"Permítanme ahora correrme de la ficción y hacer un poco de historia, sin ninguna sorpresa, ya que se trata de cosas muy conocidas. En enero del año 1933, en Alemania, la mayoría del pueblo, entusiasmada por lo que se les aparecía como una inédita novedad, eligieron como Canciller (en ese entonces la máxima autoridad institucional del Reich) a un personaje grotescamente payasesco, ex cabo del ejército, pintor de tercera categoría, grosero y gritón, pero que prometía una radical refundación nacional que produciría un mileinio, perdón, un milenio de felicidad teutónica. Bien; a las pocas semanas de gobierno ya era completamente claro que la política del obsceno aullador solo podía conducir, a la corta o a la larga, a la catástrofe. Sin embargo, tanto aquellos que lo sostenían con convicción, como aquellos que lo habían votado quizá con reservas, pero con grandes esperanzas, esgrimieron básicamente dos argumentos para no cuestionar activamente su poder despótico: primero, que el Führer había sido consagrado mediante elecciones irreprochablemente legales y formalmente democráticas; segundo, que el gobierno aún llevaba poco de andar, que había que darle tiempo, tener paciencia, esperar" Eduardo Grüner.