«Permítanme ahora correrme de la ficción y hacer un poco de historia, sin ninguna sorpresa, ya que se trata de cosas muy conocidas. En enero del año 1933, en Alemania, la mayoría del pueblo, entusiasmada por lo que se les aparecía como una inédita novedad, eligieron como Canciller (en ese entonces la máxima autoridad institucional del Reich) a un personaje grotescamente payasesco, ex cabo del ejército, pintor de tercera categoría, grosero y gritón, pero que prometía una radical refundación nacional que produciría un mileinio, perdón, un milenio de felicidad teutónica. Bien; a las pocas semanas de gobierno ya era completamente claro que la política del obsceno aullador solo podía conducir, a la corta o a la larga, a la catástrofe. Sin embargo, tanto aquellos que lo sostenían con convicción, como aquellos que lo habían votado quizá con reservas, pero con grandes esperanzas, esgrimieron básicamente dos argumentos para no cuestionar activamente su poder despótico: primero, que el Führer había sido consagrado mediante elecciones irreprochablemente legales y formalmente democráticas; segundo, que el gobierno aún llevaba poco de andar, que había que darle tiempo, tener paciencia, esperar» Eduardo Grüner.
La crisis política que vive Francia hace 15 años ha entrado en una fase aguda. La extrema derecha parte con ventaja para las elecciones de este domingo, pero el Nuevo Frente Popular puede plantarle cara si los movimientos sociales intervienen activamente en la contienda.
Tras la victoria de la ultraderecha en las europeas, Macron sorprendió llamando a elecciones anticipadas este 30 de junio determinado a frenar a “los extremos” desde el centro. Pero dada su debilidad, su apuesta puede terminar con la vuelta a Francia de la “cohabitación” con un gobierno de otro signo y abrir una etapa de fuerte inestabilidad política y económica que ya se compara con la crisis de 1968. O con una guerra civil, como especuló el presidente.