como la Ley Laken Riley, que lleva el nombre de una estudiante de enfermería asesinada el año pasado por un inmigrante venezolano indocumentado. Esta ley faculta a las agencias federales de inmigración para detener y deportar a cualquier inmigrante no autorizado acusado de delitos menores, tales como el hurto en tiendas (no es preciso que haya sido procesado).

Del otro lado están quienes temen lo que les sucederá a las personas vulnerables que intenten cruzar la frontera, a quienes la derecha ha convertido en chivos expiatorios. Ven que las políticas de Trump socavan los derechos legales de los solicitantes de asilo y los derechos humanos de todos los migrantes. Pero suelen creer que todos los inmigrantes comparten una identidad común y suponen que debería haber solidaridad entre ellos. A quienes pertenecen a este grupo, en el que me incluyo, les cuesta entender por qué alguien preferiría a Trump, y ni hablar si se trata de una persona que es afectada directamente por sus políticas. ¿Por qué, nos preguntamos, la peluquera lo apoyaba?

No puedo responder por ella. Pero creo que la razón por la que esto nos desconcierta es que estamos haciendo las preguntas equivocadas sobre la frontera. Quizás el problema no concierne principalmente a los migrantes, sus comunidades e identidades. Quizás el problema no sea con «ellos», sino con los Estados que a la vez necesitan a esos migrantes y quieren deshacerse de ellos.

Los cruces fronterizos tienen raíces complejas. La migración está entrelazada con la pobreza; el desplazamiento va de la mano con el cambio climático; y el tráfico de personas se sube al carro de las políticas antidrogas, el comercio internacional y los aranceles. La migración se ve impulsada en parte por la inestabilidad y las dificultades económicas en los países expulsores. Mientras tanto, en un país receptor como Estados Unidos, se culpa a los recién llegados del colapso de los servicios públicos, la deficiente atención médica, la escasa inversión en educación, los exorbitantes precios de la vivienda y la redistribución ascendente de la riqueza hacia una elite cada vez más reducida. El problema político de la frontera, por lo tanto, surge de una crisis de legitimidad del Estado más profunda.

La obsesión con la frontera y el miedo a los migrantes son síntomas de esta crisis. El Estado no ha logrado proporcionar exitosamente los bienes que justifican el gobierno, por lo que algunos Estados fuerzan a las personas a migrar y otros culpan a los migrantes de sus problemas. Los migrantes también nos recuerdan que los mecanismos de asignación de ciudadanía son injustos y que la exclusión es injustificada cuando los Estados están conectados en un sistema económico mundial que saca provecho de la mano de obra migrante. La reforma migratoria en Estados Unidos no es suficiente para salir de la crisis, y poner el foco en la frontera o en las comunidades migrantes como un problema distrae de la urgente tarea política de reconstruir las instituciones y cooperar con otros en el extranjero.

Los migrantes nos recuerdan que ser ciudadano de un país rico es cuestión de suerte. Sin embargo, culpar a los inmigrantes de todos los males les permite a los ciudadanos fingir lo contrario: si los inmigrantes son malas personas, quizá eso signifique que los ciudadanos merecen su estatus. Además, los migrantes a menudo representan peligros imaginarios que acechan más allá de la frontera (incluso si están dentro de los límites geográficos del país). Se los culpa de los males sociales; son como la señal de alerta cuando hay una crisis de legitimidad estatal. Todo esto se refleja en la política de fronteras.

Las fronteras no siempre son un problema. Son vitales para los Estados por muchas razones. Una importante, que a menudo se pasa por alto, es que ponen un límite al poder. Los límites jurisdiccionales permiten a las poblaciones mantener el poder bajo control y nos permiten tener certeza sobre dónde es aplicable la ley. También nos permiten mantener vivo el poder democrático al determinar quién pertenece al pueblo en una democracia. Pero los Estados no pueden hacer esta clasificación sin cometer injusticias.

Algunos países definen la población en términos de territorio: quienes nacen en el territorio del Estado se consideran miembros (la ley de ciudadanía lo denomina ius soli, derecho del suelo). Otros definen el territorio en términos de las personas: el territorio contiene el Estado porque pertenece a un grupo étnico que afirma que es su patria y transmite la ciudadanía de padres a hijos. El ataque del gobierno de Trump a la ciudadanía por nacimiento demuestra que su definición de población es étnica (prefieren el ius sanguinis, el derecho de la sangre).

La mayoría de los liberales creen hoy que este mecanismo de clasificación es injusto porque excluye a las personas por razones que están fuera de su control: nadie elige a sus padres ni su raza. Parece, pues, que sería más justo tratar a todos por igual ante la ley y convertir en ciudadanos a todos los que residen en el territorio (o al menos a todos los nacidos en él, como exige la 14° Enmienda de la Constitución estadounidense). Pero en un sistema así, la presencia territorial es fundamental. Los riesgos de permitir el ingreso de gente o de impedirlo se vuelven mucho mayores y convierten las fronteras en una máquina de clasificación injusta.

Tanto el ius sanguinis como el ius soli producen distinciones arbitrarias: nadie puede elegir las circunstancias de su nacimiento, y una persona no es más merecedora por haber nacido, o por estar, en un lugar y no en otro. Como pueden atestiguar tantas personas desplazadas y apátridas en el mundo, si uno se siente seguro con su ciudadanía, si su etnia es la predominante en su país de origen, si no tiene problemas para obtener un pasaporte, no es una mejor persona; simplemente tuvo suerte.

Así pues, los criterios para denegar la ciudadanía no son justos. Pero existe un segundo problema: ¿por qué los Estados afirman que ellos –y solo ellos– pueden decidir a quién se le permite entrar en un territorio determinado?

Para los demócratas liberales, los gobiernos solo son legítimos cuando el pueblo los autoriza y los controla. Pero si coincidimos con los principios liberales y aceptamos que las distinciones étnicas o de sangre son injustas, y si coincidimos en que el territorio determina quién integra el pueblo, entonces los gobiernos legítimos requieren de un territorio legítimo original para distinguir quién es miembro del pueblo y quién no. Eso es precisamente lo que no tenemos. Los Estados carecen de legitimidad territorial original.

Recientemente he visto varias caricaturas con el mismo tema circulando en redes sociales: un nativo estadounidense exige que los «inmigrantes ilegales» se vayan. El chiste es que los «inmigrantes ilegales» son colonos estadounidenses blancos. La caricatura funciona porque todos sabemos que Estados Unidos comenzó como un asentamiento de colonos, y se necesitaron guerras y genocidios para despojar a los pueblos que vivían en estas tierras previamente. Incluso en la actualidad, cuando los Estados colonos son legales (porque establecieron su propia ley), el poder de estos para controlar territorio es ilegítimo desde una perspectiva democrática liberal, porque lo obtuvieron por la fuerza y el engaño. Esto aplica a todos los Estados, incluidos aquellos que no fueron creados por colonos. Los Estados son fundados por conquista o violencia revolucionaria, no por consentimiento o voto mayoritario.

Las razones que esgrimen las democracias liberales para justificar quiénes son incluidos y quiénes excluidos no son consistentes con sus propios principios de igualdad. Los inmigrantes son un recordatorio de esta contradicción que siempre socava la legitimidad del Estado.

Cualquiera que estudie teoría o historia de la democracia sabe que existe un rastro de ilegitimidad en el corazón de todo orden jurídico. Pero estos problemas filosóficos no suelen entrar en la política cotidiana. Las personas pueden ignorar las injusticias del pasado cuando estas se ven encubiertas por instituciones que funcionan con eficiencia o por promesas de igualdad futura. Pero los Estados pierden legitimidad cuando no se confía en las instituciones y los servicios no funcionan. Cuando la gente se siente abandonada por su gobierno, quienes se sienten inseguros buscarán protegerse con sus propios recursos o pedirán al Estado que lo haga en su lugar. Muchas personas intentarán huir y desplazarse en busca de seguridad; otras sentirán resentimiento hacia los recién llegados que exigen los derechos y privilegios de la ciudadanía. Tanto las súplicas para mantener la frontera abierta como las exigencias para cerrarla suelen ser gritos de auxilio de personas cuyos Estados no han logrado darles seguridad.

Las injusticias creadas por la frontera son difíciles de abordar porque existen fuertes incentivos para mantenerlas. Los grupos de migrantes atrapados en el medio son fáciles de explotar, y muchos sacan provecho de ellos. Los gobiernos los utilizan como moneda de cambio, al igual que utilizan otros elementos de las fronteras, como los aranceles o las barreras a la inversión extranjera. Esto es un secreto a voces. En Estados Unidos, todo el mundo sabe que la inmigración indocumentada genera grandes ganancias para los sectores agrícola y cárnico. Todos saben que ni los restaurantes, ni los hoteles ni las empresas de paisajismo podrían funcionar sin los bajos salarios que ofrecen a los trabajadores indocumentados. Muchos conocen los millones que se ganan en el negocio de las cárceles para inmigrantes. Los inmigrantes saben que estas injusticias existen, y algunos, a su vez, sacan provecho de ellas.

Estas prácticas generan dolor y resentimiento no solo entre los migrantes, sino también entre los ciudadanos cuyas instituciones y comunidades son socavadas por la economía política de la estafa. Los trabajadores indocumentados son una clase marginada que proporciona mano de obra barata con escasa protección legal. Esta falta de seguridad los hace más propensos a ser marginales en sus nuevas comunidades, lo que fomenta la xenofobia.

Cuando los políticos prometen mantenerte seguro cerrando fronteras, es como si propusieran protegerte de un incendio furioso escondiéndote en un baúl de madera. Los problemas de los que se supone que la frontera protege a los ciudadanos, como la devastación ambiental, la delincuencia y la desigualdad económica, no pueden mantenerse afuera; de hecho, son parcialmente causados por las fronteras. Y dado que las poblaciones cambian y se desplazan naturalmente, y las sociedades nunca se mantienen perfectamente dentro de los límites de un territorio determinado, el cierre de fronteras siempre separa familias y deja personas atrapadas en vacíos legales. Esos problemas podrían abordarse con la cooperación entre jurisdicciones legales. Sin embargo, la crisis de legitimidad aumenta el deseo de seguridad, unidad y homogeneidad de muchas personas, y su disposición a consentir el uso de la fuerza bruta para compensar la pérdida de orden.

La frontera es un umbral de legalidad. Al igual que las emergencias legales, la frontera permite a los políticos arrogarse poderes excepcionales: la inmigración se convierte en la excusa ideal para centralizar poder y abusar de él. Hoy presenciamos cómo la aplicación de la ley migratoria se ha transformado en aplicación de la ley penal, y luego en poder del gobierno sobre todos sin control alguno. Los debates políticos sobre la frontera nunca se limitan a la inmigración.

La violencia que vemos ahora contra los migrantes es inseparable del desmantelamiento de instituciones y espacios públicos a lo largo de varias décadas. Si esto es así, la frontera no se puede arreglar controlando la inmigración y otorgando papeles a trabajadores indocumentados. Si un tejido social en deterioro hace visible la ilegitimidad, muchas personas seguirán buscando a alguien más a quien culpar. La xenofobia se nutre de la desilusión, la desconfianza en la clase política, la apropiación del poder por parte de las elites y la lucha por satisfacer necesidades como la educación, la atención médica y la vivienda.

Para abordar las preocupaciones causadas por la frontera, no podemos empezar ni terminar en la inmigración. También debemos intervenir en el problema protegiendo y ampliando bienes y espacios públicos como escuelas, parques y bibliotecas, en especial para los más vulnerables (entre ellos, los migrantes de primera generación y los no autorizados). Muchos piensan que la confianza y la solidaridad necesarias para mantener el Estado de Bienestar solo pueden sostenerse excluyendo a los extranjeros, pero esto implica ignorar que la riqueza que distribuye el Estado de Bienestar también es producida por los migrantes y por las conexiones con personas en el extranjero. Grandes grupos de recién llegados pueden generar fricción en cualquier sociedad, incluso en una con servicios sociales adecuados: habrá conflicto dondequiera que las personas hablen idiomas diferentes y vean cómo se arraigan prácticas y normas desconocidas. Pero en lugares que no están asolados por la pobreza, la desigualdad y la incompetencia estatal, esa fricción puede mitigarse.

La solidaridad genuina también requiere que nos unamos y apoyemos a organizaciones que actúan a ambos lados de las fronteras, tales como sindicatos transnacionales, organizaciones religiosas y movimientos de pueblos indígenas que luchan por la justicia ambiental. La confianza y la solidaridad pueden construirse en torno de obligaciones mutuas y un futuro común, más que en torno de la cultura nacional y la raza.

Aunque la idea de recuperar los bienes públicos y forjar conexiones internacionales pueda parecer ajena a la frontera, debemos recordar que la infraestructura social es vital para abordar los problemas que impulsan a las personas a migrar y para culpar a los migrantes de los problemas. Si nos centramos en los destinos interrelacionados de todas las personas que se ven perjudicadas por la erosión de lo público, podremos superar las divisiones culturales. Podemos construir sociedades donde gran parte de la población no considere que la única salida sea sumarse a una pandilla o consumir drogas, y donde emigrar sea una opción y no la única esperanza de supervivencia. Si lográsemos reconstruir lo público dentro, fuera y a través de esas fronteras, la promesa de soluciones mágicas de un líder fuerte resultaría menos atractiva para todos.

La pregunta de por qué algunos migrantes votaron por Trump causa perplejidad solo si se piensa que todos los migrantes tienen intereses comunes; imagino que muchos inmigrantes que votaron por Trump querían proteger su seguridad a costa de los recién llegados en situación ilegal. También es un error pensar que no votar por Trump habría resuelto sus problemas, que pueden no tener nada que ver con la frontera. La obsesión por ver la migración como un problema puede distraernos de la tarea de construir el poder político que necesitaremos para superar los desafíos existenciales que enfrentan nuestras sociedades.

Quizás la señora de la peluquería no se dejaba engañar por una campaña electoral; tal vez reaccionaba a la profunda crisis del Estado liberal. Ella quiere seguridad, pero sabe que no está segura de ninguna manera. Y no puede votar, de modo que optar por un partido u otro era irrelevante. Quizás le resulte más fácil ver que, cualquiera sea el partido que gobierne, la frontera reproducirá injusticias que nos perjudican a todos. Abordar esas injusticias requiere cambios más profundos de los que ninguno de los partidos ha estado dispuesto a hacer hasta ahora.

Nota: la versión original de este artículo, en inglés, se publicó en Dissent y puede leerse aquí. Traducción: Carlos Díaz Rocca.

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